Sí, soy una especie de navaja swiss army, un generalista.
Pero en algún momento primó la profesión de su abuelo, el cine.
Sí. Nací en Buenos Aires a pocos meses de la muerte muy repentina de mi abuelo Román, por eso me pusieron su nombre. De joven no tenía una vocación ni proyecto de vida definido. De Argentina nos fuimos a Estados Unidos, y cuando estaba en la secundaria tomé un curso de arquitectura, solo por curiosidad, aunque siempre me interesó la arquitectura y estuve muy pendiente de las obras de mi padre. Cuando cumplí 17 años papá me regaló un portaminas.
El arquitecto Rafael Viñoly dibuja el corte del edificio Médano El Pinar, su último proyecto.
¿Para incentivarlo a estudiar arquitectura?
Cuando mi padre entró a la facultad, su padre le regaló ese mismo tipo de lápiz y mi padre lo trató como una especie de talismán. Sus primeras líneas de un proyecto siempre las tiraba a lápiz con ese portaminas. Lo usó tanto que lo había desgastado hasta perder el color, quedando solo el plateado. Lo perdió tres veces en su vida y las tres veces llamó a la Policía, al 911. ¡Imaginate lo desesperado que estaba! Llamaba y decía: “¡Perdí mi portaminas!”. Pero siempre lo recuperaba porque se le había caído en un sofá o algo así. Tenía una carga psíquica muy muy fuerte para él. Eran exabruptos emocionales un poco ridículos pero ese era el valor que tenía para él. Y cuando cumplí 17 años él me regaló uno como el que le había regalado mi abuelo. En ese momento me mira y me dice: “Te quiero regalar esto”. Y contesto: “Wow, qué bueno, gracias”. Lo agarro y él en vez de soltarlo lo toma más fuerte, tenemos un momento donde tironeamos, me jala, me mira y por primera y última vez en su vida me llamó hijo. Me dijo: “Hijo, no seas arquitecto”.
¿No quería que fuera arquitecto?
Fue un mensaje muy confuso. Después nunca me lo aclaró. Mi padre era una persona muy competitiva y a lo largo de nuestra vida juntos tuvimos conflictos basados en esa especie de competencia. Yo soy diferente, no me imagino teniendo ese tipo de competencia con mi hija. Pero mi padre tenía algunos aspectos de su personalidad que quizás no se habían desarrollado del todo, no había tenido la oportunidad o la ventaja de un ambiente familiar que le hubiera permitido desarrollar esos aspectos de su carácter emotivo. Y fue algo que complicó nuestra relación por muchísimos años.
¿Y entonces a qué se dedicó?
A los 17 años no sabía lo que quería hacer y entonces decidí estudiar de todo, historia, ciencias, filosofía, literatura… Recuerdo a una profesora de Historia especialista en la época medieval que no le daba un 10 a nadie, pero era tan genial en su manera de comunicar que terminé siendo historiador. Después pensé que la vida académica no era para mí y estudié música un año.
¿Pero después trabajó en el estudio de su padre?
Sí, pero antes pasé por un proceso largo. Me llamó un viejo amigo de mi padre para ayudarme a descubrir mi vocación. Tuvimos cuatro charlas sucesivas a las siete de la mañana en el hotel Carlyle en Nueva York. Me preguntó cuál era mi fantasía pero yo estaba muy confundido. Entonces me preguntó qué era lo que no quería hacer. Dentista, plomero… Y así empezamos. Cada jueves charlábamos una hora, evacuamos muchísimas profesiones y al cuarto jueves yo ya estaba desgastado de decir lo que no quería hacer y le comenté que me gustaría hacer cine como mi abuelo. Entonces hice una maestría de cine en la New York University y me dediqué a la cinematografía por ocho años pero no me pude especializar.
¿Cómo es eso?
Los cinematógrafos, sobre todo, cuando empiezan tienen que tener un look como los artistas, ¿viste? Hay pocos artistas en la historia, como Picasso, que podían hacer cualquier cosa. Entonces hice películas, documentales, publicidades, un poco de todo y con diferentes estilos. En un momento me fui a trabajar con el director de cine Alfonso Arau, que preparaba una película sobre Emiliano Zapata, sería su gran regreso al cine mexicano. Iban a trabajar Javier Bardem, Monica Bellucci y Vittorio Storaro, el cinematógrafo de (Bernardo) Bertolucci. Pero después descubrí que no era todo como parecía y que no tenía futuro trabajando con él. Fue una gran decepción y me deprimí. Me di cuenta de que me había faltado experiencia de aprendizaje en la carrera, la práctica de estar en una filmación y poder desmitificar la profesión.
¿Y qué pasó después?, ¿encontró su lugar?
A los 19 años ya había dirigido muchas animaciones y había hecho cortos arquitectónicos para mi padre, entonces decidí trabajar con él. Mi animación del Tokyo International Forum en 1990 fue una de las primeras en el mundo. Y entonces mi padre me empezó a encargar los proyectos de visualización de su estudio mientras seguía trabajando de camarógrafo. Armé un estudio de animación y de visualización dentro de Rafael Viñoly Architects, pero inmediatamente el reto se amplió muchísimo porque me di cuenta de que podía atender también temas de la organización del estudio.
¿Y ahí se volcó de lleno a trabajar con su padre?
Sí, porque había mucho por hacer. Por ejemplo, hasta ese momento en el 2000 no se había publicado un libro sobre mi padre, también hice la fotografía de sus obras y reorganicé el estudio, con ayuda, por supuesto. En 2001 ocurrió el atentado de las Torres Gemelas y ahí me pasé dos años y medio trabajando siete días a la semana 18 horas por día con mi padre en el proceso de reconstrucción del World Trade Center, y creamos el equipo Think (para presentarse al concurso de la reconstrucción), donde participaron los arquitectos Frederic Schwartz, Shigeru Ban, Ken Smith y papá. Ganamos el concurso pero después nos sacaron el proyecto por un tema puramente político.
Además, creó un canal de publicidad y un modelo de construcción de casas prefabricadas.
Sí, en 2003 se me ocurrió crear Firebrand, un canal de publicidad de calidad. Me apoyaron Microsoft y otras empresas, y lo pusimos en marcha en noviembre de 2007 pero en seguida vino la crisis de 2008. Así que a los ocho meses tuve que cerrar, fue terrible despedir a 75 empleados. Necesité tomar distancia y me fui un mes y medio a la Patagonia y al norte de Argentina, hasta que regresé a Nueva York porque me di cuenta de que necesitaba educación formal. Por ese entonces, mientras tomaba los exámenes de un MBA (maestría en administración de empresas) trabajé ocho meses para la campaña de (Barack) Obama haciendo documentales en Miami. Hice un curso acelerado de 14 meses en la IE Business School de Madrid y de ahí surgió Casapanal, un mecano de viviendas sociales cuyo prototipo construí con una estructura metálica y paneles de telgopor en módulos hexagonales que podían ser refugios para gente desplazada, escuelas o clínicas desmontables.
Después de este recorrido me di cuenta de que a mi lado tenía un genio y que necesitaba mi ayuda y el apoyo de una persona en quien confiar al 100%. Para ser parte de la vida de mi padre era necesario trabajar con él porque su vida era el trabajo. Estar con él, conocerlo y arreglar los conflictos de nuestra relación solo iba a ser posible si trabajábamos juntos. Entonces terminé el MBA, volví al estudio, seguí con Casapanal, hice un segundo libro sobre Rafael y me empecé a ocupar de proyectos específicos.
¿Dónde trabajaban?
Por muchos años tuvimos un estudio en Bleecker Street, donde él tenía una especie de cueva en el sótano con sus pianos, mesa de dibujo, televisión, cocinita y un lugar para almorzar, y yo tenía un escritorio arriba, en la oficina. Él subía todo el tiempo y trabajaba caminando por la oficina abierta donde había 100, 200 o 50 personas, dependiendo de los proyectos.
Román Viñoly con su madre Diana.
¿Su padre aceptaba sugerencias?
Mi padre siempre estaba muy seguro de todo pero con el paso del tiempo nos dimos cuenta de que nos teníamos un gran amor, un gran aprecio y respeto uno por el otro. Él sabía que yo lo consideraba un genio y que lo único que quería era ayudarlo. Él se dio cuenta mucho antes que yo. Entonces él me encajaba en cualquier lado, yo era un comodín. Lo ayudaba en todo, a armar una presentación, a seleccionar diseñadores, a analizar en qué invertir. Tengo esa capacidad de adaptación y él confiaba en mí.
¿Y cómo era la relación de la familia con Uruguay, con Punta del Este?
Desde chico siempre vinimos a Uruguay, todos los años. Teníamos un chalet en El Tesoro, que habíamos comprado en el 82, o nos quedábamos en la casa de un amigo en la parada 30 de la Brava. Uruguay siempre fue parte de nuestras vidas, incluso cuando hicimos Plaza Alemania en Montevideo vine una vez por mes durante tres años. Fue un proyecto muy placentero, trabajamos muy bien y lo terminamos a tiempo con bajo presupuesto. Pero, volviendo a las vacaciones en El Tesoro, en 2008-2009 la zona se empezó a transformar con las discotecas y los boliches. De repente se volvió un infierno con gente vomitando en el jardín de casa, botellas de whisky, un desastre. Papá y mamá decidieron que querían construir una casa para la familia. Huimos de ahí, alquilamos una casa, empezamos a buscar terreno y encontramos este lugar (donde se ubica su casa actual por la zona del cerro Eguzquiza). Recuerdo que papá se sentó y en 15 minutos la diseñó. ¡En serio! Hizo dos casas, una con pabellones todos interconectados, y después dijo: “Bueno, ok, eso está bastante bien pero quiero hacer otra cosa un poco más grandiosa”. Y en 15 minutos tenía el diseño de la casa. Todo está organizado hacia el paisaje con desarrollo lateral en vez de en profundidad. Tiene una comunicación externa debajo del alero y otra interior. Los ambientes están conectados por la vista y esa es también la inspiración de Médano El Pinar, el edificio que acabamos de presentar. Son apartamentos con la independencia y la privacidad de una casa, con aislamiento visual, acústico y de circulación. Es un proyecto residencial de lujo sostenible, no es ostentoso pero tiene amplias dimensiones como los 2,90 metros al cielorraso. Se construirán con madera uruguaya laminada cruzada que aporta durabilidad, resistencia térmica y eficiencia energética. Todos los apartamentos están conectados a la naturaleza, con jardín propio y salida a la playa. Así que estaré de nuevo por Uruguay cuando empiece la obra en unos meses.
¿Este fue el último diseño de su padre?
Sí, esta foto (muestra la foto del folleto) fue en nuestro estudio en marzo, estaba haciendo el corte del edificio. Bajó el lápiz y dijo: “Ya está pronto”. Fue dos semanas antes de morir. Después de 600 obras, Médano El Pinar es un reto muy personal. Cuando papá falleció estábamos almorzando y le dio el aneurisma. Fue durísimo. Recuerdo que miré el reloj, eran las 13.52, porque yo tenía un call a las 14 horas y en ese momento se desencadenó todo, cuatro horas más tarde falleció. Ahora uso dos relojes, el mío y el de mi padre, el que tenía puesto cuando falleció. No me lo saco más porque me conecta con él.
¿Cuál es el legado de su padre?
Cuando falleció tuve dos pensamientos. Primero pensé que lo correcto sería celebrar su vida, que fue una vida muy buena y de cierta manera hasta una muerte muy buena porque no sufrió mucho. Se fue con las botas puestas, haciendo lo que él quería con la persona que más apreciaba a su lado. Decidí hacer un festejo y un festejo para mi padre tenía que ser con música. Su segundo hogar en Nueva York era el Carnegie Hall y tenía que ser con la Orquesta de Filadelfia porque él hizo el Kimmel Center, sede de la orquesta, su favorita. Entonces me cayó la ficha, teníamos que hacer un festejo y armar una fundación para honrarlo y extender su legado. Entonces, ¿cuál es el legado de mi padre? Muy simple. Es una actitud profesional que reconoce que no existe la arquitectura privada porque en el fondo todo proyecto es un proyecto cívico. Porque después de cierta escala, sobre todo en lugares con cierta densidad, las construcciones tienen impacto visual, afectan las vidas de muchas más personas que sus habitantes, sin importar el origen de los fondos ni su uso, y sigue siendo un edificio cívico. Y eso fue lo que él hizo en toda su carrera, desde el principio, cuando en Argentina hizo la sucursal del Banco Ciudad con el ladrillo de vidrio de colores o el proyecto de ATC, que en vez de hacer un estudio de televisión como un galpón hizo que el parque se prolongara sobre el edificio. Ese concepto originario fue basado en esta convicción de que no existe el edificio que no sea cívico, ese es el legado de mi padre y eso es lo que vamos a tratar de fomentar en el mundo a través de la Fundación Rafael Viñoly y a través del trabajo en el estudio.
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Vida moderna y sostenible
Médano El Pinar, el proyecto residencial multifamiliar de lujo sobre la playa se proyecta, según aseguran desde Rafael Viñoly Architects, como la iniciativa más sustentable de la historia de Uruguay y de la región. En palabras de Román Viñoly, “es una obra que dará cierre magistral a su legado arquitectónico en Uruguay. Las construcciones trascienden la vida de las personas y pertenecen a las comunidades donde se ubican. Quiero realizar la última obra maestra de mi padre como él hubiese querido. Médano El Pinar no es un fin, es un nuevo comienzo”.
Gentileza Rafael Viñoly Architects
Con una inversión de más de 100 millones de dólares, Román, a través de la desarrolladora Integrated Developments, asumió el compromiso de hacer realidad el proyecto que su padre terminó de diseñar antes de morir. Son 125 viviendas de diseño de vanguardia en armonía con el medio ambiente, se encuentran a 40 minutos del centro de Montevideo y 15 minutos de Carrasco.
Su ubicación se alinea con la tendencia de buscar residencias permanentes en un entorno apacible y cercano a la naturaleza. Redefiniendo la exclusividad, el proyecto de cuatro pisos fusiona la comodidad del lujo con una conexión con la costa.
Gentileza Rafael Viñoly Architects
El proyecto asume una responsabilidad ambiental como Nearly Zero Energy Building (NZEB) y apunta a ser carbono neutral. Este compromiso se refleja en la implementación de paneles solares, sistemas de recuperación de agua de lluvia, aire acondicionado con tecnología de recuperación de energía, ventilación cruzada y la elección de un sistema constructivo Mass Timber (material de construcción compuesto por capas de madera de grado estructural) que es aún más sostenible por contener materia prima y valor agregado de Uruguay, reduciendo al mínimo la huella de carbono atribuible al transporte. A su vez, el edificio generará gratuitamente para los propietarios gran parte del consumo de energía de las viviendas y áreas comunes.
Adicionalmente, el proyecto incluye una piscina exterior de 200 metros, solárium, piscina interior, lap pool (piscina para andar), sauna húmedo/seco, gimnasio, sala de yoga, áreas destinadas a los más pequeños y adolescentes, un microcine, dos parrilleros, un salón de eventos y un business center. También incorpora amenities especialmente diseñados para mascotas, como circuitos de paseo e instalaciones para su cuidado.
Además, están contempladas previsiones para carga de vehículos eléctricos, y en términos de seguridad, ofrece cerraduras biométricas y sistema de piso radiante.