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El valor de un no

Existe, según me cuentan, una nueva tendencia en la educación de los más pequeños. Hay padres que han decidido eliminar la palabra no a la hora comunicarse con sus hijos y sustituirla por propuestas verbales positivas o alternativas. Así, por ejemplo, si un niño rompe un juguete, en vez de regañarle o decir que no lo haga, la estrategia es hacerle ver que una vez roto no podrá volver a jugar con él. La idea parece razonable y muy en la línea de la pedagogía actual, esa que intenta evitar a los niños todo trauma o contacto con el lado feo de la vida. Pero uno se pregunta si con el destierro de esta palabra no se corre el peligro de dejar desprotegidos a esos futuros adultos frente a las situaciones con las que se encontrarán cuando crezcan. Por ejemplo, ¿qué ocurrirá cuando descubran que la vida está llena de noes? ¿Cuando les nieguen un trabajo, pongamos por caso, o el/la novio/a los deje, o cuando se enfrenten a una enfermedad o cualquier otra situación no deseable? Todo esto me ha hecho reflexionar sobre este vocablo que, junto con su antónimo, forma los cimientos sobre los que está construido nuestro lenguaje. Las primeras palabras que un bebé aprende no suelen ser ni sí ni no, sino más bien agua, pan, ohh, mamá, papá, etcétera. Se trata de construcciones verbales sencillas que sirven primero para que descubra el sonido de su propia voz (gran sorpresa esa de oírse) y después para reclamar algo: alimento, atención… Poco después incorporará a su vocabulario la palabra no, que es, a esas alturas de su aprendizaje, mucho más útil que su antónimo. Porque un bebé tal vez no tenga del todo claro lo que quiere, pero tiene clarísimo lo que no quiere. Algo más adelante, con 15 meses, llegará otro hito interesante, la llamada, precisamente, etapa del no: no a ponerse los zapatos, no a dar la mano para cruzar la calle, etcétera. Es una etapa normal y necesaria en la que el niño afianza su personalidad y en la que descubre que, al decir no, el adulto modifica su comportamiento y, a pesar de que aún no entiende el alcance de su negativa, se siente bien demostrando que también él tiene capacidad de decidir. Ante esta actitud, la tendencia actual es no confrontar, evitar una vez más decir que no y hacer mil malabarismos verbales para que el nene (o nena) se ponga los zapatos o condescienda a dar la mano, de modo que no lo arrolle un autobús. Los partidarios de instruir sin utilizar la palabra no opinan que a esa edad el niño es demasiado pequeño para educarlo; sostienen que tiempo habrá más adelante y proponen una vez más recurrir a las proposiciones verbales positivas o alternativas: “Si no me das la mano, papá llorará” o “ponte los zapatos y te daré un caramelo”. Modestamente yo soy de otra opinión. Primero, pienso que el chantaje emocional o el soborno (aunque sea con caramelos) como contrapartida por cumplir con una obligación sienta un precedente peligroso. Y segundo, creo que cuanto antes sepa un niño que hay límites y reglas, más fácil le será aceptarlas. Ya en una ocasión les comenté un experimento social que ilustra esta idea. Fue realizado con animales, pero al fin y al cabo ¿qué somos si no nosotros, sofisticadísimos y cultísimos habitantes del siglo XXI? Para repoblar una zona del parque Kruger, en Sudáfrica, en la que no había elefantes, se trasladó a cuarenta ejemplares jóvenes. Poco después se descubrió que se habían vuelto muy violentos y habían atacado a turistas y a sus propios congéneres. Introdujeron en esa manada elefantes viejos y la violencia se redujo hasta desaparecer. ¿Qué había ocurrido? Simplemente que la anarquía de los jóvenes tenía como antídoto la jerarquía y el ejemplo que proporcionaban los viejos. Doctores tiene la Iglesia (y también la pedagogía moderna), pero el sentido común más elemental parece indicar que un bebé —o un niño y, por supuesto, un adolescente— necesita a alguien a quien imitar y no a un adulto que intenta ponerse a la par con él, en plan “colegui”, y carece de toda autoridad. Sé que suena viejuno, pero a poco que uno mire hacia atrás recordará que las personas que más nos han marcado son las que admirábamos, las que nos mostraban un camino, no las que decían sí a todo y no ponían límites. A esas más bien las tomábamos por el pito del sereno. Por eso, está muy bien usar lo menos posible la palabra no, pero tampoco conviene olvidar que un no en edades tempranas evita muchos dolores de cabeza más adelante. Cuando quiere uno darse cuenta, el bebé educado sin la palabra no se convierte en adolescente y entonces a ver quién le tose. O, como decía mi abuela, los rosales se enderezan cuando son tiernos, más tarde, todo son espinas.