Hace más o menos un mes, el economista Paul Krugman publicó un revelador artículo. Parafraseando el famosos dicho de Hemingway de que “los ricos son distintos de ti y de mí”, Krugman tituló una de sus reflexiones semanales de este modo: “Los ricos están más locos que tú y que yo”. En ella contaba que los millonarios tecnológicos de Silicon Valley van a apoyar a Robert Kennedy junior en su carrera hacia la Casa Blanca. Dicho así parece lo más natural del mundo, los millonarios y las clases acomodadas apuestan por lo más parecido a la aristocracia que hay en los Estados Unidos. Pero el mundo ha cambiado tanto desde el comienzo de este siglo que ni los millonarios son como antes y mucho menos lo son los Kennedy. De hecho, y dicho en palabras de Krugman, Robert es un loco extravagante y majareta. Además de ser antivacunas declarado, sostiene que el Prozac es el responsable de las matanzas que periódicamente se producen en su país, mientras que sus simpatías en la guerra de Ucrania están más cerca del invasor que del invadido. Votantes sensatos del Partido Demócrata no le concederían, a pesar de su apellido, el menor crédito. Pero no así los inteligentísimos, exitosísimos y requeterriquísimos millonarios tecnológicos. ¿Por qué? El fenómeno que explica esta excéntrica decisión está tipificado y tiene un nombre. Se llama “contrarierismo reflexivo”, y, lamentablemente, no afecta solo a los ricachones de Silicon Valley. En inglés, se llama contrarierismo reflexivo a “la pérdida de la capacidad de juzgar a otros a los que consideran contrarios a sus tesis perdiendo por tanto también la habilidad de discernir entre una evidencia y un bulo, lo que les hace aferrarse a creencias, a veces visionarias y brillantes, y otras directamente locas”. Los millonarios tecnológicos son especialmente susceptibles a esta deriva. A ello contribuye por un lado el ambiente endogámico y autorreferencial en el que viven. Y por otro, su indiscutible éxito empresarial que les hace creer que siempre tienen razón, que su criterio es ley y que no puede haber otra explicación ni otra verdad que la suya. Si a esto unimos el hecho de que estas personas suelen tener a su alrededor toda una cohorte de pelotas y chupamedias no es difícil comprender por qué la burbuja en la que viven les induce a equivocarse (y perder millones) como le ha ocurrido a Elon Musk con Twitter o a Mark Zuckerberg en su fallida apuesta por el metaverso. Pero estos son errores empresariales y, a la postre, los primeros perjudicados serán ellos. Incluso puede que esas pifias sean solo un mínimo baldón en su currículum y logren subsanarlas en un futuro no muy lejano. En cambio, otras decisiones suyas producto también del “contrarierismo reflexivo pueden afectarnos a todos. Como la actitud de Elon Musk con respecto a Ucrania. En el comienzo de la contienda, Musk ofreció gratuitamente el apoyo de sus satélites a Zelenski, una ayuda fundamental a la hora de conectar las tropas ucranianas. Más adelante, sin embargo, y consciente de su poder, intentó que Zelenski se plegara al plan de paz que él había elaborado. Uno que proponía que Ucrania reconociera formalmente que Crimea siguiera siendo parte de Rusia. Zelenski se negó y Musk, tras tremenda pataleta, amenazó con retirar su ayuda. El gobierno norteamericano intervino y las aguas se apaciguaron, pero lo ocurrido indica que estamos en manos de estos volubles orates en mayor medida de lo que la sensatez aconseja. El mundo cambia a tal velocidad que resulta imposible hacer predicciones. ¿Será el emblemático apellido de Robert Kennedy Jr. suficiente para asegurarle los votos que necesita? ¿Obrará el dinero de Silicon Valley el milagro que él espera? No parece factible, de modo que, al menos de este orate nos libraremos. En cualquier caso resulta desalentador ver que el contrarierismo reflexivo prolifera en todas partes, sobre todo entre los políticos. Más de un ejemplo patrio tenemos; todo se ha vuelto endogámico, autorreferencial, dogmático. Una lástima, porque, como decía Gracián, el hombre sabio aprende más de los adversarios que de los amigos.