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El nieto

Pequeña y azul, se la ve sentada, inmóvil como una niña obediente, la espalda erguida, las manos entrelazadas sobre el regazo, la mirada fija y una media sonrisa dibujada apenas. A su lado, la infaltable cartera ?una de sus Launer London, quizá? reposa como lo haría una mascota fiel. Se dice que no solo las usaba para cargar unas escasas pertenencias, sino, además, para enviar mensajes codificados a sus asistentes. “Sáquenme de aquí”, o “Me estoy aburriendo”, por ejemplo.

La habitación es de lo más austera, diría modesta. Una pared desnuda por donde serpentea una inadecuada grieta, y un poco más atrás, un ducto de agua o gas dispuesto en ángulo recto. El contraste del entorno con las joyas que luce la mujer es inmenso y eso vuelve más interesante ?diría, iconoclasta? la escena. El hombre que está ante ella viste una chaqueta gris y en la mano derecha sostiene una paleta y unos pinceles.

Entre ambos hay un caballete en cuyo listón transversal se apoya lo que empieza a ser un cuadro, un cuadro de apenas 24 por 15, que ya lleva meses de ejecución y horas de posado paciente. Nosotros, privilegiados espectadores de la fotografía que los muestra, vemos lo que no ve la modelo, y es que su rostro ocupa gran parte del lienzo.

Modelo y pintor pasan de los setenta y es probable que los dos se sientan, a su modo, honrados por la presencia del otro. A esa altura de la vida, ya lo han dado todo y es poco lo que tienen para perder. Por eso, él no se preocupa en ennoblecerla ni en disimular las arrugas o en suavizar el gesto. Por eso, ella confía y lo deja hacer. El resultado no es bello, pero sí de una honestidad suprema.

En 2001, Elizabeth II posó para Lucian Freud. El retrato en cuestión causó en la opinión pública británica una verdadera grieta. Algunos proclamaban la genialidad y la audacia del pintor, en tanto otros pensaban que, si el hecho hubiera acontecido unos siglos atrás, le habrían cortado la cabeza. Sin que mi opinión tenga aquí la menor importancia, debo decir que me parece un retrato estupendo, quizá uno de los mejores de la reina Elizabeth.

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Lucian Freud, un berlinés que, en 1933, previendo el desenlace funesto de una amenaza creciente, inmigró con su familia a Inglaterra. Pocos años después, lo seguirían la abuela Martha y el abuelo Sigmund, a quien recordaba no con la admiración intelectual y académica que provocaba en otros, sino con la mirada afectuosa de un nieto. “Él me hacía reír mucho”, dijo una vez.

A pesar de la hora turbulenta, Lucian tuvo una infancia estable en un hogar acomodado y fue educado en internados británicos donde probó ser un alumno díscolo y más afín a los caballos que a los libros. Así fue forjándose una fama de animal silvestre, un poco dado a la timidez y algo exhibicionista, al mismo tiempo. Sus cualidades artísticas eran evidentes y hacia allí dirigió su formación, aunque en el fondo de su creatividad había un cierto rechazo por lo convencional y una exploración de su individualidad expresiva. El pintor en busca de su estilo, la persona en busca de su esencia.

A partir de entonces, se robustece su vivo interés por pintar cuerpos en reposo, pinceladas empastadas y gruesas, lanzadas en un cuidado vértigo, sin la menor vergüenza por mostrar lo desagradable, lo ominoso, incluso lo decadente. Un realismo descarnado, provocador, naturalista hasta el límite del buen gusto, rayano en lo grotesco, que deja traslucir una devoción por lo sincero. Y lo sincero en arte implica admitir que hay una porción de la realidad que el artista desconoce.

Freud acepta esa limitación existencial y propone al receptor completar la historia, si es que puede. Por eso su arte es perturbador. Porque tampoco el receptor es capaz de saberlo todo, de entenderlo todo, de aceptar que quizá en lo feo haya algo de belleza. ¿En qué abismo se sumergen esos cuerpos ensimismados en un sueño real o aparente? ¿Por qué sonríen o permanecen serios? ¿Qué función estética o simbólica ?si es que la hay? cumple Pluto, el galgo inglés? ¿Qué busca el artista en esa exposición a veces cruel de tanta carne abierta al ojo ajeno, exhibida en absoluta libertad, cómoda, sin pudor, sin delicadeza? ¿Acaso nos recuerda lo que hacemos y somos cuando nadie nos ve?

El Freud setentón que se anima a retratar a la reina sin ser complaciente es el artista consagrado que ya ha recibido todas las alabanzas y todas las críticas, que no necesita probarse y está en el apogeo de su madurez. Lucian Freud murió en Londres una década más tarde, el 20 de julio de 2011. A través de su arte logró la casi proeza de escapar al influjo de su ilustre apellido y fue ?es? mucho más que “el nieto”.