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Ayer, 16 de noviembre, don José Saramago hubiera celebrado los cien años de su
nacimiento. Su ausencia se siente como un doloroso hueco. Hace falta esa voz
firme, austera, honesta; la palabra justa y bien dicha, el coraje de ser sin
cálculo, sin concesiones, venciendo la tentación del atajo y la demagogia del
que busca ganarse el aplauso diciendo lo que los demás quieren o necesitan
creer. Hace falta su coherencia.
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Se fue hace
poco más de una década y aún extraño su decir profundo cargado de una
sinceridad descarnada que iba hasta el fondo de la naturaleza humana y resurgía
desde allí para narrarla en sus resplandores y miserias. Extraño, también, su
estilo, esa particular sintaxis que a algunos lectores confunde al principio,
pero de la que pronto se enamoran a tal extremo que, cuando el libro acaba, hay
una necesidad de seguir leyendo con ese ritmo, con esa inigualable cadencia.
Sé que más de
un lector lo encontró impenetrable y rechazó el esfuerzo intelectual y estético
de otorgarle el beneficio de una veintena de páginas antes de abandonarlo en
medio de una frustración suprema. Y sé de otros que, extrañados frente a esas
frases largas, de puntuación sui generis, al cabo de una media hora ya
se habían acostumbrado a ellas y se deslizaban por las páginas con un inusitado
deleite, sintiendo la excepcionalidad de haber hecho un maravilloso
descubrimiento. Saramago no se entrega con docilidad, no pide concesiones ni
busca simpatías, no quiere el halago fácil ni la hipocresía del lector que
finge comprender y felicita solo por simular un roce intelectual del que
carece.
Saramago no
ofrece nada digerido. Exige a sus lectores el compromiso de leer, de elaborar
el propio criterio. Antes, claro está, se autoexige. Trabaja con las palabras
como un delicado orfebre, a partir de la materia prima de su lujoso
pensamiento. Incursiona en el relato con base histórica ?como en Historia
del cerco de Lisboa, por ejemplo? y se anima a transitar el delicado umbral
del amor ?como en el exquisito Memorial del convento? sin caer en
obviedades ni cursilerías. Plantea inquietantes hipótesis ?¿qué pasaría si un
día la muerte se declarara en huelga?? o nos muestra a un Jesús humanizado, un
hijo de Dios que, sin dejar de serlo, también ama, sufre, goza, teme. Explora
el egoísmo, la falta de solidaridad y la capacidad de amorosa entrega, en suma,
cuán ciegas vamos por la vida las personas y qué seríamos capaces de hacer en
circunstancias extremas. Nos invita a reflexionar acerca del poder y los
mecanismos de legitimación a través del voto popular, mecanismos que pueden
volverse en contra cuando ese mismo pueblo vota en blanco porque entiende que
ya no tiene en quién confiar. Así, las novelas Ensayo sobre la ceguera y
Ensayo sobre la lucidez son dos poderosas alegorías que dialogan entre
sí sobre los límites del comportamiento humano, sobre la necesidad de ver allí
donde los demás no ven, y sobre el lugar que en una democracia ocupa la voz del
pueblo.
Tres veces
tuve la suerte de compartir unos momentos con don José Saramago. Tengo claro
que todas esas veces yo estuve con él, pero él no se enteró de que estuvo
conmigo. De todos modos, las recuerdo como un privilegio. La primera, durante
un congreso de traducción en Buenos Aires. La segunda, en ocasión del III
Congreso Internacional de la Lengua Española en Rosario, Argentina. Esa vez
compartí una inolvidable cena y mi editor tuvo la picardía de sentarme junto a
él. Ya he contado la divertida anécdota de cómo pedimos la comida “a dedo”,
porque él no veía bien y yo no tenía mis lentes, así que no me extenderé en ese
recuerdo. La tercera, en 2006, en la Feria del Libro de Guadalajara, esa
monumental instancia literaria de comunión en las letras. En todas esas
oportunidades, Pilar del Río, su esposa, estaba junto a él, y era conmovedor
ver con cuánto amor y admiración lo miraba ella, con cuánto amor y admiración
la miraba él.
Luego, ya no volví a verlo.
El día de su muerte se me llenó el alma de tristeza y solo pude aliviarme
escribiendo una columna parecida a esta. Años más tarde, durante una visita a
la Fundación Saramago, en la bella Lisboa, recibí uno de los regalos más
importantes que la literatura me haya dado, un honor inmerecido, un verdadero
premio. Por pura casualidad descubrí que se había publicado un libro en el que
se recopilaban los textos que varios autores habían escrito al enterarse del
fallecimiento. Lo hojeé pensando cuán afortunados eran esos colegas y, así
nomás, sin aviso, me topé con aquella columna que con tanto dolor había escrito
y que aún no sé cómo hizo hasta allí su derrotero. Un ejemplar de ese libro
descansa junto a las cenizas de don José, bajo un olivo traído de su Azinhaga
natal y plantado frente a la sede de la fundación, en la Casa dos Bicos. En una
placa recordatoria se lee: “Pero no subió a las estrellas, si a la tierra
pertenecía”.