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Hay personas cuya sola presencia ofende. Sucedió más o menos así: sábado por la tarde, reunión de amigos. Me corrijo: reunión de conocidos (la amistad es un compromiso de afecto elevadísimo y no debe ser confundida con cualquier relación de afinidad o simpatía). El caso es que nos conocemos desde hace añares y cada tanto nos juntamos para comprobar qué tal viene la vida. Más allá de las huellas naturales que el tiempo nos ha dejado en el cuerpo, es interesante ver cómo cada uno conserva su esencia y, apenas se distrae, saca a relucir las mismas virtudes y mañas de hace cuatro décadas. Miro atrás y compruebo que todo estaba allí, en nuestra adolescencia. Ya éramos entonces los pichones de águila, paloma o tero que perfilaban la altura de su vuelo. Ahora, cuando nos encontramos, sabemos quién es quién, aunque estemos más golpeados y seamos menos inocentes. Magullados, sí, pero con experiencia.
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Uno de ellos —llamémosle Martín— es una de esas personas que nacen bajo el influjo de una buena estrella. Martín recibió todas las bendiciones que una persona puede querer. Y él lo sabe, aunque jamás le vi una actitud vanidosa o altanera. Al contrario. Consciente de su notoria superioridad en casi todo, busca pasar inadvertido para no ofender. Aun así, ofende. El más lindo, el más inteligente, el más simpático, el más elegante, el más noble. Martín es puro carisma y, para colmo, es buen tipo. Mejor no medirse con él.
Algo trae de fábrica —viene de unos padres bastante virtuosos, aunque su familia, como la de todos, no está exenta de problemas—, pero el resto es pura obra de él. Martín no se descansó en los dones de la naturaleza ni en lo que le dieron sus mayores. Por el contrario, procura mejorar, como quien siente que la mejor forma de agradecer —al destino, a Dios o a lo que sea— es mediante un comportamiento ejemplar que honre lo recibido y lo supere.
En ese intento por no incordiar, ha desarrollado una capacidad excepcional. Sabe dónde tornarse invisible y dónde resplandecer, esto es, en qué ámbito no le perdonarían cualquier intento de destaque y en qué ámbito puede desplegar su brillantez. Así, por ejemplo, jamás lo vi explayarse en un área que domina como nadie —es ingeniero— ni vanagloriarse contando las anécdotas que suelen ilustrar sus conferencias cuando viaja por el mundo y deslumbra con su sapiencia. Hechos que nunca menciona y de los que me entero porque su esposa me cuenta. Me conmueve hoy y me conmovía antes, cuando éramos apenas unos chicos llenos de proyectos y notaba cómo se adaptaba a las circunstancias disimulando sus conocimientos o el acento de su perfecto inglés, no solo para no sentirse diferente, sino para no andar incomodando… Un momento. ¿Incomodar a quién?
Vuelvo a ese sábado. Todo fluía más o menos bien, con esa leve tensión que hay entre personas que se conocen desde hace mucho y se ven cada poco. Estábamos a gusto hablando de aquel pasado idílico cuando nos sentíamos inseparables y poderosos. El presente se mencionaba menos. Había un intento velado por no mostrar los fracasos, las frustraciones, por lucir como ganadores, aunque todos supiéramos que a cierta altura del camino uno ya se ha caído innumerables veces.
Alguien le alcanzó a Martín una caja con una variedad de tés. Sin vacilar eligió un sobre amarillo y dijo bajito: “Mi preferido, Earl Grey”. Fue una reacción espontánea y la pronunciación le salió tan pulcra como si hubiera tenido delante a la reina Isabel. El sonido de la /r/ fue un casi imperceptible ronroneo. Entonces uno de los presentes —el vivo del batallón, el payaso perpetuo—, en un alarde de inmadurez vergonzosa, intentando tomarle el pelo le dijo: “¡El finoli de siempre! Errrlgrrrei”. En su boca, el delicado nombre del té crujió como arena entre los dientes.
Martín fingió no haber oído, aunque supongo que se habrá arrepentido por no haberse cuidado y quizá también por estar allí perdiendo su tiempo. Yo sentí rabia y pena por él. Martín no nació con ese maravilloso acento inglés. Lo ganó a fuerza de estudio. En los tiempos del liceo, mientras el otro se jactaba de pasar de año sin abrir un libro, Martín destinaba su tiempo a pulirse. Nada le fue gratuito ni sencillo. No lo fue con respecto al dinero que sus padres invirtieron en educarlo, ni al aprovechamiento que él hizo a puro esfuerzo. Más de una noche, me consta, hubiera preferido salir a divertirse —ser brillante no implica ser aburrido—, pero optó por quedarse en casa estudiando ante un examen inminente.
¿Por qué ahora debía replegarse? ¿Por qué, si todo se lo había ganado con su sacrificio? ¿Por qué el mediocre no aspira a salir a flote en lugar de buscar que todos se hundan con él? ¿Por qué los que se destacan deben esconderse? ¡Bicho maldito la envidia! Tomé un sobrecito amarillo y miré a Martín con mi mejor sonrisa. Luego, afectando mi pronunciación para que el envidioso masticara su resentimiento, dije: “Yo también quiero Earl Grey”.