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    ¿Qué quiere decir decir?

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2175 - 25 al 31 de Mayo de 2022

    Se dice mucho que las redes han democratizado el debate, para bien y para mal. Para bien porque ahora tenemos un ágora global en la que podemos discutir todos los temas de interés común, una serie de plataformas virtuales en donde un señor de Singapur puede conversar con una señora de Lima sobre las perspectivas futuras de la industria de las manitas rascadoras de espalda o cualquier otra cosa que se les ocurra. Para mal, porque muchas veces ese intercambio termina siendo contraproducente, ya que en esas ocasiones la virtualidad termina promoviendo cierta furia que se traduce en insultos y agresiones y entonces la famosa charla termina en la nada. Y es que para muchos, redes como Twitter son el lugar en donde se pueden hacer las cosas que en la realidad jamás se harían.

    Sin embargo, y a pesar de todos los sesgos que se le puedan encontrar, es inobjetable que la tecnología ha facilitado el acceso a la información, a la discusión y que de mil formas nos ha acercado el mundo y, a la vez, nos ha acercado a él. Por eso nos sentimos implicados en los efectos de un terremoto en Mongolia, con las víctimas de un tsunami en Sumatra o con las elecciones en Islandia. De alguna forma no del todo clara, a veces por pura posibilidad de acceso, esos procesos ya no nos resultan tan ajenos y lejanos. Sin embargo, esa posibilidad tampoco nos ha convertido en expertos sismólogos o en politólogos con un máster en política islandesa. Tan solo nos coloca en la posición de conocer algo, mucho o poco, sobre lugares y experiencias que antes nos parecían distantes o sobre las que no había mucha posibilidad de obtener información de primera mano.

    Se ha escrito bastante sobre cómo esta posibilidad de acceder a la información no necesariamente se traduce en un mejor entendimiento de estos procesos, en buena medida debido a dos cosas: 1) la abrumadora cantidad de información a la que nos vemos expuestos muchas veces complica nuestra posibilidad de “entender” esos procesos que nos interesan cuando navegamos. Se hace necesario entonces desarrollar la capacidad de filtrar y verificar los datos y eso toma tiempo y esfuerzo; y 2) una cantidad de “información” que circula en el mundo virtual no es de hecho información sino material diseñado para desinformar, para hacernos dudar de todo aquello que encontramos al intentar informarnos. Las mentiras de toda la vida, en su versión 2.0, y que ahora llamamos “fake news”.

    Sin embargo, entiendo que más allá de estos dos problemas que podemos llamar externos, hay un problema previo a la hora de sentarse a charlar virtualmente con otros. Es un problema que no siempre es visible, preocupados como estamos precisamente por filtrar y por escaparle a las “fake news”, y es el del terreno común de los conceptos que usamos en la charla. Esto, que puede parecer algo abstracto, es en realidad un problema muy concreto que atraviesa la mayor parte de las conversaciones de redes y que muchas veces termina obturando la conversación que, deshilachada en malos entendidos, se extingue entre rezongos y malestares. Si no compartimos conceptos comunes es difícil saber siquiera de qué estamos conversando. Voy a poner un ejemplo muy reciente que, creo, sirve para ilustrar a qué me refiero.

    Hace unos días, con motivo de la marcha del 20 de mayo, se habló (yo lo hice) sobre el terrorismo de Estado y las responsabilidades del Estado con los familiares de los desaparecidos. En un interesante intercambio que sostuvimos con una economista, un ingeniero agrónomo, un sociólogo y una contadora, quedó en evidencia que ni siquiera existía un acuerdo en el centro de todo: que era el Estado. Es decir, algo previo incluso a discutir su responsabilidad en un periodo histórico determinado. Si no sabemos de qué hablamos, si no compartimos un terreno común en las definiciones más esenciales, ¿cómo nos vamos a poner de acuerdo en responsabilidades?

    Apareció allí la idea de que el Estado no es algo que prevalezca, unas instituciones que se crean, se desarrollan y existen más allá de lo que se haga con ellas. Algo así como que el Estado deja de existir cuando se rompen los roles institucionales establecidos por ley. Quienes ocupan ese no-Estado, serían así unos usurpadores sin relación con quienes antes estaban en el Estado y entonces estos últimos no tendrían ninguna responsabilidad respecto a lo que esos usurpadores hagan. Ese argumento se da de bruces con la realidad: muchos de quienes ocupaban las instituciones del Estado antes del golpe de 1973, siguieron ocupando sus lugares.

    Más interesante aún, en la inmensa mayoría de sus aspectos funcionales, el Estado siguió siendo esencialmente el mismo. Pervertidos, eso sí, los roles de la interna estatal: los garantes de la seguridad y la defensa pasaron a tomar decisiones de todo tipo y a perseguir toda clase de disenso, arrollando en su “tarea” a buena parte de las otras instituciones estatales y a la ciudadanía. Pero el Estado siguió siendo el Estado. De hecho, se puede decir que en los regímenes totalitarios y autoritarios lo que hay es un exceso de Estado, más que ausencia del mismo.

    Lo que esa charla parece revelar es que existe una confusión entre Estado y Estado de derecho, dos nociones cercanas pero no equivalentes. Efectivamente, durante una dictadura el Estado prevalece y, al mismo tiempo, le pasa por arriba al Estado de derecho. Esto es, ciertas instituciones del Estado, normalmente aquellas que tienen los medios para imponerse a las otras y a la sociedad toda, ocupan por la fuerza esos roles. Y en el proceso revientan todas las garantías colectivas que nos da el Estado de derecho, que dice que todos estamos sujetos a la ley común. Cuando se suspende la aplicación de la Constitución, el Estado de derecho desaparece. Ahora, eso no equivale a que desaparezca el Estado, más bien al revés: sin garantías legales quedamos expuestos a la voluntad de quienes manejan, de facto, los hilos estatales.

    Por supuesto, en asuntos sociales y políticos, las definiciones son más tenues que en las llamadas ciencias duras. Y muchas veces estas definiciones son poca cosa más que ideología con pinceladas de información. Pero lo cierto es que sin tener esos acuerdos mínimos (por ejemplo, de qué hablamos cuando decimos Estado), es muy difícil diagnosticar nada y mucho menos evaluar responsabilidades colectivas. Si no somos capaces de manejar definiciones básicas y creemos que los conceptos se pueden estirar para acomodarse a nuestras ideas previas, se hace muy complicada la construcción conjunta. Y eso es algo que no se arregla ni con más información ni con más redes sociales a nuestra disposición. A este paso vamos a terminar como en la canción del Cuarteto de Nos, preguntándonos: “¿qué quiere decir decir?”.