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Durante un tramo de mi adolescencia y ya como veinteañera madre de dos hijas frecuenté una parroquia montevideana donde integré un grupo de jóvenes. Fue una época de formación intensa y determinó una porción importante de mi manera de concebir la vida. Llegué no sé cómo una tarde a mis catorce años, confundida y anhelante de una guía, en ese instante crucial cuando están todas las puertas abiertas y es tan sencillo encauzarse como perderse. Recuerdo que pedí confesarme ?supongo que más por una necesidad de hablar que por una sobrecarga de pecados? y una señora me dijo que pasara a una pequeña habitación junto al salón parroquial.
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Yo esperaba arrodillarme en el tradicional confesionario, contar aquello que me pesaba en el alma, manifestar mi arrepentimiento y mi propósito de enmienda, aceptar la correspondiente penitencia y recibir la absolución. En lugar de eso, me encontré charlando mano a mano con un cura simpatiquísimo que acababa de regresar de un paseo con niños y, en lugar de sotana, llevaba remera y chancletas. Cómo saber entonces que estaba ante alguien que ejercería una enorme influencia sobre mí, alguien que cambiaría por completo mis perspectivas, sacudiría de raíz mis convicciones y me inculcaría el valor de la libertad ?como la máxima manifestación del amor de Dios a los hombres? y el concepto profundo de lo que significa ser persona. Mi querido padre Lucas, cuánta falta me hace.
A esa primera reunión siguió mi incorporación a un recién conformado grupo de jóvenes ?del cual era la benjamina?, campamentos, retiros y las inolvidables misas de ocho cada domingo, que eran no solo una instancia religiosa, sino un momento de alegría y encuentro. A Lucas no le iba el exceso de solemnidad y prefería que la vida irrumpiera con toda su fuerza. Sus misas se llenaban de gente joven y era frecuente que los niños se sentaran en los escalones que conducían al altar o corretearan por los pasillos. Había que ir temprano si uno quería encontrar asiento, o bien resignarse a escuchar de pie al fondo o en la galería superior donde se agolpaban los que no lograban llegar a tiempo.
Flanqueando la puerta central había ?y es posible que aún esté? una imagen de un santo negro; o mulato, como después vine a saber. San Martín de Porres ?de cuyo fallecimiento hoy se cumple un nuevo aniversario? llevaba una cruz en la mano izquierda y una escoba en la derecha. Si la memoria no me engaña, la imagen vestía un hábito blanco y, encima, una esclavina parda ?o quizá negra? con capucha, conforme a la costumbre de los dominicos, integrantes de la orden de predicadores que santo Domingo de Guzmán fundó en Francia en el siglo XIII. A esa orden pertenecieron personajes célebres como san Alberto Magno, santa Rosa de Lima, fray Bartolomé de las Casas, Tomás de Torquemada, Fra Angelico y santo Tomás de Aquino.
Ese santo de piel morena que portaba un elemento tan simple como una escoba me resultaba cautivante, y más de una vez me vi frente a él, no rezando, sino observándolo con curiosidad humana e histórica. Aprendí después que Juan Martín de Porres Velázquez había sido hijo natural de un noble español y una mujer panameña de baja condición social y piel negra. El matrimonio entre ambos se hizo imposible por las rígidas convenciones de la época, pero no impidió la convivencia. De esa unión nacieron Juan Martín y Juana, a quienes su padre reconocería tiempo después. Juan Martín ingresó a la orden al cumplir los quince años y desde entonces se dedicó a servir al prójimo haciendo de la humildad su virtud más excelsa. Esa escoba que lo acompaña como un atributo de su personalidad y su entrega, es indicio de quien, siendo grande, está dispuesto a llevar adelante las tareas más modestas. Murió un día como hoy, en 1639, y fue canonizado en 1962 por el papa Juan XXIII.
El Diccionario de la Academia propone tres acepciones para la palabra humildad. Dos de ellas están referidas a una cierta inferioridad en las condiciones del nacimiento y también a la sumisión. Prefiero quedarme con la primera que hace mención a “la virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y el obrar de acuerdo con este conocimiento”. La grandeza natural que trae cada persona, según creo, se expande cuando viene acompañada de esta virtud y se reduce cuando carece de ella. Porque aquel que se reconoce incompleto se da espacio para crecer. En cambio, quien se cree perfecto está condenado a estancarse en la autoindulgencia.