¿Es joda?

¿Es joda?

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2158 - 20 al 26 de Enero de 2022

La bendita objetividad. Por años, en las redacciones o en las escuelas de periodismo, hemos perdido tiempo en hablar de la objetividad, que es como hablar del sexo de los ángeles. Y la audiencia, ignorante de qué significa eso, le exige a los periodistas algo que estos no pueden darle, incluso aunque crean que sí. Hemos destinado vida a analizar la inexistente objetividad en vez de ver cómo configuramos en nuestro trabajo una cierta imparcialidad subjetiva. La imparcialidad es opcional, la subjetividad, inevitable.

Enancados en este falso dilema, se ha instalado otro: los periodistas no deberían mostrar sus inclinaciones políticas, sociales o económicas, si es que las tienen. La gente prefiere que se los guarden y luego tratar de identificarlos a partir de lo que los periodistas hacen o dicen; una práctica imprecisa y generalmente injusta. Buena parte de las audiencias, al menos aquellas que se pueden expresar por alguna vía, prefiere a los farsantes. Hay en los asuntos públicos (no veo por qué no en los privados) una cierta fascinación por los farsantes. Y entonces el público se revela fácilmente manipulable. Con experiencia, uso de ciertas herramientas comunicacionales y sentido común, un periodista podría impostar y tener un día a un sector comiendo de su mano y aplaudiéndolo, y, al otro día, cambiar de mirada, no por convicción sino en busca del reconocimiento de la otra parte, y lograrlo. Por eso, una vez que pudimos dejar de decir “la gente” y, gracias a la tecnología, empezar a ver qué opinaba parte de la audiencia, la sacrosanta credibilidad está en decadencia, se ha vuelto maleable, un arma de seducción en beneficio del engaño, según me parece.

Detrás de una decisión del periodista acerca de cómo actuar en su trabajo, juegan factores muy personales: su origen, educación, el momento de su carrera, el bolsillo, la familia, la capacidad de soportar el insulto de la horda que cada vez presiona y se hace sentir más. No se necesitan valientes, sino profesionales honestos, por eso nunca juzgo a la ligera la decisión de un colega. Personalmente, siento que haber llegado hasta aquí (sea lo que sea que eso significa) y que casi lo único que me despierta una intensa empatía, piedad e interés social, es la vida de los pobres, todo eso y más, me llevan a sentir que si no digo lo que pienso en temas que afectan precisamente a ese colectivo social, soy un embustero. ¿Habrá quien grite “foca”, “zurdo”, etc? Bueno, al que nació punching ball, no le importa llegar a bolsa de arena.

Un desastre, no legislativo sino político.

Hecha esta aclaración (¿justificación?), se viene el referéndum contra 135 artículos de la Ley de Urgente Consideración (LUC). Nació bastardo, errático, triste. Políticos mintiendo descaradamente de un lado y del otro. Un gobierno que, en vez de aprobar leyes puntuales sobre determinados temas, metió todo en una bolsa y se arriesga a que un fracaso electoral sea una granada de fragmentación que no le hará bien al país. Y una oposición que, en aras de lograr una amplia base de apoyo político y social, mezcló en la consulta asuntos que empíricamente se demuestran errados con otros que son un freno a los cambios en la educación y un desprecio por los consumidores, como es el caso de la portabilidad numérica. Y así varios. Además, los impulsores de la consulta ponen en riesgo que, ante una derrota, si la izquierda vuelve al gobierno y quiere cambiar la norma, se verá ante la situación de tener que ir contra un pronunciamiento ciudadano. Estar contra la LUC no significa estar a favor de los promotores del referéndum. En una instancia en la que se juegan aspectos vinculados a la vida, la muerte, la libertad, la violencia social, ambas partes admiten muy sueltas de cuerpo algo que, justamente al ser posiblemente cierto, revela la catadura institucional de esta consulta: es tan compleja de entender, que terminará siendo un plebiscito a favor o en contra del gobierno. Hermoso.

Pero nada de eso quita que algunos artículos de la ley, los más candentes, los relacionados a la seguridad, donde se juegan derechos elementales, la libertad, la vida y la muerte, me llevan a pensar que son una mala idea, una más en el largo collar de perlas ajadas que han sido las políticas sociales y de seguridad de los últimos 30 años.

Este fracaso ha sido letal para la vida de los barrios marginales. Pero uno podría decir que allí el fracaso del Estado es una sumatoria de factores, no lineales ni sencillos de articular. Sin embargo, hay otros lugares y otros fracasos donde el Estado debería ser dueño y señor, como las cárceles, adónde apuntan varios artículos de la LUC.

Parece haber un consenso social en que las cárceles son fábricas de violencia y universidades del delito. Pues bien, ¿qué hace la LUC? Lo mismo que venimos haciendo hace 30 años: aprobar medidas para que la gente esté más tiempo allí. No alcanza con una licenciatura en delincuencia, ahora vamos por el doctorado.

Nos llenamos la boca con la rehabilitación, con la cultura del trabajo, con el estudio. En algunas cárceles, solo el 4% de los reclusos estudian. Pues bien, la LUC echa por tierra la posibilidad de que delincuentes que cometieron delitos graves (y otros no tanto) —o sea, los que necesitan más intensamente de esa cultura del trabajo y del estudio—, puedan reducir la pena por los días que en prisión trabajen o estudien. Para expresarlo en la jerga adolescente: ¿Es joda?

Otro artículo de la LUC se resume así: si vendes droga en tu casa, vas a ser penado más seriamente. O sea, al gran narco, con depósitos donde guarda toneladas de droga mientras él vive en el lujo, se lo tratará más benévolamente que a quienes (entre ellas muchas jefas de hogar) tienen 40 tizas de pasta base pero la venden en su casa. No recuerdo alguna ley más explícitamente clasista, más estúpidamente ineficiente, más absurdamente represiva.

Dejo de lado en el análisis de la ley las potestades que se le están dando a una Policía que, por diversas razones, vive un momento complicado (y no hablo solo de los casos de corrupción). La Policía es una institución especialmente sensible al manejo y uso que de ella hace la clase política. Las señales de mano dura y de darle más potestades no siempre se decodifican bien. La alaraca que los políticos hacen del uso de la legítima defensa, una figura jurídica, no policial, puede dar a los uniformados una idea de vía libre que no es tal, porque, en el fondo, las razones que antes los podían llevar a prisión, siguen vigentes.

En resumen, una ley que hace lo mismo que se viene haciendo desde hace un cuarto de siglo. ¿Por qué ese empeño por recorrer un camino que solo nos ha dejado dolor?

Si Uruguay, que por sus características y tamaño podría lidiar con el delito y la violencia de una manera más eficiente que otros países, no se ha deslizado en una pendiente de marginalidad y violencia más aguda y acelerada, es gracias a las revolucionarias políticas sociales adoptadas hace un siglo. Tan potentes fueron, son, que soportaron 100 años de soledad. Pero ya no dan más.

Los trabajadores, amas de casa, estudiantes, empresarios, no hacen las leyes, no deciden dónde gastar el dinero público, no definen estrategias de Estado. Si ante la falta de líderes como los que hace un siglo sentaron las bases de esta sociedad, no surge una conciencia colectiva en la clase gobernante para encontrar políticas de Estado que eviten someter a la ciudadanía a decidir en las urnas sobre lo que no sabe, puede y debe, entonces la historia quizás los recuerde, sí. Pero no los recordará como a aquellos visionarios, sino como a los responsables de un problema que ya se atisba en el horizonte y cuyas dimensiones sociales e institucionales pueden llegar a niveles que el país nunca vivió, y que los nuevos líderes políticos parecen no atinar a comprender.