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• Nombre: Pablo Sehabiaga • Edad: 42 • Ocupación: Doctor veterinario, columnista en El Espectador y TV Ciudad • Señas particulares: Tiene una perra, Frida, de 14 años; le dicen Ruso por el personaje de la película Rocky; una de sus aficiones es la historia
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¿Qué tan diferentes somos de nuestras mascotas? Sacando que somos de las pocas especies que pueden modificar su entorno en lugar de adaptarse, somos animales de grupo, nos alimentamos para subsistir, protegemos a los nuestros… Ellos planifican su futuro, igual que nosotros. No se reproducen con cualquiera, se fijan en el tamaño, estado físico e higiene del género opuesto porque les importa la genética. La mayor diferencia es que casi ningún animal es consciente de que un día nos morimos. Eso nos pasa a nosotros, y cargamos al perro o al gato de un montón de cosas que no tenemos a quién dárselas, sabiendo que se va a morir. Igual los perros tienen su duelo: si les falta la vieja también les da ansiedad, no saben qué van a comer, pero no van a ponerse a pensar en que nunca la van a ver siendo abuela.
¿Entonces los animales no sienten? No lo expresan en palabras ni con esa profundidad. Ya sé que al amor nadie lo puede explicar, pero me refiero a que para nosotros existe la terminología para cualquier proceso que es del cuerpo. Yo no puedo decir que las mascotas aman, pero las emociones que algunos estímulos les generan se parecen bastante a si amaran. No sienten culpa ni ninguno de esos sentimientos tan nuestros, pero la tristeza, que es algo químico, un perro puede sentirla, y comportarse como si estuviera triste sin saber que lo está.
¿Cómo llevó el sueño de casi todas las infancias a la realidad al convertirse en veterinario? Si nueve de cada 10 niños querían ser veterinarios, yo era ese uno. Toda mi familia es de médicos, y yo estaba empachado de medicina humana. Hice la prueba para educación física, estaban todos como caballos, locos por correr y yo con ganas de tomarme una y fumarme un pucho. No era lo mío. Ahí ya miraba Animal Planet, documentales de la rutina de los leones, sin saber que la etología clínica (especialidad de la veterinaria dedicada al comportamiento animal) existía. El tema es que nadie te cuenta, cuando querés ser veterinario, lo otro. Que salvar animales tiene un horario y leyes, que no hay mutualismo, que nuestra profesión se ejerce por privado y somos además empresarios aunque no te lo enseñen en facultad. Voy a salvar a tu perro, pero también voy a tratar de venderte tres pipetas, dos raciones y calcularte el IVA.
¿Un caso histórico? Una vez salvamos un gato, tenía dos meses de vida. Llegó con el tórax abierto y los pulmones al aire. Ni mi colega ni yo éramos cirujanos y yo encima zurdo, torpe y nada meticuloso. Castrar, suturar sí, pero para otra cosa deberías especializarte, aunque no todo sea ciencia. Nunca antes había visto pulmones en su color natural, pero al menos sabíamos que si estaba abierto había que cerrarlo, como fuera. Es cierto que tienen siete vidas porque el gato dejó de respirar como cinco veces mientras lo interveníamos; mi colega le hacía respiración boca a boca. Agarramos piel con piel y cosimos como lo hacés con cualquier cosa rota, pero una vez cerrado vimos que el aire se le escapaba del pulmón y si quedaba atrapado lo podía a ahogar. Le pusimos una mariposa en las costillas para que saliera por ahí. Un invento, pero funcionó, y hasta el día de hoy el gato sigue vivo. Viene a vacunarse y es un campeón. Después me acuerdo de una gatita que su dueña trajo a castrar. No le encontramos los ovarios. Se barajaron mil teorías, aquello era una especie de ateneo con el animal abierto al que tampoco le encontrábamos el útero. Allá a las cansadas se nos ocurre mirar: un par de testículos. La gatita de la señora era claramente un gatito, y el que lo recibió no se fijó porque seguramente estaba vendiendo pipetas.
Si no hubiera impedimentos legales, ¿qué mascota tendría? Un pulpo. Lo podés tener en cualquier lugar porque más o menos se comporta, son superinteligentes y sería redivertido porque como se camufla lo pasás perdiendo y vivís jugando a las escondidas en tu propio apartamento. Aparte con esos brazos me pasa los puchos, la birra, el control remoto; todo sin moverse. Y lo más loco es que como cada tentáculo tiene su propio cerebro podría hacerlo mientras miramos el mismo partido de fútbol. Además, ¿se te cae una cuchilla y se corta un cacho? Crece de nuevo, siempre está todo bien.
¿Cuáles le parecen los límites de la antropomorfización de las mascotas? Es que está en todos lados. Cuando le decimos a un perro que es incondicional… Un amigo lo es, un familiar, no una mascota. Pero lo decimos porque el perro no te juzga, no tiene esa capacidad ni aunque te hayas mandado la cagada de tu vida y sea ilegal. Tampoco creo que haya mascotas que provoquen más emocionalidad que otras como para trascender a la categoría de hijo. Los perrhijos o gathijos son el reflejo de distintas vicisitudes, frustraciones, fracasos del dueño. Mi función no es interpelar a esa gente, sino hacerles ver que hay consecuencias. Los animales funcionan por jerarquías, y si les damos cobijo por encima inclusive de nosotros mismos el mensaje es claro: ellos son los reyes. Les estás dando prerrogativas de una especie que no, y después es muy difícil dar marcha atrás una vez que ya comió donde vos comés, se subió a la cama, jugó a la hora que quiso, le diste mimos aunque se mandara cagadas… Y cuando le decís que no a algo de eso te gruñe. O muerde. Y si tenemos hijos chiquitos, no hay tratamiento posible: ese perro se tiene que ir y después tenemos jaurías de abandonados. Las consecuencias son esas y la causa es puramente humana.