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Día Internacional de la Democracia

La Organización de las Naciones Unidas ha declarado el 15 de setiembre Día Internacional de la Democracia. Se trata de una invitación a reflexionar acerca de este sistema político según el cual la soberanía reside en el pueblo, una responsabilidad que implica no solo el acto de votar, sino una vigilia constante de ciertos valores referidos a la libertad en su más amplia acepción, la protección de los derechos humanos y la igualdad ante la ley. Cuando esos valores están en riesgo, ese mismo pueblo que ha votado tiene el derecho —y acaso el deber— de reclamar ante sus representantes para que estos cumplan con la tarea que les ha sido encomendada.

Conviene tomarse un tiempo para pensar en aquello que consideramos obvio, pero que no lo es. La democracia es el mejor sistema de gobierno y convivencia que hasta ahora conocemos. Aun así, se muestra débil si no la protegemos día a día. No todos consideran provechoso vivir bajo su égida. Los autoritarios, los que buscan ejercer el poder sin limitaciones y en beneficio propio o de su proyecto, intentarán por todos los medios aprovecharse de esa fragilidad intrínseca que la democracia tiene. Nuestra América Latina ha padecido —y padece— los terribles efectos que la pérdida de la democracia supone. Y, aunque algunos países, como el nuestro, ya llevan décadas de estabilidad política, no deberíamos distraernos.

Los ciudadanos solemos confiar en la ceremonia periódica del voto y descansarnos en ella. Alentados por una convicción más o menos firme, o incluso desencantados, introducimos el sobre en la urna y regresamos a casa con la tranquilidad de haber cumplido con nuestro deber. Luego esperamos los resultados y —con alegría o con pena—, nos vamos a dormir dispuestos a comenzar el día siguiente, como si nada más tuviéramos que hacer hasta que la próxima elección llegue. Hemos depositado nuestra esperanza en otros y, agobiados por la circunstancia personal que cada uno tiene, perdemos el interés y nos desentendemos.

Al hacerlo, cometemos un error que puede derivar en graves consecuencias. La democracia requiere de nuestra vigilancia. No siempre estalla de un modo súbito y violento. A veces se resquebraja de forma imperceptible o mediante hechos pequeños cuya importancia no resulta aparente. Con frecuencia, su debilitamiento es un proceso paulatino. La separación de poderes —en especial la protección de un Poder Judicial independiente y con recursos suficientes para un correcto funcionamiento— es uno de los aspectos del que los ciudadanos debemos estar pendientes. Del mismo modo, la libertad de expresión —según el DRAE, el “derecho a manifestar y difundir libremente ideas, opiniones e informaciones”— y la libertad de prensa —ligada a la anterior— son pilares fundamentales del sistema.

Cada vez que un medio de comunicación es víctima de un ataque o que un periodista recibe una amenaza o sufre una agresión —algunas de las cuales llegan a la brutalidad de la muerte—, toda la democracia tiembla y nosotros, los ciudadanos, temblamos con ella. Aunque ese temblor nos resulte leve o ajeno, es necesario comprender que cuando esas libertades son vulneradas, el asunto es de nuestra incumbencia.

No resulta extraño, pues, que cuando un sistema autoritario —instalado o en ciernes— procura afianzarse y destruir el Estado de derecho, una de las primeras medidas que toma es atacar o incluso, en situaciones extremas, acallar a los medios. La supresión de esa voz que muestra, investiga y denuncia es una maniobra para allanar el camino a la corrupción, la suspensión de las garantías individuales y a todo tipo de violencia. Amordazar a la prensa libre e independiente es obstaculizar la búsqueda de la verdad y alentar la instalación de relatos que construyen realidades falsas y paralelas. Nada hay más funcional para los autoritarios que la falta de información, la tergiversación de la verdad y la degradación de la educación en todos sus niveles. Un pueblo desinformado y con una educación deficiente es el caldo de cultivo perfecto para los déspotas.

La democracia es, por tanto, un estado deseable de convivencia que jamás está completo, sino en fase de construcción permanente. Requiere una adaptación a la realidad cambiante. La última pandemia y la irrupción de las nuevas tecnologías son ejemplos claros de ese desafío de adecuación constante.

La fecha es propicia para recordar que la responsabilidad no es solo de nuestros gobernantes. También lo es de la comunidad entera, y es menester estar atentos.