En su último libro, el deportista y escritor Horacio López recrea su primer encuentro con la antigua técnica de meditación que busca "ver las cosas tal cual son"
En su último libro, el deportista y escritor Horacio López recrea su primer encuentro con la antigua técnica de meditación que busca "ver las cosas tal cual son"
En su último libro, el deportista y escritor Horacio López recrea su primer encuentro con la antigua técnica de meditación que busca "ver las cosas tal cual son"
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáTodo empieza en Mysore, India, en diciembre de 1998, cuando Horacio "Tato" López se topa con Katrina, una morocha de ojos celestes procedente de Hungría que está de paso por la ciudad. López lleva un tiempo en India, buscando no sabe bien qué, de ashram en ashram, de maestro en maestro, indagando sobre la naturaleza de la mente, sobre el ego y sus trucos, sobre el apego, la aversión y la ignorancia, sobre la impermanencia y la interdependencia de los fenómenos que conforman el flujo de la existencia. La intención de López es ingresar a un instituto de ashtanga yoga. Katrina, en cambio, se dirige a Vagamon, una pequeña ciudad de montaña, para realizar un curso de meditación vipassana. El curso dura 10 días, con jornadas que se inician a las cuatro de la mañana y finalizan a las 10 de la noche. "Se trata de las enseñanzas de Buda dadas en forma laica. No es budismo, no hay un ismo, tan solo lo que Buda enseñó", explica Katrina. "Es una tradición conservada en Birmania de maestro en maestro por más de 2.500 años. Sayagyi U Ba Khin fue quien formó a Goenka, el actual maestro, que es un padre de familia muy cercano a sus estudiantes. En los cursos, él te da una guía, pero el trabajo lo haces tú autoobservándote", agrega.
Esto es parte de lo que se describe en los primeros tramos de Una aventura de meditación vipassana en la tierra del dhamma, el último libro de Tato López, un fascinante relato de una odisea interior.
Autoobservarse no parece ser lo más tentador del planeta. La vida diaria está repleta de estímulos diseñados para mantener la atención afuera. "Estar sentado frente a tu espejo interior puede resultar incómodo", le dice Katrina a Tato (aunque en realidad se refiere a él como "Taro"). "Cuando te miras en un espejo, buscas la pose que más te favorece. En la autoobservación, priorizar lo que te gusta de ti y dejar en un segundo plano lo que no te gusta es muy difícil de sostener en el tiempo". Con el tiempo, precisamente, el marco de ese espejo se ensancha: ese espejo también es una ventana.
Vale decir que López terminó en un curso de vipassana por seguir el chispazo de los ojos claros de Katrina, la húngara, con quien quería irse a las playas de Kerala antes que internarse horas y horas a empollar sobre una montaña de cojines intentando enfocar toda la atención en la respiración para afilar concentración. Y también vale decir que López terminó aprendiendo la técnica milenaria en el mejor lugar posible. Aunque él, en su momento, no lo sabía. Lo que tampoco sabía es que este fue el primero de varios cursos que tomaría a lo largo de los últimos años. La pregunta, entonces, es por qué escribir ahora de una experiencia de 1998.
"En el curso de vipassana hay una última charla en la que te lo dicen bien claro: 'No salgas de acá iluminado. No vayas un viernes a la noche al bar a decirles a tus amigos que te vas a meditar'. Te dicen, te sugieren, que no hagas ese tipo de cosas. Por eso siempre intenté mantenerlo guardadito en mi mundo", confiesa López. Goenka insiste en que no se debe hacer exhibicionismo con la vipassana. "Meditar delante de la gente, querer enseñar, creerse dueños de la verdad e intentar convencer a nuestros amigos de que hagan un curso son errores; eviten caer en ellos; ocúpense en profundizar la práctica", dice, en uno de los tramos finales del libro, uno de los instructores, a quien López llama Panda.
En diálogo con Galería, López cuenta que escribía y escribía cada vez que regresaba de un curso como este. Incluso también escribía durante las sesiones, en momentos muy puntuales, cuando podía, algo que en verdad no está permitido. Parte de lo escrito se fue filtrando en algunos textos publicados en libros o artículos. "Hay tres libros en los cuales tengo un párrafo o incluyo un diálogo en el que se habla de la vipassana", reconoce. "En un momento me di cuenta de que tenía que cerrar este asunto de hablar y de más o menos promover ciertas actividades".
Es que en sus libros, López no puede evitar hablar de ciertas cosas. Por ejemplo, de los beneficios de la actividad física ("No puedo escribir nada si no hablo un poco de deporte"). De que existe una forma de viajar que es peregrinar ("Viajar por India es esperar", apunta en Una aventura...). Y de la escritura como estado de introspección. "Viajar, realizar actividad física, escribir, lograr estados de introspección... son temas que siempre aparecen. Y la meditación aparecía por ahí. En algún párrafo, en algún diálogo, metida entre esos temas". Así que tarde o temprano iba a contar la historia que empezó en 1998, en Mysore, India.
Entrenar después de entrenar. Hijo de Horacio López Latessa y Mireya Usera Tellechea, Horacio Rodolfo López Usera, Tato, nació en 1961, en Montevideo. Cuando era niño muy niño jugaba al fútbol en el puesto menos popular, el de arquero. Y también al ping-pong. Y nadaba. Y, a pesar de su altura, siempre por encima de la media para su edad, hasta los nueve años quiso ser jockey. Le gustaba ir a Maroñas, donde trabaja su padre, periodista de turf. Empezó a jugar al básquetbol a los 10, en Bohemios, medio de rebote, porque Daniel, su primo hermano, un día lo invitó al club.
"A mí jugar al básquet me encanta hasta el día de hoy. Me encanta -le brillan los ojos-. Me encanta la pelota, hacer los movimientos, tirar al cesto -hace el gesto con los brazos-, ver la pelota en el aire. Cada tanto voy con mi pelota. Voy al Náutico, en un horario en el que no haya nadie. No juego con nadie, juego solo. Voy, tiro al cesto, la pico, hago pases contra la pared. Yo lo llamo ir al templo", dice.
Era el tipo de deportista que se quedaba a entrenar después de entrenar. Lo hacía durante horas. Nunca se lesionó. Nunca se desgarró. Tenía 12 cuando fue citado para la preselección uruguaya de básquetbol. Goleador imparable, fue varias veces campeón federal (1981, 1983, 1984, 1987). También fue campeón Sudamericano en 1981. En la época en la que los estadounidenses llegaban a jugar a Uruguay, él obtuvo becas para jugar al básquet en Estados Unidos; en la Universidad de Quincy primero, en la Hutchinson Junior College después. Allí también estudió mucho. Tomó cursos sobre adicciones, nutrición, psicología. "Haber tenido la posibilidad de jugar en Estados Unidos fue una diferencia", cuenta en La vereda del destino, su autobiografía, editada en 2006. "Cuando dicen que fui un fenómeno, yo lo agradezco, pero no lo siento así. Fui un gran trabajador, ayudado por la suerte de tener un buen club, los mejores entrenadores y buenos compañeros".
En 1982 fue al calabozo por suministro de estupefacientes. "El solo hecho de prender un porro y pasárselo al de al lado era suficiente para ser procesado", cuenta en esas páginas. "En esa época Uruguay era un país enfermo, dirigido por enfermos". Fue goleador en los JJ.OO. de Los Ángeles de 1984, donde Uruguay obtuvo el sexto puesto (el oro fue para Estados Unidos). Jugó en Italia, en Brasil, en Argentina. Y volvió a Uruguay. Terminó el bachillerato a los 35, mientras jugaba en Aguada. Se retiró del básquet profesional a los 36, "joven de edad biológica y de edad basquetbolística", diría en una nota con la revista Bla. Podría haber seguido jugando algunos años más. "No soy exbasquetbolista, soy basquetbolista retirado", dice ahora, sentado al sol, en el fondo de su casa. Se fue del circuito profesional y sumó actividades y disciplinas: natación, defensa personal, guitarra, adiestramiento de perros. Se especializó en terapia de adicciones, profundizando en lo que ya había incursionado en Quincy. Un día sacó un pasaje abierto por un año y se fue a India. Y ahí es donde empezó, dice, a escribir.
El comienzo fue con La vereda del destino, editada primero por medio del sello Aguilar y luego reimpresa por su cuenta, estrategia que emplearía en varios títulos posteriores. El libro entrelaza distintas líneas de su arco vital, principalmente su carrera deportiva, sus vínculos familiares y sus viajes por el mundo. Fue bestseller inmediato y obtuvo el premio Bartolomé Hidalgo revelación 2007.
Luego llegaron Almas de vagar (2009), un diario de viajes narrado por un alter ego de ficción, La fiesta inolvidable (2010), El camino es la recompensa. Conversaciones con Óscar Washington Tabárez (2012), Lo no dicho sobre la adicción (2013), Muzungu blues. Diario de viaje por África (2017) y La charla. Sociedad de consumo, familia, adicción (2020).
Ahora publicó Una aventura de meditación vipassana en la tierra del dhamma, que ya va por su segunda edición y podría decirse que también es un libro de viajes. Aunque es un viaje en el que prácticamente todo movimiento se da hacia adentro.
Todo empieza bastante antes. A modo de prólogo, en el capítulo titulado El príncipe, López ofrece una síntesis del origen y la expansión de la vipassana. Desde el nacimiento del buda Siddharta Gautama, alrededor del 560 a. C., al establecimiento del primer centro de meditación en Mumbai a cargo del maestro birmano S. N. Goenka, en 1976. Para junio de 2021, fecha de la primera edición del libro, cuenta López, en India ya había 96 centros, en Nepal 12, y 213 en todo el planeta. "Los cursos, gratuitos, son una posibilidad de conocer las enseñanzas del Buda desde una perspectiva laica". Luego de esta breve introducción, llega la inmersión.
Dentro de la cancha. "Una de las primeras cosas que empezó a circular en la pandemia fue que la vida había cambiado, que hay que mirar para adentro y valorar otras cosas, porque la vida nos está mostrando esto, etcétera, etcétera", dice López en charla con Galería. "Y yo sabía que no. Que apenas se abriera un poco la canilla, iba a salir todo el mundo a mil, hablando por el celular, poniendo primera, segunda, tercera. Sabía que en realidad todo eso de la introspección era un momento, un ratito. Y si bien algunas personas hicieron algo en esa línea, en general no hubo un impacto. Y dije: 'Este es el momento para hacerlo. Es el momento de escribir sobre la vipassana'. Hasta entonces le pasaba por arriba y no le daba el lugar que le correspondía. Sabía que hablar de la vipassana le va a dar otro sentido a Almas de vagar, a Muzungu blues, en los que hablo dos o tres párrafos. Pero estaba de vivo, porque cuando escribía Muzungu blues, día por medio me quedaba a meditar, y no lo conté".
Ahora lo cuenta. Y de una manera cristalina, generosamente sincera. López escribe sobre el asombro, la perplejidad, la irritación, los beneficios, la paz mental, la gratitud, la cascada de emociones, pensamientos y sentimientos que se fue desplegando en su interior ante el descubrimiento de esta antigua y afinada tecnología de conocimiento.
Es algo que también se ha dicho (y le han dicho) acerca de sus otros libros: el tipo se muestra tal cual es, sin tapujos. "Parece medio tirado de los pelos, pero vos en la cancha te das cuenta quién es quién. Te das cuenta quién es un ventajero, quién va de vivo, quién por ganar es capaz de cualquier cosa, hasta ventajear, pero no la va de vivo. Quién se entrega al juego. Quién ama el juego. Quién trabaja de jugador de básquet. Y a mí nunca me molestó mostrarme cómo era dentro de la cancha. Y si tenía que agarrar a uno y putearlo en chino para hacerlo calentar, pffff, no lo pensaba dos veces, lo hacía. Y si tenía que zamarrear a uno que no tenía nada que ver con nada. En todos los equipos que jugué en el exterior, las hinchadas me querían mucho porque hacía lo que fuera para ganar. Y aparte jugaba bien. Jugaba bien pero además, lo que tenía que hacer, lo hacía. No tenía miedo a exponerme. Ningún miedo. Creo que cuando empecé a escribir, y sobre todo en el primer libro, también se dio así. Ahora empiezo a encontrar paralelismos entre el arte de jugar al básquetbol y esto de escribir. No sé si forzadamente, pero le encuentro puntos de contacto. Por ejemplo, una característica como jugador es que podía transitar ofensivamente por todos los lugares de la cancha en las diferentes posiciones. Si me marcaba un tipo más bajo de repente jugaba más cerca del aro y sabía cómo jugar: cómo recibir, qué movimientos hacer. Y era muy difícil que te fuera a hacer dos veces lo mismo. Si con algo me iba bien, iba a utilizar eso bien para plantear otra cosa a la siguiente vez".
"Observa, tan solo observa". A lo largo del viaje puede notarse cómo López transita las distintas etapas del duelo que enumera Elisabeth Kübler-Ross. Hay negación ("Está claro que la vipassana no es para mí y de ninguna manera voy a quedarme 10 días aquí sentado", dice en los primeros tramos), ira ("¡¿Qué mierda hago acá, si ya me había decidido por el yoga?!"), negociación ("Ya que vine hasta aquí, me quedo un par de días", resuelve), tristeza ("Estoy desolado", dice, sin saber que todavía le esperan momentos en los que se sentirá peor incluso, cuando lo asalten los fantasmas de la vida, los recuerdos de su primo Daniel, fallecido meses atrás) y aceptación ("Si la mente se aleja de la respiración, se dispersa, hay que aceptarlo. Ese es el patrón de la mente, es su naturaleza, no es un problema. Hay que aceptarlo y, sin sentirse derrotado, con una sonrisa volver a llevar la atención a la respiración", dice Goenka en sus instrucciones).
Estos estados no siempre acontecen en ese orden sino más bien como una mezcla de emociones que se suceden, con potencia y fragilidad, entrelazándose en un mismo tejido. López siente furia, frustración, regocijo, gratitud, ansiedad, tristeza, sosiego, indignación, pena; el aire entra y sale por sus fosas nasales, y recuerdos, imágenes, sentimientos y pensamientos interfieren en su concentración. Entonces sigue las instrucciones y otra vez vuelve a empezar, el aire que entra y sale por las fosas nasales, callado, en silencio, hasta que otra vez se aparece una nebulosa de lo que él llama recuerdosimágenessentimientospensamientos y hay que volver a empezar. Empezar de nuevo con una mente calma y silenciosa.
En esos días López piensa en su vida como nunca lo había hecho antes. Repasa su retiro, sus ataques de pánico, el tic nervioso que desarrolló a partir de esos ataques, la interrelación entre esos fenómenos. Un día siente que le salen gusanos de la cara, que se está pudriendo por dentro. Asiste a charlas en las que se habla del Dhamma, la ley de la naturaleza, tiene entrevistas con maestros cuyo principal consejo es "enfócate en la respiración", y escucha la voz de Goenka grabada en cinta magnética repitiendo: "Observa, tan solo observa, no hagas nada. Observa objetivamente, no de la manera que tú quieras que las cosas sean, sino como ellas son en este momento".
Las enseñanzas suceden día a día, momento a momento, no tanto a través de las palabras sino por medio de la propia experiencia. "Mis propias palabras no son la medicina, sino una receta", se lee en el Hua Hu Ching, una obra fundamental del taoísmo, que López subrayó con lapicera: "No un destino, sino un mapa para que lo alcances". Al quinto día, "como el revelado de una foto, que poco a poco va aclarando su imagen", comienza a ver lo positivo del curso. Decide quedarse hasta el final. "Cuando conecto con el presente, el ego calla", escribe. Observa sus pensamientos y emociones sin juzgar. Aprende a vivir momento a momento, a aceptar la realidad tal cual es. Se siente parte de un crecimiento colectivo. Y escribe: "Meditar es una responsabilidad individual que nutre el todos".
-¿Cómo fue la escritura del libro?
-Fue cuestión de ordenar y de enfocarme en el primer curso. Tenía mucho escrito. Mucho. En los otros cursos también escribí, pero en ninguno escribí tanto como en este primer curso.
-¿Y qué escribía?
-Escribía todo lo que no podía dejar de escribir. Por eso a veces desobedecía. Que yo pueda sentir y capturar que mi abuela Carmen es lo mejor de mí, no puedo no escribirlo, tengo que escribirlo en algún lado porque es exactamente eso, es así, en ese momento que logro capturarlo, es así, ni un poquito más ni un poquito menos. Lo tengo que escribir. Entonces voy y escribo. Lo hice en todos los cursos. Pero no a la vista de los compañeros.
Anicca. Con excepción de El camino es la recompensa, publicado por Aguilar, todos los libros de López han sido editados bajo su propio sello, Anicca. Se trata de una palabra de la antigua lengua pali que significa, básicamente, "impermanencia". La expresión, una noción básica del budismo (la materia, las partículas subatómicas, las sensaciones y los procesos mentales cambian constantemente y de manera interdependiente), se le presentó a López por primera vez, precisamente, en el primer curso de meditación vipassana. Y de una manera que él describe totalmente por fuera de cualquier clase de solemnidad; de hecho, ese momento es casi un gag.
Todo el libro está atravesado por distintas capas de humor. López relata su viaje de una manera amena, desde el barro, con dolores en la espalda y la rodilla, un poco engripado o resfriado, usando una camiseta como pañuelo y una vieja manta de avión como abrigo. Momentos de contemplación, párrafos que son oro puro acerca del tiempo, la mente y el vacío, acerca de los pensamientos obsesivos, del apego y del origen del sufrimiento, conviven con una sinfonía de eructos y ventosidades, confusiones derivadas de problemas de traducción y diálogos imaginarios en los que López manda a todos a cagar.
El apartado de personajes secundarios es una delicia. Empezando por la propia Katrina, disparadora del viaje iniciático, y siguiendo por Christophe, un francés que se siente estafado cuando se entera de que no se puede fumar durante el curso. El propio Goenka, quien, según cuenta William Hart en La Vipassana. El arte de la meditación budista, es un tipo que no le interesa ser gurú de nada y que rehúye toda expresión de devoción hacia su persona, "animando a sus estudiantes a ser devotos de la técnica, de la verdad que encuentren en su interior". López es bueno para repartir apodos, así que aquí están Gran Servidor, Panda, un personaje adorable, un crack, Terremoto, el eructador sísmico, Gordi, Momia y el inefable Torre Rasta.
El camino del Tao. En la mesa de luz de su casa, ubicada en Portones, López tiene el Tao Te Ching, libro fundamental de la filosofía taoísta atribuido a Lao Tse, Los diálogos de Chuang Tse y una versión de Brian Walker del Hua Hu Ching, también atribuido a Lao Tse, textos milenarios, con páginas marcadas e intervenidas con anotaciones. "Somos lo que hacemos", escribió López en una de ellas. Cuando sale de viaje, el Tao Te Ching va con él.
-En el libro varias veces se muestra enojado, frustrado, confundido. Varias veces está por tirar la toalla. Pero al final, siempre se queda. ¿Por qué?
-Varias veces estaba para irme. No entendía un carajo lo que estaba pasando. De cualquier manera, dentro de la bronca, también había diminutos gaps en los que de repente me detenía y decía: ¿y esto, qué pasó acá? Había cosas que estaban muy bien. El silencio, la quietud. Yo venía de Osho, Sai Baba, de leer y leer, pero ese silencio y esa perspectiva eran algo completamente nuevo para mí. Y al mismo tiempo que me generaba todo esto también me enojaba mucho. Me preguntaba todo el tiempo qué estoy haciendo acá, por qué estoy perdiendo el tiempo de esta manera. Y en esa cosa me fui quedando. Pero al principio me fui quedando muy enojado.
-El libro prácticamente se abre y se cierra con dos escenas gemelas, que suceden en un tren. En la primera, yendo al curso, reacciona con rabia. En la segunda, volviendo del curso, algo cambió.
-Eso es parte de lo que te da la meditación. Cuando ves a alguien estás viendo mucho más de lo que dice o hace. Sobre todo cuando estás atento a la persona. Cuando salís de los cursos salís como muy claro en ese sentido. Pero la meditación no es un hobby, es un trabajo, un cultivo que se extiende por el bien de uno y de los otros. Es un acto individual que también involucra a los demás. Lo digo en el libro: nutre el todos. Por ejemplo, estás en una mesa, en una reunión, todo el mundo chismoseando, tratando de acomodar el mundo a sus carencias y apetencias, hablando de los demás, de la vida de los otros, de lo que hace aquel, de lo que hace aquella, acomodando el mundo para ellos ser quienes quieren ser, y vos no participás, te quedás callado. Tu silencio es asesino. Y entonces empiezan a ver que, bueno, la próxima vez que vengas, quizá no se pongan a hablar mal de la gente. Al menos mientras estás vos, que mientras eso pasa no participás, no te sumás. Quizás te dejás llevar por la corriente, sin darte cuenta entrás en la misma. Con más razón vas a volver a meditar, vas a empezar de nuevo, vas a profundizar, para que no te vuelva a pasar. O para que si te pasa al menos puedas estar más atento a los juegos del ego y los juegos de la mente. No se trata de hacer un aprendizaje que te va a colocar por encima de los demás. Nada te va a colocar por encima de los demás. Lo que podés lograr, con mucho trabajo, mucho trabajo, como en cualquier otra actividad de la vida, es tener una mejor conexión con los otros. En eso la meditación es muy beneficiosa. Es real. En eso me afirmo. Con la meditación transitás un montón de procesos, atravesás todo ese tejido de presente, impermanencia, interdependencia, ego, mente. Toda esa telaraña que transitás y que al final te lleva a conocerte a vos mismo, a conocer la naturaleza de las cosas, lo cual te va a permitir considerar a los otros. Establecer ese rapport de no juzgar, de no pararte desde el juicio hacia el otro, de entender que todo lo que te pasa a vos conecta con lo que le pasa al otro (aunque a veces una mejor conexión significa tomar distancia de la gente; me ha pasado que para tener un buen rapport con ciertas personas tengo que encontrar la distancia óptima, los tiempos óptimos). En los cursos te dicen clarito: el que venga acá en busca de la salvación, le erró: no alcanza que sea beneficioso para vos, tiene que beneficiar a los demás.
MEDITAR ES HUMANO
"La introspección, volver la vida hacia adentro, estar en contacto con las emociones, es humanidad", dice López. "Los animales no pueden hacerlo. Nosotros sí. A medida que ha avanzado la sociedad de consumo todo va cada vez más para afuera. Mi bisabuelo, cuando migró de Italia para acá, ¿qué hacía cuando llegaba la noche? Miraba las estrellas, miraba el fuego, comía con una calma chica, hablaba cuatro palabras con mi bisabuela. Todos esos eran estados introspectivos. Conexión con la naturaleza, con uno mismo, con el otro. En la sociedad en la que vivimos estamos cada vez más alejados de la naturaleza, más desconectados de los demás y de nosotros mismos. Meditar, más allá de cual sea tu elección, es una forma de reconectar contigo. Y en el trabajo de reconectar contigo, reconectar con los otros".