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Pregúntele a un ateo

En la preciosa ciudad de San Diego el parque Balboa es uno de los espacios verdes urbanos preferidos por locales y turistas. Recorrerlo completo tomaría varios días, pero el visitante con escaso tiempo puede darse unas horas para transitar sus callecitas flanqueadas por edificios de estilo neocolonial español, ver alguno de sus museos o refrescarse en la amable sombra de sus jardines. Si está de suerte, quizá llegue en hora para escuchar un concierto en el pabellón Spreckels donde se alza el órgano al aire libre más grande del mundo. La oferta es generosa y el parque se constituye así en un ineludible punto de encuentro.

Al pasar bajo un puentecito junto al jardín japonés, un hombre vestido con una túnica anaranjada me sonrió desde un puesto donde ofrecía información vinculada a la práctica del yoga. Devolví la sonrisa y continué. A pocos metros, unos jóvenes proponían una sesión de estudios bíblicos. Y a no mucha distancia, en perfecta armonía, en otro puesto donde unas cuantas personas charlaban, se leía lo siguiente: “Relájese. El infierno no existe. Tampoco el paraíso. Disfrute su vida”. Arreada por el ritmo de la excursión en la que iba, me detuve apenas y leí un segundo cartel: “Pregúntele a un ateo”.

Más tarde, ya en la habitación del hotel, busqué información y supe que el grupo se inició hace una década. Un equipo de profesionales —biólogos, historiadores, filósofos y teólogos— responde las preguntas de los curiosos que se acercan y, de ese modo, generan una reflexión sobre cuestiones religiosas. La propuesta me pareció interesante y, de verdad, me hubiera gustado hablar un ratito con ellos. No creo que su intención fuera faltar el respeto ni derribar las creencias de quienes —como es mi caso— tienen fe, sino brindar información para que, aquellos que no la tienen, puedan vivir sin sentir que están condenados a una existencia en tinieblas. Por otra parte, la fe es una gracia y dudo que haya palabra humana que pueda destruirla cuando es sólida y fuerte. El riesgo, por tanto, no me parecía serio. Aun así, me resultó curioso que un grupo de personas dedicara su tiempo a una tarea como esa. ¿Qué lleva a alguien a militar por una no creencia?

El viaje continuó en medio de esa vorágine de las excursiones que lo ponen a uno acá y lo sacan de allá como un pelele; le dicen qué ver y le esconden lo que a su juicio no vale la pena. Y allí vamos los turistas agradecidos porque nos traen y nos llevan, corriendo como liebres frenéticas entre hoteles de una noche, desayunos apurados y unas siestas deliciosas apenas el ómnibus se pone en movimiento. Nunca mejor el título de la vieja película Si hoy es martes, esto es Bélgica.

Olvidé el puestito de los militantes ateos y me despedí de San Diego. Dos días más tarde, la excursión tenía reservado su plato fuerte. Partimos temprano hacia Arizona, donde nos esperaba una avioneta, y unos minutos después estábamos sobrevolando una de las más esplendorosas maravillas de la naturaleza. Había visto el cañón del Colorado en documentales y en películas, pero estar allí rodeada de ese espectáculo soberbio, flotando como una pluma en medio de aquel imponente tajo multicolor abierto en la tierra fue una de las experiencias más impresionantes que recuerde.

El guía hablaba de distancias y dimensiones gigantescas, y se refería a hechos acontecidos millones de años atrás con la misma sencillez que yo empleo para hablar de mi adolescencia. El relato acompañaba lo que los ojos iban captando con fascinación y deleite. A cada instante, mientras la sombra de la avioneta se proyectaba en las paredes ocres, grises, amarillentas, una nueva postal se desplegaba ante mi asombro y era aún más bella que la anterior, más impactante, acaso menos que la siguiente. El paisaje cortaba el aliento. Y yo, minúscula partícula de este universo tuve como nunca conciencia de mi finitud y mi pequeñez.

Qué nadita mi yo, qué insignificancia mis vanidades, mis problemas, mis sueños. Y, a la vez, qué majestuosa es una vida humana con toda su riqueza. No se me ocurre nada más complejo, no hay mecanismo tan minucioso, delicado y perfecto. La nada y el todo; lo chiquito y lo inmenso. En medio de aquella emoción, me dije que solo una fuerza superior —que yo llamo Dios y otros llaman de distinta manera— pudo haber creado algo tan bello como el cañón y tan sofisticado como cada vida humana en su gloriosa menudencia. En esa tensión existencial que me anudaba el pecho, pensé de nuevo en aquellos ateos y supe que hay cosas que no se explican solo con razones. Que incluso para quienes no creen y militan su no creencia con fundamentos serios, tiene que haber —no puede no haberlo— un chispazo de duda, un huequito por el que quizá la fe algún día se cuele.