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    ¿Cómo carajo podemos seguir viviendo? si sabemos

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2084 - 13 al 19 de Agosto de 2020

    Dos hombres conversan en la puerta de un humilde club barrial donde funciona un merendero. El más joven, apoyado en una camioneta, intenta explicarle algo al más veterano, que, con cara preocupada, patea piedritas. Una conversación como hay miles en una calle cualquiera de Montevideo, que encierra un drama que estruja el alma. El joven lidera una olla popular en un barrio de la periferia y se había comprometido con el otro, el veterano que se encarga del comedor que funciona en el club, a llevarle 25 kilos de leche en polvo. “Perdoname, hermano”, le dice, palabras más, palabras menos, al otro que, cabizbajo, patea piedritas. “Te juro que pensé que me daba, pero nos queda para un par de días. Vine hasta acá para ver qué podemos hacer, ya que me decís que no tenés ni para la merienda de mañana”. “¿Y qué vamos a hacer?”, le responde el otro, “manguear y seguir mangueando, otra no queda, porque los gurises tienen que morfar, encima con este frío”.

    “En estos días la leche en polvo es oro”, me comenta Richard Read, el dirigente sindical abocado al trabajo social. A su vez, Fernando Pereira, presidente del PIT-CNT, organización que apoya a unas 200 ollas populares, me confirma que sí, que se está llegando a un nivel crítico, algo que ya se había vivido en la crisis de 2002. Los meses pasan, la situación en lugar de mejorar empeora, y a los aportantes a las ollas populares —empresas, gremios, particulares— se les hace cada vez más difícil seguir colaborando.

    En lo que me parece un error estratégico, las ollas populares vinculadas al PIT le pidieron por carta al gobierno el pago de una renta básica. Plata piden todos. Se viene la discusión por el Presupuesto y hasta los propios aliados del gobierno van a pedir dinero. Si de lo que se trata es de comida, que pidan comida. Nadie podrá decir que se lo gastan en plasmas o no sé qué más. Sí, nos quedamos sin luz, ni agua, no tenemos para remedios, pero ahora es el morfi. Un plato no se le niega a nadie, ¿o no?

    El Instituto de Alimentación da canastas a unas 200.000 personas y otras 100.000 son atendidas por ollas populares, pero los envíos al seguro de paro, las rebajas salariales y los despidos se cuentan por decenas de miles.

    ¿Qué nos quedará como herencia si no tenemos alimentada a la gente? ¿Un recuerdo amargo? No seamos ilusos o miserables.

    Un estudio realizado por estudiantes de Medicina con niños de Montevideo en 2018 reveló que 30% tenía anemia, 17% retraso en la talla y en los menores de 23 meses había un 5% de emaciación. ¿Nunca escuchó esa palabra? Se la hago fácil: ¿vio cuando en TV muestran esas imágenes de África en las que hay niños que son solo piel y huesos? Bueno, eso. La Organización Mundial de la Salud sostuvo que los países deberían mantener la emaciación infantil por debajo del 5%. Acá, según ese trabajo, estábamos en el 5%. Un 60% tenía parásitos. En África no, acá.

    Un dato interesante del estudio fue que esas cifras surgieron tanto de quienes recibían ayuda del Inda como de los que no. Un 85% había tomado suplemento de hierro a pesar de lo cual convivía con la anemia.

    ¿Alguien cree que una vez esta pandemia pase, como pasó la crisis de 2002, todo seguirá igual? El cuerpo humano no es como la economía, que en un momento se recupera. Cuerpos flagelados para siempre, mentes con retraso que ni sabemos para dónde las llevará la vida. Podemos creer o no en los estudios que dicen que la mala alimentación puede contribuir a tener adultos violentos. Supongo que si no es por la vía de ciertos efectos neuronales lo será por el resentimiento de no haber recibido lo que merecemos por el solo hecho de haber nacido.

    Navego entre la tristeza, la rabia y la admiración por mujeres y hombres que como esos dos que en una breve conversación en la esquina de un barrio cualquiera comparten la frustración, pero también combaten la resignación ante lo injusta que puede ser la vida.

    El siguiente es el tramo de un artículo que publicó en Soho el argentino Martín Caparrós a propósito del periplo que recorrió para escribir su monumental obra El Hambre:

    “Aprendí que el mundo está lleno de muy diversos problemas y complicaciones y derrotas y dramas, pero que detrás de todos ellos está, siempre, el fantasma del hambre. Aprendí que nada me resulta más violento que millones y millones de personas que no comen suficiente —que una persona que no come suficiente—. Aprendí que cada minuto se mueren, por hambre y sus efectos, 18 personas en el mundo: 18 personas por minuto, una cada cuatro segundos, muertas por el hambre. Aprendí que el hambre no tiene una sola causa, sino tantas pero que, en la base, es un problema de propiedad y de distribución: que hay alimento suficiente para todos, solo que algunos se quedan con mucho más de lo que necesitan, y entonces no les alcanza a tantos otros. Aprendí por ejemplo que en Inglaterra la mitad del alimento se tira a la basura. Aprendí que a los privilegiados no nos da vergüenza despilfarrar recursos que millones y millones necesitan: que yo también lo hago y me pregunto por qué y de nuevo lo hago. Aprendí que, desde que el hombre es hombre, el hambre fue una plaga inevitable, pero ya no lo es: es una decisión política. Y aprendí que, de última, es tan fácil mirar para otro lado: tan tan fácil mirar para otro lado. Pero que, para eso, ayuda mucho no aprender: no saber nada. Por eso me pregunto —a lo largo de todo el libro me pregunto—: ¿cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas? Por eso, una vez más, me quedo sin respuesta”.

    Leyendo el texto de Caparrós llego a la conclusión de que resulta una paradoja, pero para seguir viviendo así sería una mejor persona si al menos no supiese. Pero no, y entonces yo tampoco entiendo cómo carajo puedo, y podemos, seguir viviendo si, a la vez, sabemos.