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    ¿Quién mata al toro?

    N° 1851 - 21 al 27 de Enero de 2016

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    Le clavó una nueva banderilla al lomo de la incultura. La ministra de la Suprema Corte de Justicia, Elena Martínez, lo hizo preocupada por la mala comprensión lectora, los errores ortográficos y la baja expresión oral y escrita de los estudiantes de Derecho. Y, aunque no lo dijo, consecuentemente, de los jueces. Lo dejó en negro sobre blanco en declaraciones a la revista “Tribuna del Abogado” del Colegio de Abogados del Uruguay (CAU).

    Pero esa banderilla no significa que la Corte esté dispuesta a lidiar al toro ni a matarlo. No es la primera vez que esa preocupación se hace pública. Como bien lo señala Martínez, el origen, la base, está en la mediocridad de quienes llegan a los estudios superiores con una deficitaria formación en Primaria y Secundaria, que no mejora en la Universidad. La Udelar acaba de revelar que 63% de los profesores no tienen experiencia. Recientemente un catedrático me comentó que muchos de sus alumnos no tienen actitudes responsables, de estudio ni de respeto; carecen de espíritu de competencia y en algunas pruebas responden, en parte, utilizando el lenguaje de los mensajes de texto.

    Martínez tiene una extensa y destacada trayectoria en la magistratura. Es una excelente redactora de sentencias, de las pocas de un número reducido. Está, por lo tanto, en una condición inmejorable para valorar. Pero la cuestión es otra: ¿cuánto les importa a los ciudadanos, a los políticos y a las autoridades de la enseñanza ese dramático diagnóstico? La degradación social y cultural ha llegado a tal grado que las preocupaciones por los patéticos reality políticos, las redes sociales o el fútbol están por encima de ese tema central para la sociedad y para la calidad judicial.

    La ministra se sumó a preocupaciones anteriores y reiteradas. El ministro Jorge Chediak dijo hace unos años que el nivel de los jueces está relacionado con el de los egresados universitarios. En 2013, durante un encuentro de la Asociación de Dirigentes de Marketing (ADM), Chediak añadió que no solo se escribe y se habla mal sino que “antes, perder tres o cuatro materias significaba que uno era un burro; hoy, el promedio de materias perdidas se ubica en seis o siete”. Los rebuznos se multiplican.

    Se refleja en las pruebas de ingreso al Centro de Estudios Judiciales (CEJU) donde se forma a los futuros jueces. Los resultados son elocuentes, dijo entonces su directora, Nilza Salvo.

    Similar angustia me expresaron hace poco el ministro Ricardo Pérez Manrique, que en febrero asumirá la Presidencia de la Corte, y el ministro penal Luis Charles, que representará en el CEJU a la corporación junto con delegados de la Udelar, jueces, ministros y el CAU.

    Hasta aquí mucha preocupación reiterada a través del tiempo pero poco o nada de fondo. Ni siquiera parches.

    La Corte no tiene facultades ni medios para tomar medidas sobre la enseñanza de base, pero sí sobre el CEJU. Si en este organismo que está bajo su órbita no se producen cambios de fondo, los jueces no solo serán jurídicamente mediocres —algo que ya admiten profesores y abogados veteranos— sino que también serán deficitarios en el uso de la lengua. No basta con haber reducido las exigencias de ingreso ni acentuar los aspectos prácticos sobre los teóricos. A los alumnos hay que obligarlos a tener un alto nivel y que aprendan a expresarse correctamente. Si no mejoran, a la calle. Que salgan a pelear por su salario del otro lado de las barandas de los juzgados y no a costa del ciudadano quien busca justicia y es, por otra parte, quien les paga sus salarios.

    En el CEJU existe permisividad. Los resultados de algunos módulos que allí se imparten demuestran severas carencias. Muchos pierden esas pruebas y deberían ser excluidos. En cambio, les dan una segunda oportunidad y tal vez una tercera. ¿Qué jueces de calidad puede tener la República con esas carencias en el uso de la lengua, el pobre conocimiento jurídico y la permisividad?

    Según Martínez, el Poder Judicial uruguayo es “prestigioso” y “sale airoso” cuando se lo compara con países americanos y europeos. Puede ser. No estoy tan seguro. Mirarse el ombligo es una filosofía incorporada en la historia del Poder Judicial y está vinculada al corporativismo.

    También destaca la ministra —como siempre lo han hecho varios de sus colegas— que existe “un bajo o bajísimo índice de corrupción” y que “sobran los dedos de una mano” para esos casos. Si se refiere a coimas, a apropiarse de bienes del Estado o a sentenciar por amiguismo, tiene razón. Pero la corrupción es mucho más que eso. Es, también, la arrogancia y el abuso de poder, como en Treinta y Tres y Paysandú; delinquir como el forense que falseó una autopsia (¿hicieron la denuncia penal?), el trato despectivo hacia justiciables y abogados; prohibir ingresar a audiencias públicas; que el juez llegue tarde a las audiencias; que falsifiquen fechas de los expedientes para ajustar los plazos procesales; conducir procesos con aliento alcohólico; utilizar el cargo para obtener prioridad en determinadas oficinas. Y en todo, el silencio cómplice del gremio. Es decir, de todos. Corrupción es degradación, vicio, desviación y turbiedad, entre muchas otras cosas. No es solo quedarse con dinero ajeno.

    Quizá algún día los ministros decidan blandir la espada de Temis, esa diosa que pomposamente representa a la Justicia, y terminen por matar al toro. Algún día. O tal vez no.