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Lola Piñeyrúa: “La cerámica se conecta con la salud mental y es una manera de meditar”

Con estudios en Nueva York y radicada en La Barra, la ceramista Lola Piñeyrúa provee a varios restaurantes de la zona con sus creaciones y difunde su arte con talleres pop up

Escondidos detrás de una puerta corrediza oxidada descansan dos vagones antiguos. Están enfrentados uno al otro, los acompañan una mesa larga entre ellos —perfecta para recibir grandes grupos de amigos— y luces pequeñas que cruzan de un techo al otro. Uno de ellos es un depósito de los restaurantes amigos de la zona, pero el otro guarda el taller de cerámica de Lola Piñeyrúa. El pequeño espacio tiene desperdigadas tazas de todos los tamaños, jarras de varios anchos y alturas, platos de formas atípicas y hueveras de varios colores. “Hago cerámica utilitaria porque me gusta que puedas usar lo que creás”, comenta Lola. Luego de vivir seis años en Nueva York, donde estudió artes plásticas y se enamoró de la pintura y el color, Piñeyrúa se instaló en el Este, lugar donde se crio. Viviendo un estilo de vida más lento, tranquilo y solitario que el de la ciudad estadounidense, volvió a conectar con el hobby que tuvo de chica: la cerámica. “Siempre sentí atracción por las manualidades, por el arte”, confirma. Durante 2009 y 2010, mientras desempeñaba tareas administrativas en algunos de los hotspots del balneario, como lo son Casa Zinc y Trading Post, acudió a cuatro talleres del oficio al mismo tiempo. 

Con ganas de emprender y tener su propio espacio, compró un horno, herramienta básica para el trabajo del ceramista, y comenzó a dictar talleres en su casa con el objetivo de reunirse con amigos y compartir su pasión —u obsesión, como ella misma lo describe—. Si bien los objetos que ella produce se venden como pan caliente, como las hueveras de colores o los platos pequeños y largos —que forman parte de la vajilla de restaurantes de la zona, como La Olada y próximamente O’Farrell—, lo que más disfruta y a lo que más tiempo dedica es a las horas con sus alumnas, que siempre llegan a clase con canastas de mandarinas, limones o ramos de flores. Además organiza talleres pop ups en distintos puntos del Este, una lista de lugares que crece cada vez más e incluye a los reconocidos Big Bang Nature Stays, La Proveeduría y La Linda de Manantiales. 

“La cerámica se conecta directamente con la salud mental y es una manera de meditar”, dice al describir su amor por el oficio. La conexión que encuentra entre la actividad y el cuidado del medio ambiente, el hecho de crear algo de cero con sus propias manos y la búsqueda del tono de color perfecto son las razones que la mantienen enamorada de la actividad. 

Estudió artes plásticas en Nueva York. ¿Quería dedicarse a eso?

Sí, siempre tuve atracción por las manualidades, por el arte. En el colegio y el liceo recuerdo que eso era lo único que me encantaba. La historia sobre cómo llegué a Estados Unidos es graciosa porque en realidad me fui atrás de mi mejor amiga, que se iba a estudiar diseño textil allá. Me acuerdo que estaba en el cine mirando Ratatouille con mi padre y hermano, yo tendría 20 años, cuando ella me llamó para decirme que le había pedido de regalo de cumpleaños a sus padres un pasaje de más para que yo vaya con ella. La idea era ir de paseo pero no volví hasta seis años después (ríe). A las dos semanas de estar en Nueva York tenía trabajos de moza y me fui quedando, extendiendo la visa cada tantos meses. Allá me obsesioné con la pintura, poco menos que era lo único que hacía. La carrera eran dos años de pintura y teníamos salones gigantes para pintar, otros dos años de grabado y un último año de escultura. Ahora que hago cerámica y que me gustan las cosas utilitarias pienso que por ahí hubiera disfrutado de estudiar diseño industrial. 

¿Cuándo se volcó hacia la cerámica? 

Estuve cerca de la cerámica desde chica, pero me alejé cuando me fui de viaje y también cuando fui mamá, apenas volví a Uruguay en 2009. De niña era mi hobby. Me crie en La Barra porque mi abuela tenía casa y con mi familia veníamos siempre. Me acuerdo de decir todo el tiempo que cuando creciera quería vivir ahí y por suerte lo logré. De Estados Unidos me vine directo a La Barra, con mi hoy marido el chef Esteban Pazos. Cuando tuve mi primer hijo se me hizo difícil volver a viajar. Ahí empecé a trabajar con Aaron Hojman, dueño de este vagón. Realizaba varias tareas de administración en su café Trading Post y en la posada que tiene en Casa Zinc. De a poco, con panza, fui aprendiendo de antigüedades, losas y cerámicas, porque esos lugares están rodeados de esas cosas. Ahí volví a conectar con mi hobby. 

Ahora enseña el oficio. ¿Qué recuerda de cuando usted era alumna?

Hubo dos años en los que me anoté a cuatro talleres a la vez (ríe). Dos de ellos estaban en Montevideo y los otros acá en La Barra. Me tomaba el ómnibus varias veces por semana para poder ir a todos, en algunos de ellos producía y en otros horneaba. Producía tanto que por momentos no me dejaban hornear más (ríe). Estaba obsesionada. Como es una actividad cara, porque tenés el gasto de electricidad, la compra del barro y las herramientas, como por ejemplo el horno, decidí invertir y comprar el mío. Ahí fue cuando me metí más en serio. Dictaba talleres en mi casa más que nada para compartir momentos con amigas, madres del cole de mi hijo y conocidos. Estuve como dos años sin cobrar a la gente, funcionaba con la dinámica de lluvia, cada uno traía algún material y nos juntábamos a trabajar. En cierto punto dije: bueno, esto no da para más, le estoy bancando el taller a todo el mundo (ríe). Ahí empecé a cobrar 1.200 pesos por persona y el proyecto fue creciendo. 

¿Cuándo decidió dar el salto y tener su propio estudio?

En casa ya no daba abasto. Va a ser el segundo año que alquilo este vagón, donde vengo a producir y hacer algunos de los talleres. Aaron siempre me comentaba sobre el vagón pero nunca le di mucha importancia. Son dos vagones que están en La Barra hace seis o siete años pero están tan escondidos que ni yo, que vivo hace 12 años acá, los había visto. Me gustaría comprarlo y acondicionarlo, porque no tiene baño, aislación, conexión de luz, nada. Así podría hacer talleres en invierno, en el jardín con música, un fogón, y también una tienda en conjunto con otros amigos emprendedores. Eso último me encantaría porque me va a ayudar a vender directamente, hablar con el cliente cara a cara. Porque con Instagram soy una colgada. Es difícil mantener las redes, es un mundo que no manejo (ríe). Este es un lugar vivo y cálido todo el año, lo disfrutamos los vecinos y eso me encanta. Siempre alguien trae flores, un canasto con mandarinas o si una alumna tiene limones en su casa, trae varios. En este jardín está la huerta del restaurante Salón Nº 3, que se mantiene todo el año y los chicos de la cocina vienen a cosechar seguido.

¿Cree que en cierto modo la cerámica se popularizó en los últimos años?

Sí, sin duda con la pandemia creció el interés por todos los oficios. La pintura, el bordado, todo aquello que requiere de concentración es mindful. La cerámica para mí es relajación y es donde practico el hábito de la buena respiración. Se conecta directamente con la salud mental y es una manera de meditar. Noto que la gente también lo vive así. Mis talleres duran tres horas y media, es largo comparado con la mayoría de las otras clases de cerámica que conozco. Para mí si es menos rato al alumno no le da el tiempo para sumergirse del todo. Me gusta que la gente se lleve lo que realmente quiere y no una piecita chiquita, que es lo que pudo hacer por tener poco tiempo. 

Se enfoca más en los talleres que en la venta de sus objetos. ¿Por qué?

La realidad es que hago cerámica por un tema mental mío. En segundo plano está la producción de objetos para vender. Pero siempre que puedo acepto encargos. El último que agarré fue para La Olada en La Juanita, un restaurante que quiero mucho. Me encargaron platitos de sushi para la temporada. Ahora tengo que hacerle platos de pescado a O’Farrell. Hago varios proyectos de este tipo. Siempre con gente local y que conozco. Los talleres pop up me encantan porque es cuando comparto mi pasión con los demás. A principios de enero hice uno en Big Bang Nature Stays, un lugar alucinante que vuelve locos a mis hijos. Nunca fui a Disney pero siento que te debe generar una sensación parecida, una de impacto. Armamos mesas gigantes en L, llevé el torno, la pasta, el horno, todo. Los talleres así de grandes son siempre un relajo porque tengo que explicar los procesos a personas de diferentes edades, incluidos niños, pero son muy divertidos. Enseñar es desafiante porque requiere de mucha atención y de enfocarse en cada alumno. Es algo que cuesta pero cada año aprendo lo que no quiero repetir el siguiente. En los talleres que hago en el vagón tengo máximo a seis personas, porque no puedo dedicarles, mi atención al mismo tiempo a más personas. Tampoco creo que ellos puedan aprender tanto si somos más. Pero algunos talleres pop up son más grandes y de una sola clase porque son de otro tipo, más distendidos. Otros lugares donde hice talleres fueron La Proveeduría y La Linda, ambos en Manantiales. 

Se enfoca en producir objetos utilitarios. ¿Cuál es su favorito?

Creo que la huevera. Para mi sorpresa fue de lo primero que me compraron. Arranqué haciendo hueveras para mí. Las del supermercado siempre se me aplastaban, son de cartón o de plástico. Quería una que me durara, que cuidara el medio ambiente y que fuera linda. La gente que venía a casa y la veía se fascinaba con ella. Subí una foto a Instagram y enseguida vendí 10. Las sigo vendiendo. Hace poco hice una gigante para una chacra en Garzón. 

¿Cuál es su inspiración?

Tengo etapas que dependen de mi estado de ánimo. Sin duda el vivir en La Barra, cerca del mar, rodeada de naturaleza, me pega fuerte. Hoy en día no podría vivir en una ciudad. El power del océano, ese aire que trae, es todo para mí. Puede venir de cualquier lado la inspiración. 

¿De qué manera se relaciona la cerámica con el cuidado del medio ambiente?

Se relaciona porque es conectar con las raíces y me parece que hoy hay una regresión hacia eso. Es crear algo de cero y con las manos, como lo hace un panadero, un carpintero, o cualquier oficio. Yo hago cerámica utilitaria porque me gusta que puedas usar lo que creás, un objeto de un material que dura, trasciende el tiempo, y que no daña el medio ambiente. La cerámica está ubicada en el grupo de actividades que fomenta la conciencia, en el grupo de lo slow y del compartir. Parece algo fácil de hacer porque se ve mucho en las redes. Lo ves en Instagram y decís: “quiero hacer este objeto”, y creés que es fácil, pero no lo es. Hay todo un proceso largo y profundo. Los que hacemos cerámica somos luchadores que ayudamos al planeta. 

Además de crear con las manos, ¿qué otra cosa de la cerámica la enamora?

La búsqueda del color. Tanto es así que le dedico dos semanas enteras del taller a eso. Mientras las primeras dos son un módulo de introducción y creación, en el que se amasa, arma, hornea y lija, el segundo módulo es para elegir las paletas de colores y crear la pintura. Creo que la magia de lo que hago, más allá de las piezas que son muy minimal y utilitarias, como tazas o platos, es la búsqueda del color. Tengo miles de piezas chicas de colores para ver varios tonos de manera práctica. Son talleres de experimentación de colores. Siempre propongo paletas dependiendo de las estaciones, hace unos meses me la agarré con los verdes y aconsejo a los alumnos que se inspiren del entorno. Por ejemplo, si vas a la playa te podés traer ocho azules diferentes. Trabajo con proveedores de pintura de Montevideo pero creo colores a partir de esos. Tanto yo como en mis talleres, usamos óxidos y matizo la pintura pronta para que quede del tono que quiero. 

¿Por qué cree que la mayoría de las ceramistas son mujeres?

No lo sé. Capaz que las mujeres cohibimos a los hombres. Todos mis talleres son de mujeres. Me han escrito chicos preguntándome por información pero nunca se terminan anotando. Varios me dicen que amarían sumarse pero que les da fiaca. Falta que alguien rompa el hielo. Es raro porque varios de mis ceramistas favoritos son hombres.