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El método My fair lady

Cada vez que leo las declaraciones de chicas que se quejan de que no logran sus objetivos por culpa del machismo imperante en la sociedad me acuerdo de mi amiga Adela. “Sí, es cierto”, me dijo cuando coincidimos en un trabajo, hace de esto treinta y tantos años, “a las mujeres todo nos cuesta el doble que a los hombres, pero de nosotras depende que las trabas y los ninguneos sirvan para hundirnos o más bien para todo lo contrario”. “ Porque una opción”, continuó explicando, “es sentir pena nosotras mismas, decretar que no se puede luchar contra los elementos y que el mundo es cruel e injusto; la otra, en cambio, es utilizar los desdenes y el basureo en nuestro beneficio. “¿Cómo?”, pregunté. Y Adela me habló de lo que ella llamaba el método “My fair lady”, uno, según dijo, que funcionaba admirablemente. Por aquel entonces yo había publicado varios libros de literatura infantil y dos o tres ensayos entre sociológicos y humorísticos de bastante éxito, pero nadie me tomaba en serio. Y menos que nadie otros escritores, entre ellos uno de campanillas que acababa de tener un éxito resonante en toda Europa con una novela alabada tanto por el público como por la crítica. Mi amigo vivía fuera de España, pero nunca perdimos contacto y nos veíamos con frecuencia. Desde su dorada posición de Gran Manitú de las letras internacionales me miraba por encima del hombro para que quedase bien claro quién era él y quién yo. Hablaba durante horas de sus méritos intelectuales, me contaba con detalle sus encuentros con otras glorias de las letras y, por supuesto, jamás, ni siquiera por cortesía, se interesó por lo que estaba escribiendo. De hecho, era como si yo no fuera del gremio sino que me dedicara al macramé, a hacer tapetitos de punto de cruz u otra actividad propia de mi mujeril condición. Entonces decidí aplicarle el método My fair lady. Como tal vez recuerden, la mítica película de George Cukor cuenta la historia de Henry Higgins, profesor de fonética, que apuesta con un colega que será capaz de enseñar a hablar y a comportarse a una inculta y malhablada florista de Covent Garden y, en unas cuantas semanas, hacerla pasar por duquesa en un baile de embajada. Higgins maltrata y humilla tanto a Eliza Doolittle, su pupila, durante el aprendizaje, que esta se harta y, con su fuerte acento cockney, empieza a cantar una canción que, primero para Adela (y más tarde para mí) se ha convertido en nuestro himno contra el ninguneo: “Just-you-wait, Mr. Higgins”, entona Audrey Hepburn (Espera y verás, señor Higgins). O lo que es lo mismo: espera y verás de lo que soy capaz cuando me lo propongo. Y eso mismo hice yo. No. No es que me pusiera a cantar (canto como una rana). Mi sistema consistió en escribir la frase “Espera y verás”, seguido del nombre de mi amigo ninguneador en una cartulina, y clavarla en la pared justo detrás de mi cabeza. Una vez hecho esto me puse a escribir, a escribir y a escribir y, justo un año más tarde, tenía una novela de trescientas y pico de páginas con la que gané el Premio Planeta. ¿Cábala?, dirán ustedes. ¿Sortilegio o magia? No creo en ninguna de esas cosas pero sí en el poder de los impulsos, ya sean positivos o negativos. Los positivos, como cuando alguien se propone emprender algo difícil por amor a un ideal, por salir de la pobreza, por complacer a su padre o a su madre, son muy poderosos. Pero no lo son menos los negativos (como darle en las narices a un Gran Manitú de las letras, por ejemplo). De hecho, basta con echar un vistazo a la historia, para comprobar que los “espera y verás” han propiciado la conquista de imperios, construido civilizaciones y llevado a cabo grandes descubrimientos. Porque, como decía mi amiga Adela (que ahora ocupa un puesto relevante en un organismo internacional), puede una llorar y culpar de su fracaso a la maldad ajena, al machismo irredento o al sursuncorda, o puede en cambio utilizarlos como acicate y ariete. ¿Que es difícil hacerlo y que por lo general las mujeres tenemos que esforzarnos el doble para que nos valoren y nos tomen en serio? Por supuesto que sí, pero resulta gratificante saber que estamos abriendo camino a las que vienen detrás. Pero además, da enorme placer descubrir que el éxito es la mejor y sutil venganza contra aquellos que, sean hombres o mujeres, nos miran por encima del hombro.