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En el camino de la vida hay personas que marchan junto a nosotros durante largos trechos y personas con las que apenas nos cruzamos un momento. Es deseable que quienes están presentes en los recorridos más extensos —familiares, amigos, compañeros de tareas— sean afines a nuestros valores y que, con razonables diferencias, compartan con nosotros un modo particular de percibir la realidad y sus vericuetos. Cuando eso no sucede, es menester un acomodamiento permanente. Si es que maduramos con el tiempo, vamos aprendiendo a flexibilizar posiciones, hacemos ajustes y convenios. Y así, desarrollamos el delicado arte de la paciencia que nos permite tolerar y ser tolerados con respeto. Cuando, además, hay amor, el proceso de sacar adelante las relaciones perdurables se hace más llevadero.
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Pero están también aquellos con los que solo interactuamos durante temporadas breves, incluso durante el instante que demora un intercambio pequeño. Con estos no resulta tan trascendente compartir los fundamentos profundos que nos sostienen. Esas interacciones —que pueden ir desde un trámite en una oficina o una consulta por teléfono hasta pagar una cuenta o una ayuda para salir de un estacionamiento— parecen insignificantes si se las considera de manera aislada, pero resultan importantes vistas en su conjunto. Porque de ellas está hecha una parte sustancial de nuestros días y, bien calculado, es posible que pasemos más horas dependiendo de estos mínimos acuerdos de convivencia que de los grandes pactos sociales, laborales y familiares que conforman el macroentorno dentro del que nos movemos.
En estas semanas, circunstancias personales me han obligado a estar en contacto con una amplia variedad de personas en un lapso breve, y como pocas veces he sentido tanto el impacto de la presencia o la falta de amabilidad y bonhomía. Sabía que con ninguna de ellas establecería una relación duradera. De ninguna de ellas me interesaba conocer su intimidad, el cuadro de sus amores, su ideología o la religión que profesaban. No era la profundidad de su alma tras lo que iba. No compartiría mis secretos con ellas. No serían más que un chispazo en mi senda y yo no sería más que un chispazo en la de ellas. Una vez cumplido el cometido que nos había unido, íbamos a separarnos y era probable que no volviéramos a vernos. Sin embargo, cada una fue un eslabón importante y necesario para formar la cadena de acciones que condujeron mi barca a buen puerto.
He debido tratar con profesionales universitarios, comerciantes, burócratas, practicantes de oficios y trabajadores en general, que se ganan la vida haciendo changas como pueden. A su modo, cada uno aportó lo suyo y tuvo una relativa importancia en el éxito de la empresa. Algunos allanaron dificultades y volvieron sencillo lo complejo. Otros complicaron, enturbiaron y volvieron complejo lo que ya estaba resuelto. Algunos cumplieron su tarea con una sonrisa, fueron puntuales, entendieron que la formalidad es una clave para la eficiencia y manifestaron agradecimiento. Otros hicieron su tarea a medias —o no la hicieron—, llegaron tarde, fueron antipáticos o groseros. Unos fueron generosos; otros fueron miserables y vinteneros.
Claro está que mi primer interés era que todos hicieran su parte en el proceso. Una vez que cada cosa estuvo en su lugar y hecha, el delgado lazo que nos unía se disolvió de forma temporal o para siempre. Pero no es cierto que no hayan dejado huella. Todas esas relaciones, por efímeras que hayan sido, vinieron a reconfigurar mi concepción de lo humano, enriquecieron mi comprensión de los infinitos comportamientos, me hicieron conocer matices nuevos y operaron algún tipo de cambio en mí. La confianza, en especial, es uno de los factores más afectados según nos vaya en estas lides de cotidiana supervivencia. En tanto pilar fundamental de la convivencia en comunidad, se forja o se debilita en la suma de estas interacciones pasajeras. Así, nos volvemos más recelosos o, si las experiencias han sido buenas, nos entregamos con menos reservas y aceptamos correr riesgos.
Una vez más comprobé que la calidad humana no es algo que se aprenda en universidades ni en escuelas. Tampoco viene de la mano de la alcurnia ni mucho menos del dinero. La calidad humana es una nobleza intrínseca que se manifiesta en lo grande y en lo pequeño. El más humilde puede hacer gala de ella. Y el más encumbrado puede, en ocasiones, dar pena, fastidio o vergüenza.