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Tute: "Más que el color del humor, me gusta la inteligencia con la que está construido"

El dibujante argentino Tute recorre los límites de la comedia, la desesperación de saberse mortal y lo que le dijo Quino la primera vez que le mostró sus dibujos; su nuevo libro, Superyó, se vale del psicoanálisis como materia prima para generar humor

El dibujante argentino Tute recorre los límites de la comedia, la desesperación de saberse mortal y lo que le dijo Quino la primera vez que le mostró sus dibujos; su nuevo libro, Superyó, se vale del psicoanálisis como materia prima para generar humor

Un hombre recostado en el diván se ajusta el cinturón de seguridad. Quizás adivina que le espera un viaje turbulento. En otra página: "Lo nuestro es imposible", le dice un caballero a su reflejo en un espejo. En otra: un personaje recibe la visita de su inconsciente, que viene a reclamarle un aumento por la inmensa cantidad de horas extra que realiza día a día, noche a noche, prácticamente sin descanso. Sus sueños, dice el inconsciente, son casi superproducciones. El sujeto intenta negociar. "¿Y si sueño con menos gente?", propone. Más adelante: "¿De quién es mi culpa?", se pregunta una figura en las sombras. "Tengo una debilidad a prueba de balas", reconoce alguien yéndose. "¿Quién podrá ayudarme a ser autosuficiente?", se pregunta otra persona. "Solía jactarme de no ser como yo", asume otra. Y alguien más, por ahí, confiesa: "Nunca creí que mis limitaciones llegaran tan lejos".

Esas son algunas de las viñetas que conforman Superyó, el último compilado del dibujante argentino Tute, que utiliza el psicoanálisis y los temas que suelen llevarse a la terapia psicoanalítica como disparadores de humor. En Superyó, cuya portada es un espejo en el que el lector puede verse reflejado, hay momentos humorísticos que son puramente visuales. Dibujos mudos. Y también otros que son metahumorísticos, que derriban la cuarta pared, como el de un hombre que mira al lector mientras piensa: "Me está leyendo el pensamiento".

Juan Matías Loiseau, mejor conocido como Tute, nació en Buenos Aires en 1974. Desde 1999 publica Tutelandia, viñeta diaria que aparece en La Nación, donde también ilustra una página del suplemento dominical. Sus trazos se publican en México, Colombia, Perú, Nicaragua, Ecuador, Honduras, Costa Rica, Panamá y Estados Unidos. Ha editado casi 20 libros, entre los que se incluyen Tuterapia, Todo es político, Humor al diván, además de varios con las historias de Batu y de Trifonia & Baldomero.

Es hijo de una artista plástica, María Cristina Marcón, y un dibujante y estudioso del humor gráfico, Carlos Loiseau (1948-2012), Caloi, legendario creador de Clemente y presentador del programa Caloi en su tinta. Pasó su infancia en José Mármol, zona Sur del Gran Buenos Aires. Uno de sus primeros trabajos fue como operador de radio. También lavó autos y vendió huevos. Aunque desde niño supo que iba a dedicarse a dibujar. Como su padre.

Cuando tuvo que elegir un nombre para firmar sus dibujos, Juan Matías eligió Tute, apodo que proviene del colegio, contracción de Matute, tal como lo llamaban en su familia. Tute empezó queriendo ser como Caloi. Y, como muchos dibujantes, también quiso ser Quino. En el trayecto, su trazo fue tomando y creando su propio camino.

Trabaja de noche, dice, porque le provoca una especie de tranquilidad. Desde hace tiempo. "Sin ninguna intención de mostrarme místico ni esotérico, hay algo en la noche que no está en el día y que tiene que ver con términos bien terrenales: las cosas no están mostradas completamente, no están reveladas; en esa atmósfera uno incluso puede escribir cosas que si las ve al otro día siente pudor", confiesa. Y dice estar en desacuerdo con que los días se cuenten con sus horas diurnas y sus horas de nocturnidad. "Para mí tendrían que ser dos días distintos: el día es una cosa, la noche otra distinta".

El mismo espíritu inquieto con el que de niño y adolescente se paseó por distintos oficios lo ha llevado a entrar en otras disciplinas. Así que, además del dibujo y la historieta, ha incursionado en la poesía, la música, el cine y la televisión. A su vez, invitado por el enólogo Marcelo Pelleriti, lanzó su propio vino: el Tute Malbec, de edición limitada. Ha escrito y dirigido los cortometrajes El ángel de Dorotea (2005) y Abismos (2006) y actualmente se encuentra desarrollando el guion de lo que será su primer largometraje. También escribió tangos, y editó, junto con el cantante Hernán Lucero, Tangos Nuevos (2010), disco que estuvo nominado al Premio Gardel. Sobre fines de 2019 produjo Canciones dibujadas, proyecto audiovisual producido por la Universidad 3 de Febrero (un3.tv), compuesto por 10 canciones escritas por él, interpretadas por músicos amigos (Ricardo Mollo, Lisandro Aristimuño, Kevin Johansen, Miss Bolivia, Gillespie, entre otros) e ilustradas, a modo de videoclips, por él y otros dibujantes y animadores, entre ellos su hermana, la fotógrafa y realizadora audiovisual Aldana Loiseau. También hace un ciclo de entrevistas llamado Preguntas dibujadas, que se ve en YouTube, y que siempre finaliza con la misma pregunta: "¿Qué ves cuando te ves?".

¿Cómo fue el camino para llegar a su estilo de dibujo? ¿Qué influencias reconoce?
Uno empieza imitando, queriendo ser otro. Queriendo ser el Negro Crist en algún momento, el Negro Fontanarrosa en otro, mi viejo en otro. Me gustaban mucho Kalondi, Quino, Tabaré. A los 16, 17 años armé una carpetita con mis primeros chistes, mi primera producción humorística, con la que me presentaba en los medios o mostraba a dibujantes de experiencia para que me dieran su consejo. Los iba a ver a todos, los iba enganchando donde podía, iba a sus casas o a sus estudios. Visité a Sendra, a Tabaré. Durante la Feria del Libro se solía hacer una cena de dibujantes organizada por Daniel Divinsky (socio fundador de Ediciones de La Flor), y entonces aprovechaba la sobremesa para mostrarle la carpetita a alguno de los dibujantes. Ese fue el caso, por ejemplo, de Quino.

¿Quino es una de sus mayores influencias?
Quino es la gran figura. Un tipo de una generación anterior a la de mi viejo, a la de Fontanarrosa, que influyó en todos. Era maestro de maestros. Y además, por sus características, si bien era afable y cariñoso, no era demasiado sociable o simpático. Era incluso un poco hosco. Y muy honesto. Eso era lo peligroso que tenía: su honestidad brutal. Decía lo que pensaba. De todo: tanto de la realidad política o social como del plato que le servían o la silla en la que se sentaba, si le resultaba incómoda, aunque estuviese invitado en una casa, lo decía. Y lo mismo con los dibujos que yo le estaba presentando.

¿Recuerda qué le comentó cuando le mostró aquellos primeros dibujos?
No dijo mucho, la verdad. Sí los miró con mucha atención, con detenimiento, en una sobremesa. Yo miraba muy atentamente su boca, a ver si sonreía, a ver si algún chiste le despertaba aunque sea una pequeña sonrisa. Y eso no sucedió nunca. Él pasó todas las páginas mientras yo estaba de pie, al lado suyo. Me devolvió la carpetita, me miró y me dijo: "Hay que meter el dedo más en la llaga". Y volvió a concentrarse en la sobremesa y en su vino.
Otro que me gustaba muchísimo y que creo que generó una influencia grande en mí a pesar de que no se note, quizá, es (Alberto) Bróccoli, el autor de El mago Fafa y Juan el preguntón, un tipo encantador, muy amigo de mi viejo. Yo era muy chiquito cuando él murió. Bróccoli era amante del dibujo y de los dibujantes. El tipo hacía un humor tierno en el buen sentido: no era ni infantil, ni cursi, estaba muchas veces en el punto justo de ternura, donde se mezclan preguntas existenciales con una forma tierna de expresarla. Años después, revisando sus libros, su material, me llamó la atención ver que algo de él quedó impregnado en mi laburo, algo que tiene que ver con un desarrollo de la ternura.

Hay una búsqueda de producir el efecto humorístico con la menor cantidad de palabras posible. Y también haciendo el trazo más simple.
Dibujo solo lo que tiene sentido ser dibujado, si no, no lo dibujo. Si no tiene una participación o una influencia, aunque sea mínima en la escena humorística, entonces no lo dibujo. Creo que lo pienso dramatúrgicamente. Si el psicoanalista no tiene demasiado sentido, a veces alcanza con poner las piernitas para que se sepa que la escena es en un consultorio y nada más. Si la cara del psicoanalista, aunque más no sea por su gesto, le suma al efecto humorístico, lo hago. Las referencias son: están afuera, están adentro, están en su casa, están en un supermercado, en una noche, en una situación romántica en una plaza, entonces habrá una lunita y dos o tres estrellas, algún farolito sugerido y el banquito. Lo mismo que hago con el texto trato de hacerlo con los elementos gráficos: busco la mayor síntesis posible. Es algo que Quino hacía muy bien. Era extraordinario el manejo que hacía del ojo lector. Te iba paseando por las páginas dominicales a su arbitrio. Como Hitchcock, él decidía qué ibas a mirar primero. Te paseaba por los caminos que él quería, ¿para qué?, para que se potenciara el humor. Incluso a veces sacrificando algún tipo de estética de dibujo. A veces hacía dibujos en algún valor de línea y de pronto hacía un jarrón con un marcador un poco más grueso o le pasaba el mismo marcador dos veces por el mismo lugar, de modo tal que vos miraras primero el jarrón porque, a los efectos humorísticos, era importante que sucediera eso.

¿Qué viene primero, el dibujo o el texto, o ambos llegan juntos?
En general primero viene la letra, después el dibujo. A veces lo que aparece es la punta de una idea, no el globo terminado, pero sí la punta de un texto, de la que uno va tirando. Y muchas veces pasa que no aparece esa punta textual y uno empieza a dibujar, como cuando uno era chico y dibujaba mientras hablaba por teléfono, dibujos medio inconscientes, que no sabés muy bien qué estás haciendo. Jugás con la línea y a veces, a partir de ese juego, aparece una idea. Esas ideas suelen ser más líricas, más voladas, provienen de un lugar distinto. Uno no está pensando el globo, el texto, el diálogo. Uno está dibujando libremente y por ahí, a partir de la imagen, a partir de algo gráfico, aparece el humor. Es lindo y es interesante cuando eso sucede. A veces también se da una cosa medio combinada. Pero lo más usual es que aparezcan en forma de juegos de palabras, que es un sistema muy parecido al de la libre asociación de ideas del psicoanálisis.

También cultiva el metahumor, como ocurre en la viñeta en la que un personaje descubre que, literalmente, le están leyendo el pensamiento.
Me gusta mucho eso. Generar un espacio al que uno, como lector, visita y que los personajes, los que producen el humor, no son conscientes de que están siendo vistos. Es como pasa en una obra de teatro: uno firma un contrato de credulidad y los actores, a su vez, firman el contrato con uno y hacen de cuenta que uno no está ahí y eso está sucediendo de verdad. Un contrato similar se da entre el dibujante y el lector. Romper ese contrato sería producir ese metahumor, donde los personajes son conscientes de que están siendo dibujados o leídos. Es algo que me gusta, me divierte, y es algo que hay que dosificar. Porque, para que tenga efecto, uno lo que tiene que hacer es mantener ese contrato y romperlo muy de vez en cuando. Así aparecen, por ejemplo, mis personajes exigiéndome cosas. De pronto empecé a aparecer como personaje, con mi tablero, dibujando, y personajes como Rubén y Mabel vienen a exigirme aumento o vacaciones.

¿De dónde surge la idea de incluirse como personaje?
De Diario de un hijo, en el que cuento mi historia, la historia con mi viejo desde mi nacimiento hasta su muerte. Me dibujé, lo dibujé, dibujé a mi vieja, a mi familia, a mis amigos, a mis maestros. Y a partir de ahí se abrió una nueva dimensión dentro de mi laburo. Nunca lo había hecho, más allá de algún ensayo poco fructífero. A partir de ese libro sentí que tenía como un nuevo poder: puedo dibujar a quien quiera. Es algo que descubrí medio de grande. Que podía hacer a alguien con pocos trazos que sea más o menos reconocible. Después del libro empecé a aparecer en mi tira diaria, en La Nación.

¿Qué lo lleva a incursionar en otras disciplinas más allá del humor gráfico?
Creo que es la curiosidad, la inquietud, algo que tuve toda la vida, desde cuando era pibe. Algo que aprendí hace muchos años es que todas las cosas que uno va haciendo son útiles para las otras. Aunque no lo parezcan. Hay un tráfico de herramientas de una disciplina a otra. Siempre. Haber trabajado años en el humor gráfico, en la historieta, me sirvió para hacer cine, para plantearme un encuadre, para escribir un diálogo. El dibujo me sirve para hacer storyboards. Mi paso por la poesía me sirvió para escribir canciones. Y después esas canciones, a su vez, las puedo meter en una película.

Es permanente el tráfico de herramientas, de conocimientos, de argucias, para desarrollar cualquier otra disciplina artística. Y creo que eso tiene que ver con la curiosidad, con la inquietud, y también con la desesperación de saberse mortal y tener una sola vida. Yo quiero hacer muchas cosas. No quiero ser solo humorista gráfico. Entonces voy probando. Por supuesto, apoyado en mi actividad troncal que es el humor gráfico, que es la que hice toda la vida. Y la que de algún modo también me da seguridad para abrir puertas distintas o que no estaban previstas para mí. Al final, hagas lo que hagas, los temas son los mismos, siempre. Conforme uno va creciendo se van disipando algunas dudas y apareciendo otras nuevas. Pero, más o menos, los grandes temas se mantienen toda la vida. Lo que cambia es el vehículo. Tampoco fuerzo nada. Me voy metiendo en distintas cosas, pero para mi propia sorpresa. No es que digo: "Bueno, a ver, ¿qué no hice?, ¿escultura? Bien, metámonos en el mundo de la escultura". No. Por ejemplo, concretamente con el cine: un día se me ocurrió una idea y no tenía ninguna duda de que el vehículo ideal era una peliculita, un corto, no era una historieta, no era un poema ni una canción, era una película, para la cual primero armé un guion, estudié y miré mucho cine. Como para escribir una samba, además de las sambas escuchadas históricamente desde mi niñez, me pongo a estudiar la estructura de una samba. Son como juegos que me tomo en serio, digamos. Como cuando uno era chico: jugabas para divertirte pero jugabas en serio, con convicción y compromiso con el juego. Después el resultado es otro asunto. Saldrá mejor, peor, tendrá más éxito, menos éxito, eso es otro asunto. Me tomo muy en serio el juego y pienso que el resultado me tiene que gustar mucho a mí. Tiene que estar bien construido. En la medida de mis posibilidades y mis limitaciones, por supuesto. Por ejemplo, hacer una película es un asunto muy complejo. Y tengo muchas horas menos de vuelo en el terreno del cine que en el terreno del humor gráfico, que es mi actividad central. Pero yo pongo toda la carne en el asador. Hago lo mejor posible. Después, por ahí, la película es mediocre, no lo sé. Digo la película pero puede ser la samba, el bolero o el tango. Y eso, en términos de éxito comercial, ya es un tercer asunto más allá de estos otros dos. Por supuesto, uno siempre quiere que le vaya bien a todo lo que uno hace, pero al final, igual, no importa: lo más importante es el camino. No es que no ambicione que a lo que hago le vaya bien pero el caminito, cuando todavía no sabés si eso que estás produciendo va a gustar o no, si va a tener rebote o no, éxito comercial o no, ese caminito es espectacular, extraordinario, con toda su complejidad, con todas sus marchas y contramarchas. Ese camino es pasional. Y siempre surge desde un lugar lúdico y de necesidad. Por ejemplo, Diario de un hijo es un libro inédito en el tipo de producción de toda la vida, nunca me había imaginado hacer un libro así. De hecho, leí muchas novelas gráficas autobiográficas, y siempre cuando me imaginaba a mí mismo haciendo una cosa así, me daba un vértigo tremendo y rápidamente decía: "Esto no es para mí. Yo soy lector de esto, no autor de algo así". Y sin embargo, años después estaba haciendo ese libro porque se me impuso como una necesidad. A partir, por supuesto, de la muerte de mi viejo. Tuve la necesidad de dibujar eso, de volver a pasar por mi cabeza y mi corazón esos pasajes en común con mi viejo, la necesidad de dejar testimonio para mis hijas, y sobre todo para mi hija menor, que no conoció a su abuelo.

¿Cómo es el caso de Superyó, en qué momento surge?
Superyó es un caso de material de recopilación. Pasan unos años y ya sé que tengo material relacionado con el psicoanálisis como para hacer un nuevo libro. Hice Tuterapia hace 12 años y Humor al diván hace cinco, más o menos. Y en el último tiempo se fue juntando una buena cantidad de material. Se juntan tres o cuatro años y ya sé que tengo material para sacar un nuevo libro sobre psicoanálisis, sumado a material que no es directamente referido al trabajo de consultorio, algo que hice desde el primer libro: al chiste clásico de psicoanálisis, diván, silloncito y humor dentro del consultorio, sumarle las páginas de las cosas relacionadas con el universo de asuntos que uno lleva después a su terapia psicoanalítica. Asuntos como el paso del tiempo, la soledad, el amor, el desamor, los vínculos filiales. Lo más ligado al mundo del psicoanálisis y el trabajo propiamente de la terapia psicoanalítica. Es decir, desde los dos lados del mostrador.

¿Cómo se llegó a la portada del libro?
Es una vieja idea. Tenía ganas de hacer un libro cuya tapa, en lugar de un dibujo, fuese un espejo. En aquella idea, toda la tapa era un espejo. No tenía nada. Ni un dibujo, ni un título, ni una firma, nada, solo el espejo. La idea era que la gente alzara el libro y se viera y no supiera ni de qué se trataba el libro. Cuando la propuse, hace años, me dijeron que era una locura y la descartamos. Pero me quedó en el tintero. Y ahora encontré la forma de recuperarla. Y me pareció que estaba muy bien que fuese en este libro, que tiene que ver con el psicoanálisis, con el mirarse a uno mismo, reconocerse.

¿Con qué límites se ha encontrado al trabajar con el humor?
Los límites del humor son mis límites. Por supuesto están los límites del medio en el que uno publica. Uno sabe dónde está publicando, a dónde va a jugar, cómo es la cancha. El medio ya impone una cancha, con unos límites muy claros. Dentro de esa cancha uno puede jugar libremente. Estoy publicando en La Nación, sé que mi público es amplio, puede ser un niño o un anciano, y por lo tanto mi humor tiene que ser más familiar. Pero los más importantes son los personales: no hago humor con nada que esté por fuera de mis propios límites éticos, morales, de formación. ¡Y de limitación! Porque un gran límite es justamente la limitación de uno. Hay un tipo de humor del cual disfruto mucho pero que no se me ocurre, no me sale producir. Es como si mi instrumento no tuviera esas cuerdas. Aunque lo sé disfrutar y lo sé reconocer. La semana pasada me hice traer un libro de Dagsson (Hugleikur Dagsson, dibujante, crítico y guionista de cine islandés), un tipo que hace un humor negrísimo, que disfruto mucho pero que jamás haría. Tiene un dibujo hipersintético y las situaciones son siempre tremendas, absolutamente trágicas, pero con mucho humor. Me gusta el humor de todos los colores. Me gusta la inteligencia. No tanto el color del humor sino la inteligencia con la que está construido. Si está construido con inteligencia, me voy a morir de la risa, tanto si es un chiste de los llamados tontos o del humor chabacano como si es finísimo, elegante, intelectual.

En Superyó y en otros libros suyos hay unas tiras que parecen o remiten a bocetos. Los cuadritos están como apilados, el trazo es básico e incluso se permite tachar palabras. ¿Cómo nacieron?
Son exactamente eso: bocetos. Hace muchos años me pasaba que entregaba a la revista la página dominical y después la veía y me gustaba menos que lo que quedaba en mi mesa, que era el boceto, donde yo todavía estaba buscando la idea. Cuando la formalizaba en un buen papel francés, italiano, encolado, lo que entregaba era como una versión endurecida de lo que quedaba en mi mesa y nadie veía. Entonces un día lo que hice fue escanear el boceto, que me gustaba más que el original, y mandarlo a la revista. Así fue. Me quedé al lado del teléfono esperando a que sonara porque suponía que me iban a llamar para decirme: "No, te equivocaste, mandá un dibujo bien hecho". Pero no. Nunca me llamaron. Por eso los dibujos tienen tachaduras. Son tachaduras reales de cuando me equivoco o simplemente le estoy buscando la vuelta. Son búsquedas. Los cuadritos se van agregando, como si fueran grageas, en la medida en que se me van ocurriendo como continuación de ese relato, a veces con una punta de idea, con una sospecha del final, a veces con una idea concreta de un final y una sospecha de un principio, lo que lleva a los tachones, a las correcciones sobre la marcha. Es un trabajo que me gusta mucho hacer. A veces también es un solo cuadro. O un cuadro mudo. Como estoy escribiendo el guion de una película, tengo la sospecha de que estoy poniendo toda mi energía de diálogos o palabras en ese guion y cuando tengo que hacer la página dominical me sale muda, de un solo cuadro, desde hace meses.

¿Qué puede adelantar del guion que está escribiendo?
Es un largometraje. Una suerte de comedia melancólica. La historia de dos personajes, un hombre y una mujer, que están elaborando sendos duelos. Son duelos de distinta índole, pero están en eso, y hay algunos cruces. El plan es escribir y dirigir. Ya escribí varias versiones, creo haber llegado a la versión final de lo que sería un primer guion, que por supuesto se puede modificar. Siempre creo que ya está y siempre lo estoy modificando, así que no descarto más cambios. Es un gran viaje. Me tiene muy entusiasmado.

En sus Preguntas dibujadas hay una recurrente que es: "¿Qué ves cuando te ves?". ¿Qué responde usted a esa pregunta?
En general veo a un tipo apasionado, muy inquieto, que persigue siempre su deseo. Con infinidad de limitaciones, pero siempre persiguiendo su deseo.