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Temprano en la mañana del pasado 30 de agosto —no más de las cinco y media—, sonó mi teléfono. Los códigos actuales indican que quien llama suele enviar antes un mensaje para consultar si puede hacerlo. El saludable hábito se ha instalado por motivos no solo de cortesía, sino también de prudencia ante la andanada de llamadas desde números desconocidos con intenciones no siempre honestas, un fenómeno de los últimos tiempos, que requiere estar atentos. Una llamada sin previo aviso y a esa hora infrecuente no anunciaba nada bueno. La confusión de la duermevela no me impidió mantener un resto de templanza y, aun con el corazón desbocado, me abstuve de atender.
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Al cabo de unos segundos recibí el anuncio de que me habían enviado un mensaje. Era de alguien querido que vive al otro lado del océano y que, cediendo al impulso del entusiasmo, no había tenido en cuenta el pequeño detalle de los husos horarios ni de la interrupción de mi sueño… esas sutilezas. “¡Hoy es el cumpleaños de Mary Shelley!”, decía. “Tendrías que escribir sobre ella”. Conozco a la persona y sé de su amabilidad y su don de gentes. Podía imaginarla mientras hojeaba un diario desayunando al sol en algún barcito europeo y, de pronto, se topaba con la efeméride. Y cómo hacía una conexión inmediata con los numerosos intercambios que habíamos mantenido en los últimos meses y, sin reparar en la diferencia horaria, me llamaba para compartir el descubrimiento.
Yo le había recomendado que leyera Frankenstein y ella, después de esgrimir todos los prejuicios imaginables —¿ciencia ficción?, ¿un monstruo?, ¿demasiado antigua y extensa?— , lo había hecho. Como era de esperar, la novela la había fascinado por el vigor del estilo narrativo, la lucidez del planteo existencial y su notable vigencia. Desde entonces no hacía más que escribirme para referir a tal o cual pasaje que la había deslumbrado y establecía asociaciones entre las peripecias de los personajes y la realidad presente. Siempre terminaba su comentario con una nota acerca de la autora donde resaltaba cómo una veinteañera había sido capaz de semejante proeza literaria en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX.
Ya repuesta del sobresalto inicial, no pude más que sonreír y alegrarme por esa pasión que la lectura aún sigue generando en quienes se permiten el tiempo de incursionar en ella. En efecto, ese día se cumplían doscientos veinticinco años del nacimiento de Mary Shelley. Su madre —la brillante Mary Wollstoncraft, una feminista de avanzada y autora, entre otras obras, de Vindicación de los derechos de la mujer— murió unos días después. Parir en aquella época era una aventura de alto riesgo. Mary fue criada por su padre —el filósofo y novelista William Godwin— y, luego de una relación tumultuosa, se casó con Percy Shelley, quien es recordado como uno de los más grandes poetas románticos ingleses.
La vida de los Shelley no fue sencilla. Perseguidos por el escándalo —Percy era un hombre casado cuando se conocieron, y su boda recién se celebró luego del suicidio de la esposa abandonada—, los acreedores que golpeaban a su puerta y las sucesivas desgracias —de los cuatro hijos, solo uno sobrevivió a Mary— de algún modo encontraron el momento para entregarse a la literatura y producir maravillosos textos. La estadía que compartieron con Lord Byron y John William Polidori en Villa Diodati, junto al lago de Ginebra, parece haber propiciado el clima perfecto para la gestación literaria de la gran novela. Y, aunque Mary no pudo publicarla con su nombre y debió tolerar que muchos atribuyeran la autoría a su marido, los años fueron poniendo las verdades en su sitio. La segunda edición apareció con la firma de Mary.
Tiempo después, tras la prematura muerte de Percy Shelley, Mary se dedicó a editar y publicar la obra del genial poeta, mientras ayudaba a otras mujeres que la sociedad consideraba en desgracia y sostenía a su hijo con la asignación que, a regañadientes, le enviaba su suegro. Las dificultades económicas continuaron acosándola, pero lo que comenzó siendo un obstáculo acabó por fortalecerla. Mientras trabajaba en el legado del gran Shelley, Mary se transformó en una escritora profesional a tiempo completo. Editaba, publicaba y, a la vez, escribía sus novelas, contribuciones para la Cabinet Cyclopaedia de Dyonisius Lardner y unos textos para los famosos keepsakes, aquellas antologías anuales que recopilaban textos breves, con bellas ilustraciones y encuadernación lujosa que solían recibir las señoritas como regalo navideño.
Enferma y acaso agotada tras una vida intensa, Mary Shelley murió en 1851, a sus cincuenta y tres.