Arquitecto y docente, Pedro Livni defiende la idea de trabajar a partir de lo existente y de respetar los tiempos que lleva la creación, que no siempre coinciden con el deseo de los clientes o el mercado
Arquitecto y docente, Pedro Livni defiende la idea de trabajar a partir de lo existente y de respetar los tiempos que lleva la creación, que no siempre coinciden con el deseo de los clientes o el mercado
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAl conversar con Pedro Livni hay un tema que en cierto sentido lo atraviesa todo, y es el tiempo. Al responder, el arquitecto no teme extenderse varios minutos hasta agotar el tema. Profesor de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República y de la Universidad Torcuato Di Tella de Buenos Aires, su manera de hablar deja entrever su pasión por lo académico, por el debate y el análisis crítico, que en su opinión hace falta en la escena de la arquitectura local. Esa inquietud lo impulsó a crear Vostok Project, un sitio dedicado a la crítica, junto con su colega chileno Gonzalo Carrasco.
En su estudio -al que hace poco tiempo se sumó Rafael Solano-, el tiempo también está presente. Livni tiene que lidiar con una profesión en la que los proyectos se extienden durante años, pero los clientes suelen querer que cada una de las etapas se resuelva en el menor tiempo posible. Él, sin embargo, hace énfasis en la importancia de trabajar la idea inicial, esa que va a sentar las bases de lo que posteriormente será un edificio. Casualidad o no, su hermana, la diseñadora Ana Livni, fue pionera en desarrollar el concepto de moda lenta en Uruguay.
Esa forma de trabajar no es un capricho, todo lo contrario. Fue así que recibió diversos premios y reconocimientos, destacándose los obtenidos por obras realizadas en la Bienal Internacional de Arquitectura de Miami 2005, la Bienal Internacional de Arquitectura de Quito 2006, y una distinción en la Bienal de Argentina 2018. Livni no se limita solo a lo académico, sino también a lo tangible. Por ejemplo, en 2016 estuvo a cargo de la reforma del local de La Linda Bakery en Carrasco y el año pasado inauguró Magnolio Media Group, donde interactúan un restaurante, un edificio de oficinas con estudio de radio y una sala de espectáculos polivalente. Ahora se encuentra trabajando en una segunda parte, complementaria, en el lote de al lado, donde estará la radio Urbana.
¿Cómo abordó el proyecto de Magnolio?
Cuando surge la posibilidad real y se compra este terreno, o esta casa, como uno le quiera llamar, para hacer lo que hoy es Magnolio Media Group se hizo una evaluación: uno podía tirar abajo la casa, porque no estaba protegida. Pero, por un lado, yo entiendo que tiene como memoria física un valor importante. En términos materiales estaba muy bien y permitía un reúso. Usando ese término de Max Plant, del que se apropia Aldo Rossi, darle continuidad me parecía muy pertinente. Así como también el árbol, que demora mucho en crecer, que tenía cierto porte, es una magnolia, un árbol bastante particular. Si uno puede trabajar con lo existente y a partir de eso avanzar, siempre es mejor. También me parecía muy pertinente mantener la casa en términos de presencia urbana. Y era un gran atajo porque alguien había hecho el trabajo por mí de resolver la presencia urbana del edificio, que es algo complejo, desafiante y muy bonito de hacer, pero que acá ya estaba hecho, y estaba bien hecho, entonces por qué no aprovecharse de esa circunstancia.
Es sustancial con los clientes que uno decida trabajar, en este caso los propietarios tienen mucha confianza en lo que nosotros entendemos que tenemos que hacer. Obviamente, siempre hay tensiones, uno quiere esto y el otro quiere aquello, y hay que ver cómo satisfacer todas las ansiedades. Hay un programa arquitectónico que nosotros proponemos, al que le tienen confianza y entienden que podemos otorgar valor en términos culturales, que trasciende la cantidad de metros cuadrados, de eficiencia. Hoy en día casi todo se evalúa pensando en que lo mejor es lo que haga menos recorrido, lo más económico, lo que haga más metros cuadrados al menor costo. Hay una ambición por una especie de eficiencia y esa eficiencia a veces deja de lado todo el mundo que uno puede entender como más afectivo, más vinculado a lo inefable, y es con ese mundo que uno se puede relacionar.
Grupo Magnolio está compuesto por un restaurante —Misión comedor—, una sala de espectáculos y un edificio con salas de radio y oficinas. Foto: Adrián Echeverriaga.
No abundan las oportunidades para hacer edificios así de ambiciosos.
Cualquier edificio depende del proyecto, de las ambiciones. Este edificio perfectamente podría haber sido más anodino. Entonces, volver a recuperar la confianza disciplinar de la arquitectura -que en nuestra sociedad está totalmente perdida- sería un deseo muy lindo, pero lo veo muy lejano. Cuando vienen al estudio, para encargar un proyecto, nosotros dialogamos mucho. Hay un gran porcentaje de proyectos o posibles encargos que no los tomamos porque en definitiva no va a estar la confianza de la persona en lo que nosotros podemos ofrecer desde la disciplina como profesionales. Entonces, cuando el encargo implica que vos simplemente tenés que construir una cantidad de metros cuadrados, basado en una serie de clichés o estereotipos que solo se verifican desde el mercado, para el tiempo que le dedicamos a cada proyecto, para el esfuerzo que nos lleva, es muy desilusionante porque termina resultando en cosas con las que uno no está nada feliz. Y la contraparte tampoco está feliz, entonces es un doble fracaso. Con este tipo de proyectos pasa todo lo contrario.
El éxito por un lado está en que conviven un restaurante, una radio y esta sala-teatro polivalente. Pero también el edificio, la arquitectura, sin duda juega un rol particular en lo que acá sucede, en cómo se abre al espacio público, cómo los estudios se exponen mirando a la ciudad. Estas personas que hablan de nosotros se exhiben, entonces se da ese doble juego que a mí me gusta mucho. No es que uno venga con la bola de cristal y ya tenga los proyectos cerrados, sino que los proyectos surgen de conversaciones, de pretextos, de ideas, de obsesiones que uno tiene y quiere ir introduciendo en diferentes momentos. A veces son pertinentes y a veces no son pertinentes. Los proyectos dan muchas vueltas, uno los trabaja.
¿Hace falta eso?
Hay una cosa clara: están los buenos proyectos de arquitectura y los malos proyectos de arquitectura. Se siguen haciendo buenos proyectos, lamentablemente cada vez escasean más. Sin duda uno se relaciona más fácilmente con una arquitectura más figurativa. Creo que ahí hay una incapacidad muchas veces por nuestra parte, por los arquitectos, en cómo construir una fachada, cómo tiene que pensar esos temas. En términos puramente arquitectónicos se siguen haciendo edificios muy buenos, es cuestión de que esté el espacio para que eso suceda.
Me interesaría que el debate sea más potente, que dé espacio a más cuestiones, que la obra pública se canalizara de otra manera, no hay casi concursos de arquitectura. Si mirás otros países, como por ejemplo Suiza, toda la obra pública allí se concursa, lo que genera una democratización y una posibilidad de acceso a construir obra pública. Acá la obra pública no se concursa, pero si sistemáticamente se realizara a través de concursos a la larga la calidad de la obra pública sería mucho mejor. Además eso permite un debate disciplinar del cual estamos totalmente ausentes.
¿Qué preguntas no se está haciendo la arquitectura a escala local?
Sin duda hay un gran desafío, que no es tan reciente, pero que es muy pertinente, y es cómo lidiar con los fenómenos que ya no son urbanos, sino que son metropolitanos, son estas ciudades que crecen. Está el tema de trabajar en las periferias, que se hace muy muy difícil. Hay que ver cómo uno mira la ciudad. La ciudad tiene que ser un organismo vivo, que se construya y que pertenezca a nuestra cultura material, a nuestra cultura física. ¿Qué es deseable mantener? ¿Qué es necesario cambiar? ¿Cómo se piensa la ciudad? Ahí hay preguntas sustanciales. Es una ciudad que opera sobre un pasado y que está cancelando, en cierta medida, desarrollos futuros.
Hay muchos temas normativos, por ejemplo, la altura, que está medida en metros y no en niveles. Eso hace que en muchísimos lados de la ciudad, por un tema de rentabilidad, sea necesario enterrar medio nivel para sacar un piso más. Ahí hay algo que está fallando, porque en términos urbanos ir caminando y tener que descender a un hall a medio nivel no está bien. Para mí estamos en una ciudad que funciona en términos neoliberales, irónicamente. Siempre uno negocia con su lote, con su terreno, que es la mínima unidad reductible. Hay una normativa que dice que uno puede hacer tal cosa pero cada uno negocia una ocupación de retiro, un nivel más. Entonces, la ciudad se define como la excepción del lote y no está pensada para una unidad mayor como puede ser la manzana.
Interior de Misión Comedor. Foto: Adrián Echeverriaga.
¿Haberte recibido en 2002 te marcó en cierto sentido?
Fue un momento raro, una crisis bastante grande. En lo personal no recuerdo que fuera tan traumática, pero sin duda no recuerdo que pasaran muchas cosas. Sentía cierto estancamiento y una necesidad de irme. Me terminé yendo en 2009, pero lo hice ganándome una beca a la que había empezado a aplicar a fines de 2007. Yo había estado de viaje, había estado trabajando en Estados Unidos en 2001, y cuando me recibí pos-2002 la escena estaba bastante aplanada en cuanto a lo que sucedía. Obviamente si no hay plata no se construye, no se discute, no hay trabajo. Probablemente si uno se recibe y está tapado de trabajo no tiene ese tiempo para pensar. La contracara de cuando uno no tiene mucho para hacer es que tiene tiempo para leer. Mis estudios afuera fueron estar dos años metido dentro de una biblioteca leyendo. Es algo que hoy en día anhelo, realmente leo muy poco porque estoy con bastantes cosas entre clases y proyectos. El tiempo que te queda es acotado.
¿Cuáles son sus influencias?
Hay muchas cosas, pero hay una biografía que te va marcando, como ser hijo de padre y madre arquitectos. Ese es un tema importante, porque hay una cantidad de conversaciones intangibles que las vas absorbiendo desde muy chico. También haber estudiado en Chile y tener contacto con profesores que uno admira mucho, como Rodrigo Pérez de Arce, que fue mi tutor de tesis, Smiljan Radic, que fue el objeto de esa tesis, el exdecano Pepe Rosas, de quien después me hice muy amigo, Gonzalo Carrasco, con quien tengo Vostok Project, que es un tipo brillante. Eso te permite pensar mejor sobre las cosas. Después están los ídolos, que se debaten entre arquitecturas y obras. Hay algunos clásicos que quizá son lugares comunes, como Le Corbusier, Mies van der Rohe o Alvar Aalto, con la dimensión humana de la arquitectura. Después hay tipos más herméticos como Kazuo Shinohara. Es todo un universo de cuestiones con las cuales uno se va relacionando. Lina Bo Bardi, Paulo Mendes da Rocha también están en mi mente. Entonces, cuándo entran y cuándo salen estos personajes es muy impredecible. Hay un artista sudafricano que a mí me gusta mucho, William Kentridge, que tuve la oportunidad de estar en una instalación de él y fue de esas experiencias increíbles. A veces uno piensa que es difícil emocionarse y luego va a ahí. También hay ciudades, Tokio, Berlín. Y están los personajes y obras particulares, como la Mezquita de Córdoba, que es increíble, o el Teatro Olímpico de Palladio, que recuerdo haber escuchado un concierto de violines en Vicenza y fue una de esas experiencias mágicas. Después hay ficciones que uno construye sobre la realidad de estos asuntos que a uno le interesan. Cuando veo varios trabajos que he realizado hay temas comunes, hay un hilo conductor, hay un manejo material, una manera de abordar temas de proyectos que se repiten, pero haciendo cosas diferentes. La coherencia me interesa que esté presente.
Menciona varias veces el tema del tiempo. ¿Es un tema para usted?
Mi hermana Ana y Fernando Escuder son referencias, dos personas extremadamente geniales que admiro mucho, con los que siempre bromeo que, si va alguien a lo de mi hermana a hacerse un vestido para equis cuestión, pasan dos meses, y tal vez no se entendieron y el producto es una chambonada. Fueron a lo sumo tres meses de malos humores. En mi caso, en un proyecto de escala media, entre que la contraparte viene a conversar y eso terminó, pasaron dos años. Entonces, si estás haciendo algo que no te gusta es muy doloroso. Eso en términos de los tiempos arquitectónicos. Y después también está el otro tiempo, que es cuánto uno le dedica al proyecto. En la etapa inicial, que es cuando uno piensa lo que va a suceder, el cliente intenta que eso sea lo más rápido posible, que le lleves una idea mañana. Justamente eso es lo que tendría que llevar más tiempo, porque es donde uno piensa el problema. Y generalmente el primer planteo que uno hace está mal, en términos de que puede ser mucho mejor y que con el tiempo uno lo revisa, lo da vuelta, lo ajusta. Una de las grandes luchas que tenemos en el estudio es que intentamos estirar ese tiempo de pensamiento lo más posible. Eso nos permite verificar y estar convencidos. Eso del genio mágico que tiene la idea perfecta no existe. O por lo menos a mí no me resulta, yo necesito trabajar mucho para que resulten los proyecto.
La Linda. Foto: Javier Agustín Rojas.
¿Falta diálogo?
Es la única manera. Uno piensa cosas, todos pensamos cosas, pero el ajustar esas cosas que uno piensa siempre se da en torno a una conversación y sobre todo con gente que piense diferente a uno, para darse cuenta lo acertado o lo equivocado que está. En un proyecto hay que ir pensando el asunto en términos urbanos, en términos arquitectónicos, en términos de ideas, en qué producen materialmente y socialmente, en términos éticos. Siempre necesitás establecer conversaciones. Uno las busca desesperadamente con gente que pueda espejar, y a mí, en lo posible, me gusta conversar con gente que es mucho más inteligente porque es deslumbrante y te permite avanzar, interrogarse a uno mismo y construir opiniones sobre ciertos asuntos.
¿Eso lo vio en su casa cuando era niño?
En ese aspecto particular mi padre, Luis Livni, me influyó. Ahora hice mi propio camino, pero en un momento era como un pequeño espejo, él era profesor de Historia en la facultad, yo fui profesor de Historia. Mi padre falleció cuando yo estaba en mis primeros años de facultad. Era profesor de Taller, profesor de Historia, tenía su estudio. Un poco repliqué esos pasos, pero aparte en términos personales mi padre era una persona extremadamente formada, intelectualmente muy brillante. Yo lo admiraba y lo admiro muchísimo, para mí fue una pérdida muy grande. Eso provocó en términos personales un momento muy difícil, porque tenerlo me generaba demasiadas certezas. Cualquier duda o asunto que pudiera pasar, sabía que ahí estaba la respuesta. Y, de repente, demasiado rápido, eso desapareció. A todo lo afectivo que implica perder un padre, se le suma que esa persona también era mi referente en términos intelectuales, disciplinares. Probablemente -y aunque lo tuve hasta una edad temprana en términos de formación arquitectónica- fue una gran influencia, me marcó mucho, sobre todo el mirar a la arquitectura desde el humanismo.
Sobre el memorial de la pandemia
"En lo personal, me da bastante pena cómo ha sido planteada la discusión en torno al memorial. Cuando me enteré, pensé que se trataba de un ejercicio lúdico para lograr visibilidad, una imaginería. En ese sentido uno podrá estar de acuerdo o en desacuerdo, pero da lo mismo. Me llamaba la atención, que esta fuera planteada por parte del estudio más grande de Uruguay, un estudio corporativo, que tiene un perfil no académico sino de una producción de una escala increíble. Después, cuando empecé a ver que esto iba por otro lado me llamó mucho la atención.
Por eso, la primera pregunta, antes de meternos con el objeto material, sería: ‘¿Qué es un memorial?'. A mi entender un memorial trabaja con la memoria y recuerda un suceso pasado. En cambio este es planteado en el momento más álgido de la pandemia. Solo hace falta pensar en términos de tiempo y, situados en nuestro contexto local en relación con lo que se conmemora, cuál fue el tiempo para la construcción del holocausto, o el de los detenidos desaparecidos... La sociedad tiene que saldar cierta reflexión sobre el tema, superar el trauma, para posteriormente pensar qué se conmemora y cómo se conmemora.
Después está la pretensión de que sea el memorial mundial, pensando en que Uruguay es el lugar adecuado. Probablemente por escala, buen manejo o vaya uno a saber por qué, Uruguay, en términos relativos, ha transitado bastante indemne esta situación. De ahí la pregunta: ¿es Uruguay el lugar realmente dolido, afectado, donde tiene que estar el memorial mundial de la pandemia? El memorial del holocausto está en Berlín... Es un tema que se tiene que debatir en términos sociales, en una dimensión más pública y no en querer ser el más grande, algo que parece pertenecer a conversación de sobremesa en torno a un récord Guinness.
En este sentido, la acción del estudio que lo quiere llevar a cabo es como la de un broker, que busca oportunidades para operar y sacar el mayor beneficio sin importar de qué se trata. En este caso, una oportunidad donde generar mucha visibilidad y una obra que lo ponga en el tapete. No me parece la manera, pero en definitiva le dio resultado, sino no estaríamos conversando sobre esto....
Pero lo que más me problematiza y da pena es cómo lo recibe el Estado. Fue muy desilusionante cuando la Comisión de Patrimonio habló de una obra de sumo interés, me parecía chiste. Habría que preguntarle a Willy Rey cuál es su verdadero interés en todo esto. Por otro lado, se abre la llave a que cualquier arquitecto quiera hacer un monumento y si consigue la financiación ¿por qué le decís que no? ¿Porque te gusta o no te gusta? ¿Porque hay algo que es pertinente de recordar y algo que no? Hay temas que tienen que tener otro tiempo, otras discusiones.Después uno tiene que meterse con el objeto material, pensar dónde se emplaza, sí tiene sentido poner esa especie de helipuerto en la Rambla, buscando la pura espectacularidad. Si se lo compara con el Memorial de los Desaparecidos, que son dos sutiles muros de vidrio que descansan sobre la roca descubierta escondidos en entre los arboles del parque Parque Vaz Ferreira, que uno tiene que descubrir o el del Holocausto, dos muros quebrados de granito que juegan y pasan sutilmente desapercibidos en el paisaje de la Rambla; esta es una pieza que intenta exhibirse, imponerse, gritar... Hay muchas maneras de entender desde la cultura material la memoria, solo hace falta ver el monumento contra el fascismo de Esther Shalev-Gerz y Jochen Gerz: una columna que registra la acción humana y desaparece, o muchos de los trabajos de Horst Hoheisel que simplemente son ausencia. En términos arquitectónicos y disciplinares no aporta nada. A mí me sorprende mucho la relevancia que tomó. Hay una idea de piezas bastante absurdas que los arquitectos llamamos intensificadores de paisajes. Cuando uno va caminando en un cerro no necesita que haya una caja que le enmarque el paisaje. El paisaje está ahí. Hay que trabajar desde otros lugares.
Para cerrar este tema, tenemos los 'cuernos de Batlle', que se erigieron para conmemorar un gobierno pasado más de una década de transcurrido. Ahora se piensa realizar el 'plato de Lacalle', conmemorando un gobierno que no concluye el primer año de mandato. De nuevo el tiempo y lugar para este 'automonumento' no parece ser el adecuado".