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Angela Merkel deja el poder en Alemania luego de 16 años: poco ruido y muchas nueces

La exprimera ministra tuvo una carrera política meteórica, capacidad de adaptación y un estilo que lograba éxitos casi sin estridencias.

Más de la mitad de la vida como dirigente política de Angela Merkel (67), una doctora en Física nacida en Hamburgo el 17 de julio de 1954 como Angela Dorothea Kasner, la cumplió estando al frente de la principal potencia de Europa, el cuarto PIB del mundo. Solo 15 años demoró esta hija de un pastor protestante, que vivió buena parte de su juventud bajo el estricto régimen de la Alemania Oriental, definida como hábil, desconfiada y sumamente analítica, entre su ingreso a la Unión Democrática Cristiana (un partido de centro tirando hacia la derecha) y su elección como Bundeskanzlerin en 2005. Luego de 16 años y cuatro períodos liderando el Bundeskabinett, tras ser nombrada durante 14 años seguidos como la mujer más poderosa del mundo, según el listado de la revista Forbes, dejó de ser la jefa de gobierno de Alemania el 8 de diciembre.

Fueron varios los elementos que pintaron el carácter de esta mujer de meteórica carrera política. Hija del pastor luterano Horst Kasner y la profesora Herlind Jentzsch, siendo bebé debió mudarse de Hamburgo a Templin, una pequeña ciudad ubicada a unos 80 kilómetros de Berlín, en Alemania Oriental. Si bien el estatus de su padre, a quien su Iglesia le confió una parroquia, le daba ciertos privilegios, no era nada fácil ser parte de una familia religiosa en un Estado bajo órbita soviética, comunista y ateo.

En un perfil publicado en Galería el 1º de diciembre de 2005, pocos días después de que Merkel asumiera como canciller alemana (el equivalente a primer ministro), se señalaba que esta situación fue, para algunos de sus biógrafos, la que fijó en ella uno de sus rasgos más marcados: la desconfianza. “Probablemente debió aprender desde muy temprano a actuar con cautela, actitud que le sirvió luego para abrirse paso en el vidrioso terreno político”, decía el artículo.

Entre los privilegios familiares estaba el poder cruzar la frontera, que era cruzar la Cortina de Hierro. Eso duró hasta la construcción del Muro de Berlín, en 1961, cuando ya no hubo prerrogativas que valieran la pena. Angela, Angie, vivió empero una vida bastante normal, estudiando Física en la Universidad de Leipzig y sobreviviendo a la Stasi —que aunque la sabía interesada en las actividades del sindicato polaco Solidaridad, el de Lech Walesa, no la veía como un peligro—. A los 23 años se casó con un colega científico, Ulrich Merkel, de quien tomó su apellido hasta hoy, más allá de su separación en 1982. Con ese nombre, que luego sería conocido en todo el mundo, contrajo sus segundas nupcias en 1998, ya en la Alemania reunificada, con el químico Joachim Sauer.

Para entonces, ella —que no tiene hijos propios y considera como tales a los dos de su actual marido— ya se había doctorado e ingresado en política.

Antes en el tiempo, la noticia que según distintos historiadores significó en los hechos el fin del siglo XX, para ella no tuvo el corte emotivo que para el resto. “La caída del muro (de Berlín) cambió su vida, aunque no estuvo entre los cientos de miles de germano-orientales que el 9 de noviembre de 1989 celebraron con lágrimas y euforia la noche más esperada de su vida. Dice que se enteró de la noticia al salir de su sauna semanal, pasó al otro lado para llamar desde una cabina a una tía de Hamburgo, y luego se retiró a la cama porque tenía que madrugar. Una reacción perfectamente acorde con su carácter reservado y bajo control”, contaba la nota de Galería.

Su carrera política, prácticamente inexistente hasta entonces, comenzó ahí. Se afilió al creado en ese 1989 partido Despertar Democrático (Demokratischer Aufbruch) y fue portavoz del último premier alemán oriental, Lothar de Maizere. Posteriormente, como varios de esa formación que buscaba la unión con Alemania Occidental, se afilió a la CDU (de acuerdo con la sigla en alemán), bajo el ala de Helmuth Kohl, el estadista de la reunificación. En 1991 fue designada ministra para la Mujer y la Juventud y en 1994 de Medio Ambiente y Seguridad Nuclear.

Kohl la llamaba mein Mädchen (mi chica). Para 1998, cuando el poder en Alemania había pasado a la socialdemocracia de German Schröder, ella criticó duramente a quien fuera su mentor. Esa suerte de parricidio político, muy acorde con su perfil frío y calculador, la acabó posicionando. En 2000 se convirtió en la extraña líder de su partido, patriarcal, de raíces católicas y reacio a todo lo que proviniera de la fenecida Alemania comunista, siendo ella una mujer divorciada, sin hijos, nacida en una familia protestante y que no había tenido una resistencia activa al régimen oriental (algo entendible: quería vivir).

A medida que fue acumulando poder, fue sumando adeptos y detractores. En una época donde el feminismo no era la bandera actual, ella —que por entonces y por mucho tiempo más jamás apeló a una retórica reivindicativa— tuvo que sufrir ataques que hoy parecen ridículamente anacrónicos y que en 2005 eran naturalizados. Muchos de ellos tenían que ver con su aspecto poco atractivo.

En las elecciones de ese año, resultó victoriosa frente a Schröder con menos de un punto de ventaja y debió formar un gobierno de coalición. El país, toda una potencia, vivía momentos de incertidumbre: el desempleo estaba cerca de los niveles de posguerra y los primeros años del euro parecían hacerle dudar de su destino histórico de ser una de las locomotoras de Europa.

Y Merkel generó confianza. En las elecciones de 2009 su victoria ya fue por 10 puntos porcentuales; en la de 2013, por casi 16; en la de 2017, por más de 12.

El verdadero legado. Dieciséis años después, convertida ya en la mujer más poderosa del mundo, su huella en Alemania y Europa son patentes. En su cuarto mandato los índices de popularidad superaron el 80% con un estilo pragmático y no estridente.

Aunque fue la primera canciller de su país, Merkel está muy lejos de haber sido la primera jefa de un gobierno de una potencia; basta recordar a Margaret Thatcher, primera ministra británica entre 1979 y 1990, cuyo legado genera opiniones cruzadas. Sin embargo, su aporte a la causa de las mujeres líderes es incuestionable. Tres países nórdicos de Europa —Dinamarca, Finlandia e Islandia— están hoy gobernados respectivamente por Mette Frederiksen, Sanna Marin, Katrín Jakobsdóttir. Hasta agosto pasado, este listado incluía a Erna Solberg, en Noruega. Se ha destacado mucho el rol de Jacinda Ardern como primera ministra de Nueva Zelanda en el manejo del país en la crisis por el coronavirus. Merkel también ha sido reconocida en tal aspecto. A enero de este año, 21,9% de los países tenían una mujer como jefa de Gobierno o de Estado, lo que es un pico histórico en el cual el factor Merkel tiene un peso considerable.

Y eso que, vale insistir, Merkel no ha tomado el feminismo como estandarte. “Solo ahora, cuando está de salida, ha dicho que sí, que es feminista y con algunos matices. Angela Merkel es en general reacia a hacer bandera de nada que pueda alejarla de la centralidad que ha sabido ocupar como nadie”, afirmó la periodista Ana Carbajosa, corresponsal de El País de Madrid en Berlín, en una entrevista publicada el 5 de diciembre en La Vanguardia. Ella es además la autora del libro Angela Merkel, crónica de una era, un acabado perfil político y personal de una líder que, asegura la autora, hubiera ganado un quinto mandato de haberse presentado a las elecciones de 2021.

Con un estilo sobrio y pragmático, Merkel capeó varios temporales: la crisis del sistema financiero mundial en 2008, las sempiternas amenazas al quiebre de la Unión Europea, la enorme ola migratoria hacia Europa ocurrida en 2015 y la pandemia del covid-19. La insistencia en su estilo sin estridencias no es casual: en un mundo donde llegaron al poder personajes como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil o Boris Johnson en Gran Bretaña, o de hombres que meten miedo solo con la mirada, como Vladimir Putin en Rusia, no es raro percibir a Merkel —que, más allá de buscar el mayor consenso posible de todo el arco político, de izquierdismo no tiene un mechón— como un faro guía, donde el respeto por las formas y el diálogo es una virtud.

Según dijo su biógrafa Carbajosa a La Vanguardia, su principal legado “tiene que ver con su modo de hacer política, racional, sosegado y siempre en busca del compromiso y del multilateralismo siendo capaz de ceder, pero sin comprometer lo esencial, como en el inquebrantable cordón sanitario frente a la extrema derecha alemana”. Y es sabido lo importante que es para Alemania mantener a raya a los extremistas de derecha.

Ese estilo también ha sabido de críticas, se la ha tildado de “política de los pasos pequeños” y se han acuñado verbos como merkeln, que los jóvenes alemanes utilizan como equivalente a “no hacer nada”. Mucho más sutilmente, cientistas políticos han ideado con realismo el concepto merkiavelli (que sería merkeavilismo, un guiño al maquiavelismo), definida en la BBC como una forma de hacer política que incluye vacilaciones, excluye demostraciones de fuerza y conflictos, pero que termina logrando lo que se propone al final del día.

Flexibilidades y adaptaciones. También ha demostrado capacidad para cambiar de postura, respeto por las distintas opiniones y entender el espíritu de los tiempos. La BBC destaca su compromiso realizado en 2011, luego del desastre nuclear de Fukushima en Japón, de eliminar las 17 plantas nucleares de su país, además de sus pasos para cambiar la matriz energética de un país sin grandes centrales hidroeléctricas y bastante dependiente del carbón. La cadena de noticias británica destacó que para 2020 casi la mitad de la energía utilizada (46%) provino de fuentes renovables como la solar y la eólica.

En Alemania, la unión de parejas homosexuales fue aprobada recién en 2017. Era un reclamo que contaba con la histórica postura contraria de Merkel y su partido. Sin embargo, bastó con que en junio de ese año, en una entrevista con la revista Brigitte, mostrara cierta apertura sobre el tema como para que la oposición lo llevara al Parlamento y recibiera luz verde. Ella siguió manteniendo su opinión negativa, pero dijo públicamente que esta regulación podría “traer más cohesión y paz social”.

Andrea Römmele, profesora de Ciencias Políticas en la Escuela de Gobernanza Hertie de Berlín, dijo a la BBC que una de las virtudes de Merkel es que “puede cambiar de posición sin hacerse daño”.

Lo mismo se puede decir del final del servicio militar obligatorio, a lo que se opuso siempre el partido de la ahora excanciller, y que fue finalmente aprobado en 2010. Eso es una muestra de su cintura, impensable en la mayoría de los líderes políticos de centroderecha. Este atributo fue llevado al extremo durante la crisis migratoria de 2015 por la escalada de violencia en Siria, Irán y Afganistán, en la que Alemania terminó siendo el país de Europa que acogió a más refugiados: 476.000 de un total de 1,3 millones; 36,6%, según datos de Eurostat. Ese escenario le valió ser la Persona del Año para la revista Time, pero le causó críticas internas en su país, incluyendo aire para las formaciones populistas y de extrema derecha. Ella terminó saliendo airosa cambiando el relato: las puertas abiertas no fueron una decisión política, sino humanitaria.

“Merkel es física de formación y quienes se han sentado a la mesa de negociación con ella y sus asesores me explicaron que emplea un método casi científico. Consulta a todo tipo de expertos y sopesa distintos argumentos antes de decidir, sin dejarse apresurar. Conoce hasta el último detalle en las negociaciones, lo que descoloca a muchos interlocutores. Me contaron también que tiene un aguante físico con el que es capaz de tumbar al negociador más veterano a altas horas de la noche, cuando flaquean las fuerzas. Ayuda también que tiene la piel muy gruesa y no deja que le afecten los ataques personales o los desplantes. Merkel siempre sigue negociando. Da igual que Putin le saque a su perro sabiendo que le dan miedo o que Trump la insulte. Merkel no baja la guardia y sigue negociando”, la ha definido Carbajosa.

Ahora, que le pasó la posta del gobierno al socialdemócrata Olaf Scholz, ya no tendrá que lidiar con ellos. Seguirá viviendo con su marido, Joachim, en el mismo apartamento de Berlín en el que vivió durante todo su mandato (no quiso usar residencias oficiales), disfrutará de la huerta de su casa de campo a pocos kilómetros de la capital alemana y de la ópera, dos de sus pasiones. Quizá le dedique más tiempo al senderismo. La mujer más poderosa del planeta nunca supo de excentricidades, ni aun cuando debió actuar como tal.