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Retomo el hilo de mis respuestas a los comentarios del Sr. Rubio (publicados el 12/1/2023 en esta misma sección) a propósito del libro de mi autoría Jugando con fuego (Universidad Claeh, Montevideo, 2022). Dada la extensión de dichos comentarios y la diversidad de los temas abarcados, me propongo concentrarme en aquellos señalamientos críticos que a mi juicio están asociados a malentendidos y confusiones, no descartando que ellos se originen en opacidades de mi propio texto, así como en ciertas referencias del Sr. Rubio, que francamente no logro entender cómo se relacionan entre sí, a qué conclusiones se pretende llegar utilizándolas como premisas y, sobre todo, qué tienen que ver con mis análisis del funcionamiento de los sistemas políticos en las democracias contmporáneas y su evolución en las últimas tres décadas. A continuación, transcribo aquellos pasajes que me resultan más desconcerantes y trato de responder a sus planteos.
I) “Desde 1924, gracias a los trabajos de la Western Electric Company y la academia nacional de ciencias de EE.UU., se sabe que, además de la estructura, influyen significativamente en las actitudes y los sentimientos de la gente, por lo que se estima que se debe ser más cauto en tales afirmaciones (…). Alineado (¿quién?) con los experimentos del año 1924, la neurociencia afirma que un individuo solo hace caso a lo que cree, que no son otra cosa que ‘hábitos de pensamiento’ (…), por lo tanto, las creencias determinan lo que es verdad o fantasía para una persona. Una persona a partir de sus creencias ‘crea su realidad’. Son siempre tus creencias las que dicen a tu cerebro (sic) qué es verdad y qué es fantasía, o sea ‘qué es verdad para ti’”.
A modo de convalidación, el Sr. Rubio cita algunos pasajes del libro En el limbo (Bachrach, Estanislao, Random House, 2021). A esta altura, debo admitir un doble desconcierto. Por lo pronto, me sorprendería mucho que los experimentos llevados a cabo por la Western Company en 1924 autorizaran conclusiones con tan inequívoco cuño solipsista, según las cuales cada persona, a partir de sus creencias, crea su propia realidad y, por lo tanto, es literalmente un idiota, en la medida que vive en su propio mundo, en aquel ambito al cual Heráclito designaba como un “idios kosmos”, un mundo privado, como el que habitamos en nuestros sueños y del que salimos al despertarnos para ingresar al mundo compartido con los demás, es decir, al “koinos kosmos”.
En segundo lugar, mi intriga aumenta porque no logro imaginar cómo se podría establecer alguna articulación inferencial confiable entre las afirmaciones de un neurocientífico acerca de los procesos de formación de la creencias en los individuos, por un lado, y, por el otro, cómo interactúan entre sí, a nivel colectivo: a) la sintaxis institucional que regula el funcionamiento de un sistema político; b) las prácticas y costumbres que tienden a consolidarse en los desempeños de los protagonistas de dicho sistema político, en particular, sus mandatarios, dirigentes partidarios, los voceros de las organizaciones de la sociedad civil, etc.; c) las convicciones predominantes en los distintos nucleamientos políticos acerca de cuáles son los mejores arreglos institucionales para promover una democracia sana y vigorosa.
II) El Sr. Rubio sostiene: “(…) la neurociencia afirma que (…)”. No soy experto en esa disciplina, pero a partir de las publicaciones de materiales accesibles a un público profano nada parece autorizar a invocar la palabra definitiva de la neurociencia sobre casi ningún punto y menos en cuanto al proceso de formación de las actitudes y los sentimientos de la gente. Desde 1955 en adelante y hasta el día de hoy he tratado de mantenerme al día con las tendencias más recientes y los aportes más significativos en materia de epistemología en general, epistemología de las ciencias sociales y de la conducta y no logro identificar menciones e indicios que registren los impactos revolucionarios de las investigaciones realizadas por la Western Electric Company en 1924 sobre las estrategias y programas de investigación en las ciencias de la conducta y de los procesos cognitivos.
III) En el capítulo Comentarios breves sobre diversos puntos de mi libro, el Sr. Rubio afirma: “Admiro a la gran mayoría de las personas que el autor incluye en el bando (sic) de los principistas, la mayoría son del siglo XIX y comienzos del siglo XX. ¿Cómo era el mundo en esos tiempos con respecto al de hoy? En los tiempos de José Artigas, héroe al que la mayoría admiramos, existía la esclavitud, ¿alguna vez alguien tildó a nuestro héroe de esclavista? Otra característica del grupo principista es que, a excepción de Berro, a ninguno le tocó gobernar”.
En este punto, mi desconcierto alcanza proporciones mayúsculas, al punto que no sé por dónde empezar a desenredar la madeja para rastrear la ilación interna de esos comentarios, para identificar las conclusiones a las que pretende validar con esas premisas y para determinar cuál sería su conexión pertinente con los análisis contenidos en mi libro. Por lo pronto, en ningún pasaje de este me referí a los principistas. Tampoco los incluí como formando parte de un “bando”.
En segundo lugar, la mayor parte de los dirigentes políticos y autores a lo que menciono en relación con el debate entre mayoristas y pluralistas pertenecen al siglo XX. Más aún, algunos de ellos están “vivitos y coleando” —como es el caso de Julio M. Sanguinetti, de Luis A. Lacalle Herrera, de Alberto Volonté, Ignacio de Posadas—, mientras que otros han fallecido recientemente, como es el caso de Alejandro Atchugarry y de Horacio Cassinelli Muñoz.
En tercer lugar, no logro adivinar la conclusión que el Sr. Rubio pretende autorizar a partir de su referencia a la posición oficial de Artigas sobre la esclavitud. Ya desde la época en que Artigas nació, avanzado el siglo XVIII, los defensores de la esclavitud se encontraban desafiados por una oposición creciente que reclutaba respaldos entre los más diversos estamentos de las sociedades europeas y americanas.
A partir de allí, la única conclusión que podría extraerse es que Artigas no estuvo en las filas de los más encarnizados defensores de la esclavitud, ni tampoco entre los que, como Benjamin Franklin, impulsaban su abolición como una cuestión moralmente inaplazable, en una época (1780-1790) en la que Artigas ya tenía más de 20 años, mientras que Franklin ya había vivido ocho décadas. En todo caso, me parecen condenados de antemano al fracaso los intentos de relativizar el valor de los aportes de pensadores o de dirigentes políticos a partir de su adscripcion de su trayectoria vital a determinado contexto temporal y espacial, como si alcanzara con haber nacido después para pensar mejor que nuestros antecesores.
En ese sentido, me limito por ahora a señalar que hay avances y logros que resultan a la larga irreversibles y que de la misma o parecida manera que siguen teniendo validez las demostraciones de Euclides (nacido en el siglo IV a. de C.), lo mismo puede aplicarse a los argumentos suministrados por Justino Jiménez de Arechaga (1850-1904) a favor de la representación proporcional y en contra de los sistemas mayoritaristas, a los argumentos de Martín C. Martínez (1859-1946) contra “los gobiernos que se rigen por calendarios” y los regímenes presidencialistas, a los argumentos de Robert Dahl (1915-2016) sobre “los mitos del mandato presidencial” y sobre las deficiencias de la democracia estadounidense, así como los de Bruce Ackerman (nacido en 1943 y todavía ejerciendo la docencia) en este mismo sentido.
IV) El Sr. Rubio parece inclinado a creer que disponen de mayor autoridad para opinar en torno a los distintos regímenes políticos quienes han pasado por la experiencia directa de ejercer cargos de gobiernos. “Otra característica del grupo principista es que, a excepción de Bernardo Berro, a ninguno le tocó gobernar. (…) se percibe que todos los ‘no principistas’ han ocupado cargos de gobierno, algunos más de una vez”.
Estas afirmaciones desencadenan múltiples problemas. Por lo pronto, dado que el rótulo de “principistas” ha sido siempre utilizado para referirse a una elite de dirigentes políticos con formación universitaria que se oponía a las practicas políticas caudillescas predominantes en su época, cabe inferir que el conjunto opuesto de los “no principistas” abarcaba a más de la mitad de la población —por lo menos— y que, por lo mismo, no parece razonable afirmar que todos sus integrantes —digamos así, todos “los candomberos”— “han ocupado cargos de gobiernos, algunos más de una vez”.
En segundo lugar, tendría que consultar a mis amigos historiadores, pero estoy casi seguro de que Bernardo Berro no figura como integrante del grupo distinguido específicamente con el rótulo de “principistas”. Y por cierto, Martín C. Martínez, quien inicialmente integraba el partido constitucionalista y a quien, por lo tanto, se le puede incluir entre los “principistas”, ocupó varios cargos de gobierno: integró el Consejo de Estado (1888) durante la presidencia de Juan Lindolfo Cuestas, fue designado ministro de Hacienda (1903-1904) durante el primer gobierno de Batlle y Ordóñez y luego (1916-1917) en el gobierno presidido por Feliciano Viera.
En términos más generales, la parte más difícil de sostener con argumentos sólidos es el supuesto que parece respaldar el Sr. Rubio, según el cual la experiencia de ocupar cargos de gobiernos aporta una carga de experiencia y de autoridad para opinar sobre los sistemas políticos mayor a la que podrían adquirir quienes se queman las pestañas a lo largo de varias décadas recogiendo sistemáticamente toda la información disponible —incluso los testimonios de los propios gobernantes— acerca del funcionamiento de dichos sistemas. Si uno tomara por bueno ese supuesto, tendría que concluir que las opiniones de George Walker Bush (presidente de EE.UU. entre 2001 y 2009) sobre la democracia estadounidense tienen mayor relevancia que las de Robert Dahl y Bruce ackerman.
V) El Sr. Rubio afirma: “Se sabe que el pasado no es un buen predictor del futuro, a lo sumo explica el hoy”. Esta afirmación contiene una contradicción flagrante. En la medida en que se supone que a partir del pasado es posible explicar el presente, se admite que es factible reconstruir aquel encadenamiento de conexiones causales legaliformes que permiten dar cuenta de la situación presente como el resultado de los dinamismos impulsados por dicho encadenamiento.
Y bien, si esa reconstrucción es viable para el presente, por ejemplo, hasta hoy, enero del 2023, ¿por qué no podría aplicarse a los cursos de acontecimientos posteriores a esa fecha? Tomemos el caso de las predicciones metereológicas. Si los expertos han logrado predecir la actual situación de déficit hídrico a partir de la información recogida sobre la temperatura del agua en determinadas zonas del Pacífico, utilizando un modelo que está basado en las leyes que rigen los intercambios termodinámicos en los fluidos, ¿por qué no podrían aplicar esas mismas herramientas para predecir los acontecimientos futuros? La única alternativa disponible para descartar la capacidad de predecir el futuro sería demostrar que a partir de enero de 2023 los componentes de ese curso de acontecimientos han sido alternados y que sus comportamientos ya no obedecen a esas leyes.
VI) A esta altura, solo cabe añadir, a modo de aclaración, que el razonamiento anterior no se aplica al objeto de mis análisis, es decir, al funcionamiento del sistema político uruguayo en las tres últimas décadas, por la sencilla razón de que nunca me propuse explicarlo como el resultado inevitable de los estados de cosas del pasado, sino como una opción deliberadamente asumida y justificada por la mayor parte de la dirigencia política nacional, como un libreto —la polarización binaria— que les resultaba y les sigue resultando cómodo y rendidor a dichos dirigentes y a muchos ciudadanos (y esto se aplica también al Sr. Rubio, quien dedica varios pasajes de su carta a mostrar las virtudes de ese modelo y la necesidad de recurrir a él).
El propio subtítulo de mi libro no deja lugar a dudas: al referirme a “las apuestas a la polarización del sistema politico uruguayo” no apunto a una reconstrucción causal, sino a una configuracion que se diferenció de otras posibles porque sus gestores así lo decidieron con plena conciencia y a la luz pública. Por lo tanto, seguiremos funcionando así mientras sigan prevaleciendo las mismas convicciones y las mismas reivindicaciones de las modalidades plebiscitarias de legitimación del ejercicio de la autoridad democrática.
En ese sentido, lo único que me cabe esperar es que no solo mi libro, sino también, y mucho más decisivamente, los testimonios y las argumentaciones de personas con mucha más idoneidad y elocuencia que yo terminen convenciendo a los dirigentes y a los ciudadanos uruguayos que están jugando con fuego y que al final se van a quemar.
A este respecto, resulta esclarecedor comparar las trayectorias recorridas por la democracia uruguaya y la neozelandesa a lo largo del mismo período, desde la década de los 90 del siglo pasado hasta el día de hoy. Mientras nosotros reforzamos los rasgos concentradores del régimen presidencialista mediante el balotaje y el respaldo plebiscitario del jefe de la rama ejecutiva, la ciudadanía neozelandesa se liberó de la trampa binaria del sistema británico para adoptar una réplica del modelo alemán de democracia pluralista, para poder así armar y desarmar coaliciones flexibles de gobierno con base en acuerdos pluripartidarios. Y bien, invito al Sr. Rubio y a todos los lectores de mi libro a comparar las trayectorias recorridas por la democracia uruguaya, por un lado y, por el otro, la neozelandesa y también —¿por qué no?— la alemana.
VII) Como autor responsable de mis afirmaciones, me siento desafiado por un señalamiento critico del Sr. Rubio: “El autor expone los temas, los pone en consideración, no los confronta con la realidad de lo que sucede”. La conclusión que extraigo es que, a pesar de mis esfuerzos por acumular elementos de juicio para convencer a mis lectores de la pertinencia de mis análisis y evaluaciones en torno al funcionamiento de nuestro sistema político, debo haber fracasado, ya que, al menos en el caso del Sr. Rubio —un lector atento que se ha tomado el trabajo de citar varios pasajes de mi libro y de señalar públicamente sus discrepancias—, los elementos de juicio aportados no lo han convencido.
Pecaría de soberbia si diera por cierto que mis prolijas argumentaciones en torno a diversos procesos recientes de deterioro de las instituciones y prácticas democráticas —en los casos de Chile, Perú, Argentina, Brasil, EE.UU., Gran Bretaña, etc.— han convencido o lograrán convencer a los restantes lectores. Por el contrario, todo indica que algunos de los motivos de discrepancia que esgrime el Sr. Rubio se alinean con ciertas corrientes de opinión que prevalecen en no pocos ámbitos de la población uruguaya.
Anticipando, pues, que otros lectores compartan las resistencias del Sr. Rubio o encuentren otros motivos para discrepar con mis conclusiones —en algunos casos me resulta fácil imaginar por “dónde irían los tiros”, ya que mi amigo Adolfo Garcé aportó señalamientos críticos muy atendibles—, solo me cabe esforzarme aún más para acumular evidencias complementarias que vengan a convalidar los rendimientos heurísticos y empíricos del marco analítico-evaluativo que propongo en mi libro.
Por lo tanto, en una misiva próxima aportaré elementos de juicio complementarios para confirmar hasta qué punto las observaciones comparativas y la experiencia acumulada han venido respaldando hasta ahora, y en forma crecientemente inequívoca, nuestros señalamientos precoces —a partir de la década de los 80 en el siglo pasado— con respecto a: a) las limitaciones notorias de los sistemas binarios de partidos y de los regímenes presidencialistas para procesar rendidoramente la agenda de cuestiones de incumbencia e interés públicos, y b) las vulnerabilidades de dichos sistemas y regímenes, sus propensiones a atrapar a las comunidades que los conjugan en un esquema de compartimentos estancos, en los que nadie escucha a las voces que provienen de otros compartimentos, en donde no hay márgenes para que sean tenidas en cuenta voces independientes y el nosotros ciudadano termina condenado a las oscilaciones erráticas y a la impotencia, a no aprender de los errores pasados ni a reformular el repertorio de sus problemas y de sus orientaciones programáticas.
Como contrapartida, solicito humildemente al Sr. Rubio y a mis lectores más renuentes que relean mi texto y que traten de rastrear allí algunas de las pistas que ofrecen los procesos recientes de deterioro de ciertas democracias acreditadas hasta ahora como experimentos democráticos pioneros y bien consolidados, a los que se supone que deberíamos de emular. Me atrevo a conjeturar que el paso del tiempo va a obrar a mi favor, que la evolución de los dos modelos básicos de democracia en las próximas décadas van a terminar acumulando una masa abrumadora de evidencias como para concluir que los diseños institucionales mayoritarios y en particular los presidencialistas fueron desde el inicio y hasta ahora una anomalía y una aberración, algo así como un rompecabezas desprolijo cuyas piezas resultan imposibles de encajar entre sí de una manera determinada y estable. No es casual, pues, que hayan dado lugar a una variedad inagotable de combinaciones forzadas e irrepetibles. Sin embargo, como no es válido invocar un futuro cuyos lineamientos ya estarían trazados de antemano, me comprometo desde ya a aportar otros elementos de juicio extraidos del pasado.
Así, pues, en mi próxima respuesta a “un lector atento” voy a tratar de reconstruir las sinuosas y desprolijas trayectorias recorridas por dos experimentos presidencialistas —el estadounidense y el uruguayo— con sus confusiones, erranzas y sucesivos reajustes, con la esperanza de que esa retrospectiva panorámica —a lo que considero una seguidilla interminable de tropezones y frustraciones— venga a reforzar los argumentos adelantados en mi libro. Y todavía espero disponer de espacio para cumplir con lo prometido al Sr. Rubio: hacerme cargo de los desafíos que plantean a las democracias el procesamiento maduro y rendidor de la confrontacion entre capitalismo y socialismo, sin desembocar en la polarización.
Carlos Pareja
CI 575.187-6