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Las calles de San Francisco

Crecí entre libros. Antes de saber leer, ya jugaba con ellos, incluso prefiriéndolos a las muñecas. Hay anécdotas graciosas que me describen chiquita, con el libro abierto patas arriba fingiendo que leía, aunque todavía no podía unir las letras. Más tarde, se transformaron en esos compañeros formidables que han iluminado mi vida de todas las maneras. Pero no solo me entretenía leyendo. También me raspaba las rodillas trepando árboles o intentando andar en bicicleta. Y, además, pasaba mis buenos ratos frente a la tele.

De esa época rescato momentos entrañables y hay algunos programas que tienen su lugar especial en la memoria, aunque no siempre estuviera apta para verlos. Variados en formato y calidad, podría citar decenas de ellos. Iban desde dibujitos animados a películas, telenovelas y series. Entre estas, Las calles de San Francisco viene a mi mente, aunque solo como una ráfaga de impresiones ligadas a ese título y a los rostros de sus protagonistas. La nariz de Karl Malden me impresionaba un poco y creo que Michael Douglas me parecía lindo. No puedo decir mucho más que eso. A decir verdad, no estoy segura de haber visto un capítulo completo y quizá mis verdaderas referencias no pasaran de repetir los comentarios de mis mayores y de pispear alguna que otra escena. Como tantas trampas de la memoria, es posible que se trate solo de chispazos y reflejos que más tarde se consolidaron en una especie de falso recuerdo.

Cuando hace unas semanas visité por primera vez San Francisco, sentí esa ternura que nos produce conocer un lugar ligado a los años de la niñez. La excursión que había contratado empezaba dos días después de mi llegada, así que tuve tiempo para recorrer la ciudad caminando, que es la mejor manera, si uno desea formarse una idea de cualquier sitio de un modo más real y completo.

En el transcurso de esos dos días hice un largo paseo por la avenida Van Ness hasta el muelle 33 donde tomé un transbordador que me llevó a la isla de Alcatraz, visité la prisión y, al regreso, paseé por el pintoresco muelle 39 colmado de restaurantes y tienditas. Anduve camino abajo y camino arriba por calles empinadísimas surcadas por unos simpáticos tranvías. Crucé el Golden Gate a pie y llegué hasta la coqueta y exclusiva Sausalito. Al día siguiente terminé mi recorrido en el centro cívico donde se alzan preciosos edificios que albergan oficinas públicas, teatros y museos. El bellísimo ayuntamiento con su magnífica cúpula se lleva el primer premio.

Vaya si tiene su encanto San Francisco, cuna de movimientos que buscaron la libertad y la igualdad de derechos. Los hippies en los sesenta, el activismo gay que tuvo su punto alto con la participación de Harvey Milk en los setenta, el aire pujante y cosmopolita que las comunidades de inmigrantes le imprimieron, Chinatown, Little Italy… De todo eso está hecha la ciudad. Y también de miles de personas en situación de calle, una triste postal inesperada que no se ve en las promociones turísticas y que al visitante impacta y duele.

Durante las extensas caminatas atravesé cuadras enteras flanquedas por pequeñas carpas donde algunas personas tenían su precaria residencia. Y el azar —Google Maps, para ser sincera— me hizo desembocar en una calle céntrica donde partía el alma ver tiradas en el suelo, en condiciones tremendas, a decenas de personas durmiendo un sueño natural o navegando en algún viaje psicodélico. En ocasiones, cuando estaban despiertas, se las veía perdidas para siempre en un laberinto irreal con la mirada acuosa fijada en la nada o gritándole a algo que solo ellas veían, los ojos desorbitados, en medio de una excitación horrenda.

La circunstancia daba más pena que miedo. Estaban allí acostados —hombres, en su mayoría, aunque también alguna mujer—, enroscados en su miseria o abrazados a sus fieles perros. No se trataba solo de pobreza, sino de un estado de indignidad y decadencia hasta donde ningún ser humano debería descender. Supongo que una situación así obedecerá a factores diversos, pero no hay duda de que el consumo de drogas es determinante para acentuar cualquier desgracia y acabar con cualquier fuerza de voluntad que permita levantar cabeza. Quizá haya esperanza para alguno de ellos; pero hay otros que ya están fuera del sistema. Otros que ya ni siquiera vemos. Pasamos a su lado y, con el tiempo, nos vamos acostumbrando a su presencia. Así, invisibles como los volvemos, un día mueren y no nos damos cuenta.

No fue agradable, pero está bien haberlo visto, como está bien, cada vez que uno viaja, salirse del circuito turístico y adentrarse en zonas que también son parte de esa realidad y nos permiten entender mejor el mundo y dimensionar de otra forma la nuestra. Regresamos a nuestro país y vemos todo diferente. Un viaje nos invita a comparar, aprender, poner las cosas en su justa medida. Entendemos cuánto podemos mejorar y valoramos lo que tenemos. Viajar es también eso.