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    “Si consigo esa empatía con un tema instrumental, soy feliz”

    Nicolás Mora, guitarrista y bandoneonista anfitrión del Festival Internacional de Jazz?

    Junto con el bajista Popo Romano, Pipi Piazzolla (batería), Diego Urcola (trompeta) y el pianista David Feldman forman desde hace una década Amigos del Sosiego, la banda estable del Festival Internacional de Jazz de Punta del Este, que tiene lugar la semana próxima en la finca de Francisco Yobino (ver página 39). Nació hace 52 años en Montevideo, se crió y se formó como músico en Buenos aires, y desde que volvió, a mediados de los 90, es uno de los guitarristas de referencia en la escena uruguaya. Grabó tres discos como solista (La conversa, Candelino y A cuerdos) otros tantos en dúos y tríos junto con Fernando Goicoechea y Gustavo Etchenique, y en una decena más como invitado. En esta charla con Búsqueda, Nico Mora va y viene entre Buenos Aires y Montevideo, cuenta cómo una kermesse puede ser el inicio de una historia de amor eterno con la guitarra, cómo una ciudad puede prostituir al músico y comerse a la persona y cómo una película puede ser el comienzo de un romance con el bandoneón.

    —De casi no verse en el año pasan a tocar juntos en la inauguración (el viernes 3). ¿Cómo es esa historia?

    —Tuvimos varios recorridos musicales con el grupo. En un principio hacíamos más que nada músicas nuestras, y de a poco fuimos encontrando un territorio en común, algo típico en el jazz. De hecho, ensayamos muy poco. A veces el día antes. Si no, el primer encuentro es la prueba de sonido, el día inaugural. Con los años armamos un repertorio. Ensayamos en casa unos días antes de llegar, y cada año puede surgir un nuevo arreglo. En el jazz uno funciona como en un partido de ping pong. Sobre una base armónica, uno dice algo y el otro responde. La mayor parte se construye en el momento. Como en una charla, uno trae un viejo recuerdo, otro cambia de tema, otro golpea la mesa. Es fantástico. Durante dos horas casi no decimos una palabra, pero estamos hiperconectados. Estás muy pendiente y sensible de lo que el otro toca. Sí hay una jerarquía natural: el que da el discurso, el que cuenta su anécdota con la melodía o con un solo. El resto tiene que mostrar su manera de escuchar ese discurso, y cómo aporta su comentario o alguna acotación puntual.

    —¿Se pueden generar discusiones en un concierto de jazz?

    —Bueno, sí, muy humorísticas. Si vos decís “ay, el perfume de una rosa” y yo atrás toco “el perfume de una ciénaga”, podemos sentirlo como una humorada si logramos una conciencia colectiva. Ideas aparentemente contrarias funcionan de maravilla. Eso es mágico: se unen en forma muy permeable el plano individual con el de la escucha mutua. Generalmente estoy al lado del Pipi, es natural jugar con él. Con David, que está en la otra punta, intercambiamos a nivel armónico. Me gusta esperarlo y tocar en función de las frases que él tira en el piano.

    —Al festival viene lo mejor del jazz mundial y es proverbial la camaradería, arriba y abajo del escenario…

    —Es fantástico. Allí he hecho buenos amigos, de la región y de Estados Unidos. Me hice muy compinche con (el trompetista brasileño) Jessie Sadoc y con (el contrabajista brasileño) Guto Wirtti. Al compartir el mismo hotel estamos todo el día juntos. No hay divos, son cracks de verdad, no se hacen las estrellas. Eso sí, te cruzás con buenos excéntricos. El año pasado vino un cantante y pianista que estaba todo el día vestido con ropas brillantes. Se cantaba y se tocaba todo, terrible showman. Después caía a la piscina de sombrero con lentejuelas y charlaba con todo el mundo. En el jazz los más salados son los más sencillos. Hace pocos años estuvo Al Foster, un tipo que tocó con Miles Davis. Y ahí andaba, te saludaba y te conversaba como uno más. Se conmueven de verdad si les gustó algo que hiciste. No es ninguna pulseada una charla con ellos. “Si vas para allá, avisame y te venís a tocar”, te dicen. Son iguales a nosotros, solo que se tocan todo, y que están en el epicentro.

    —¿Cómo fue tu historia con la música?

    —Empezó en una kermesse en Buenos Aires, donde me crie, a la que fui con mis padres y me gané una guitarra (ríe).”¡Ahora tenés que estudiar!”, me dijeron. Al principio, como cualquier niño, era un juego. Pero vieron que tenía buena oreja, sacaba de todo, y me mandaron a una profe de barrio que andaba clarita. Mechaba la data de conservatorio, solfeo y clásicos, con Los Beatles, folclore, temas muy populares, que me enganchaban. Hasta la adolescencia fui bastante rockero, me encantaba Led Zeppelin y recién conocí el jazz como a los 15 años.

    —¿Por dónde le entraste?

    —Lo primero que me voló las chapas fue Weather Report, que es fusión pero es una gran puerta de entrada. Tenía curiosidad, intuición, y decidí estudiar en serio. Me gustaba explorar. Hice un bachillerato técnico, solo me faltó una materia para ser óptico, pero yo solo quería ser músico. Al principio quería tomar clases con David Lebón, pero no necesariamente el mejor intérprete es el mejor docente. Y di con Armando Alonso, un gran maestro de guitarra, no tan conocido, pero muy capo por su manera de ser y por los materiales que manejaba, en una época pre Internet donde pasabas meses para conseguir las fotocopias de un libro de los buenos. Durante dos años trabajé ocho horas para pagarme las clases; me costaban la mitad del sueldo. No dormía dos noches a la semana para poder practicar toda la madrugada. ¡Si estaría obsesionado! (ríe). Hasta los veintipico mis conversaciones eran solo de música. Enloquecido mal. Después te das cuenta de que no hace falta llegar a eso.

    —¿Qué guitarristas te marcaron?

    —De chico Jimmy Page, después John McLaughlin. Y al entender lo que hizo Jaco Pastorius con el bajo descubrí lo que mucho antes había hecho Charlie Christian con la guitarra y su influencia en la evolución de los estilos. No soy muy devoto suyo, pero es quien la llevó de mero acompañamiento al plano solista. Por supuesto, me enfermé sacándole piques y solos a Wes Montgomery, Jim Hall y Joe Pass. Y en el festival conocí a Paquito D’ Rivera, de cuyos discos me había aprendido y transcripto mil solos. Tocar con él siempre es increíble. Aunque la primera vez que me convocó, para una big band, la pasé horrible porque estaba con neumonía. Toqué volando de fiebre y después me internaron de urgencia.

    —¿Al volver a Montevideo empezaste con el candombe?

    —No, ya lo curtía en Buenos Aires, aunque no lo podía tocar mucho. De niño conocí a Rada, porque vivíamos cerca de la casa de Berugo Carámbula, en Devoto, donde siempre se hacían unas festicholas musicales bárbaras con los de Telecataplum, y siempre caía Rada; antes había llegado a ir Vinicius. Yo era un guacho y ahí conocí en serio la música uruguaya y la enorme semejanza entre la música brasileña y el jazz. La síntesis que hizo Tom Jobim es un disparate. Después comencé a tocar con Beto Satragni y Panchito Nolé, que eran la principal referencia de música uruguaya en Buenos Aires. Beto me apoyó mucho en mis últimos años allá, a principios de los 90. Vivía solo, mi vieja ya se había vuelto para acá, aún no tenía hijos. Estaba muy mal, andaba medio pasado. Buenos Aires me comió, es muy complicada, oscura y violenta. Estaba todo mal. Me había vuelto un prostituto musical, tocaba cualquier cosa, no me gustaba nada pero necesitaba tocar con esos cantantes melódicos horribles para sobrevivir. Y me dije, ¿qué estoy haciendo? Si quiero ganar plata, hago otra cosa, pero tocar esas basuras solo por la plata... Y Beto me rescató.

    —¿Cómo fue tu vuelta?

    —Fue un proceso, me llevó un tiempo. Primero venía solo a dar clases. Mi primer alumno fue Nicolás Ibarburu, que ya se tocaba todo y quería profundizar. Cuando tuve unos cuantos alumnos pude volver del todo. Estuve como 10 años para reconciliarme con Buenos Aires. Iba con Leo Maslíah a tocar y me volvía al toque. No quería saber nada, le huía. Ahora estoy un par de días y todo bien, pero igual siento su energía pesada. Montevideo es mucho menos agresiva, y ahora que vivo en El Pinar, estoy en el paraíso.

    —¿Y cómo apareció el compositor?

    —Siempre me cautivó la riqueza rítmica del candombe y sus mil variantes al mezclarlo con el jazz. Es el sonido original que podemos aportar. Para un extranjero es muy complejo encontrarle el swing y nosotros lo tenemos naturalmente. En Buenos Aires empecé a grabar lo que después fue La conversa, mi primer disco solista (para el sello Big World, del neoyorquino Neil Weiss), en el que cumplí mi sueño de tocar con Hugo Fattoruso. Uno se llama En el 65, por el kilómetro de la Interbalnearia donde vivía mi abuelo, en Los Titanes, donde pasé muchos veranos en mi infancia.

    —En un momento apareció el bandoneón, y desde entonces siempre lo tenés a mano…

    —Me gustaba el instrumento, no tanto por el tango, sino por su sonido. Allá por el 2001 había hecho la banda sonora de una película francesa, con Osvaldo Fattoruso y Mariana Ingold. Estaba por nacer mi primer hijo, no tenía deudas, y con esa plata me compré un bandoneón. No tenía idea, es el instrumento más difícil de tocar. ¡Es un bicho! Hoy está lleno de guachos que lo tocan, pero hace 20 años… solo los tangueros. A la semana que me lo compré me llamó el Tano Angelieri para que tocara un solo de bandoneón en un tema de su banda, Exilio Psíquico..., ¡en el Paraninfo de la Universidad! Yo apenas me había aprendido cinco notas: La, Si, Do, Re y Mi. Era lo que tenía y con eso encaré. Al poco tiempo me llamó Urbano y se fue corriendo la bola. A los tres meses Malena Muyala me invitó a tocar con ella en la Cumbre del Tango, en Granada. “Si yo hago los arreglos, dale”, le dije. Ensayamos todo ese verano y llegué a tocar cinco temas. No me siento un bandoneonista: soy un guitarrista con un poco de fuelle.

    —¿Sentís la docencia como una salida laboral o como una verdadera vocación?

    —Me encanta enseñar, y me compromete mucho. Es bien distinto a tocar. No es ir a buscar el mango. Más que clases de música son sesiones de autoconocimiento, para el alumno y para mí. De mis maestros aprendí a ser exigente. Me costó mucho, y ahora lo soy con mis alumnos. Aunque después no te vayas a dedicar a la música, de una clase a la otra tenés que venir con algo trabajado. Si no, me estás regalando el dinero.

    —¿Es ingrato vivir de la música en Uruguay?

    —Es muy difícil. Uno pone toda la dedicación, especialmente en las grabaciones. Te reditúa mucho en lo espiritual, pero no pidas buenos resultados económicos. Si no fuese docente no sobrevivo de la música. En Uruguay quizá solo los de la tropical y algunos del carnaval puedan vivir de tocar. Pero ojo, una canción como Amá, viví, gozá me trae el presente: es budismo puro. La toco y me olvido de todo. O me escribe uno por Facebook para contarme una cantidad de cosas que siente cuando escucha Sentadito en el tablado. Ese mensaje vale oro. Si consigo esa empatía con un tema instrumental, soy feliz. No me puedo quejar. La verdad es que me considero un suertudo.