La Bienal de Montevideo “El Gran Sur” podrá tener, como sin duda tiene, varios defectos. Pero hay dos virtudes que la convierten en un acontecimiento cultural de relevancia para el Uruguay. La primera es que se trata de la primera Bienal en la historia del país y que, por lo tanto, nuclea a un grupo rico y diverso de artistas extranjeros cuyas obras pueden disfrutar no solo los entendidos sino particularmente el público no especializado durante un período prolongado de tiempo (en este caso, hasta el 30 marzo de 2013 en el BROU, el Edificio Atarazana y la Iglesia San Francisco de Asís). Y la segunda es que su curador general, que comenzó a trabajar con los organizadores hace dos años, no es otro que Alfons Hug, un trotamundos que nació en 1950 en Alemania y que a lo largo de los años se ha convertido en un profesional prestigioso e interesado por el arte del mundo desarrollado pero también por el del emergente. Y no como una pose cool sino de un modo genuino.
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Ex curador de la Bienal de Curitiba, de la Bienal de San Pablo, de la Bienal del Fin del Mundo, de la Bienal de Cuenca, de la Bienal del Mercosur y del Pabellón Brasileño de la Bienal de Venecia, entre muchas otras cosas, este políglota que habla fluidamente en alemán, inglés, español, francés, portugués y ruso pero que, dice, tiene pendiente aprender italiano, es un licenciado en Lingüística y en Literatura Comparada, está cerca del retiro y actualmente vive en un hotel de Río de Janeiro, la ciudad donde se desempeña como director del instituto Goethe.
Poco antes del final del año 2012, y mientras todavía resonaban los ecos de la inauguración de “El Gran Sur”, Hug conversó con Búsqueda acerca de su trayectoria, de su pasión por los trópicos y de las fuerzas, a veces profundas y a veces superfluas, que impulsan al coleccionismo internacional.
—No necesariamente la crisis determina o influye decisivamente en la producción de arte. Pero respecto a su pregunta, aunque uno no sepa exactamente de dónde viene el zeitgeist, que es una cuestión filosófica difícil de definir y, por tanto, va un poco adonde quiera, está claro que hace diez años la pintura estaba mejor vista de lo que está vista hoy la instalación. Ahora bien: volviendo al tema de la crisis, lo que yo veo es que el material que se utiliza en lo mejor de la nueva escultura, no solo en Alemania sino también en China y en Brasil, es barato. En esta Bienal de Montevideo, por ejemplo, con polvo doméstico de valor cero un artista ha creado una obra de valor estético alto.
—¿No cree que hay algo de esnobismo en el hecho de que las artes visuales sean, como usted apunta, un “género sexy”?
—Sin dudas. Antes no creo que fueran tantas estrellas de cine a los openings, mientras que ahora uno siempre ve a Brad Pitt como coleccionista, algo contra lo cual no tengo nada porque además él debe ser una persona muy culta. Pero eso le ha traído al arte un poco de glamour excesivo, por decirlo de alguna manera.
—Damien Hirst es un ejemplo paradigmático del artista posmoderno dispuesto a realizar obras polémicas que están muy bien cotizadas pero que muchos críticos y artistas defenestran. ¿Cómo se explica, entonces, la devoción de algunos compradores de elite por sus animales embalsamados?
—Ocurre lo siguiente. Las primeras piezas de Hirst fueron consideradas por los críticos y curadores como obras de altísima calidad, a tal punto que llegaron a la Bienal de Venecia. Al inicio de su carrera, Hirst era un rebelde y los coleccionistas no lo compraban. Pero con el paso del tiempo su obra se fue haciendo más aceptable para el mercado, el propio artista cambió el estilo, es menos radical en su lenguaje y utiliza una estética más accesible, blanda y masiva. De todas maneras, estos son procesos inevitables. Y aquí en Montevideo ahora tenemos a un británico que mantiene su postura radical y su frescura: Darren Almond.
—Cambiemos de tema. ¿Por qué usted ha elegido la ciudad de Río de Janeiro para vivir durante los últimos diez años?
—Bueno, siempre he trabajado en países tropicales, primero en Indonesia, después en Nigeria y luego en Colombia, Venezuela y Brasil: soy un tropicalista de vocación. No había una necesidad física ni profesional de hacerlo, porque el Instituto Goethe da la posibilidad de trabajar en prácticamente todo el mundo. Esta fue una opción basada en el encanto que siento por los trópicos, en el hecho de que me siento mejor con el calor que con el frío y en la inspiración que me han generado algunas lecturas, en especial las de Joseph Conrad. Particularmente, Río de Janeiro es la ciudad que define el contenido, la estética y la sensualidad de los trópicos en el hemisferio sur. Y es la ciudad emblemática de Brasil, por más grande e importante que sea San Pablo. Además, a mí me interesa particularmente el elemento afro que encierra. Pero esta atracción general que siempre sentí como ser humano está cambiando con la edad, pues hoy no tendría problema en imaginarme en Berlín, durante el verano, o incluso en el Río de la Plata.
—Hablando de los trópicos, hace pocas semanas Mario Vargas Llosa escribió en Búsqueda una columna muy interesante sobre el viaje que Paul Gauguin emprendió hacia el mundo salvaje. ¿Qué lugar ocupa Gauguin dentro de sus preferencias personales y qué aporte cree que ha hecho al arte no solo estéticamente sino como factor de desprejuicio de los cánones occidentales?
—Me parece tan interesante y me gusta tanto lo que hizo, que hace unos seis años visité su casa en Tahití, la cual es un museo. Y también intenté llevar esa casa a Berlín para replicarla, cosa que no logramos por motivos logísticos. Aunque para ser completamente justos debemos decir que, cuando analizamos el modo en que Gauguin convivió con la población local, la conclusión es que realizó cosas cuestionables y que fue paternalista. De todos modos, desde el punto de vista estrictamente estético, su trabajo, su viaje y su investigación fueron muy fértiles. Y personalmente me inspiraron para el proyecto “Trópicos”, que se llevó a cabo en 2007 y en 2008 en Río y en Berlín, en el que no pudimos mostrar aquella casa pero sí pudimos mostrar arte antiguo tropical, particularmente de África, Sudamérica, Oceanía y un sector de Asia, en el Museo Etnológico de Berlín y con curaduría de dos especialistas en arte extraeuropeo antiguo y contemporáneo. Exhibimos todo mezclado, con obras que iban desde esculturas de Melanesia hasta videos de David Zink.
—¿En qué medida usted es un hombre sin fronteras?
—La verdad es que yo vivo en un hotel hace más de diez años, no tengo casa y también he vivido en hoteles en San Pablo y en Moscú. Yo puedo tomar mis dos valijas y marcharme a otro país: no siento la necesidad de permanecer en un lugar fijo. Aunque ahora soy más exigente y no iría a un lugar peligroso para mi salud. Por ejemplo, no viajaría más a un sitio donde hubiera malaria. Hay que intentar evitar algunas enfermedades como el dengue, que ya me agarré en Venezuela. Además, en 2015 me jubilaré. Y seguramente entonces viviré en Berlín, por lo menos en verano.
—¿Cuánto ha incidido a lo largo de su carrera el factor económico para que usted aceptara ser el curador de una Bienal determinada?
—Mi primera preocupación es cultural, artística y estética. Después uno ve cómo se realiza eso y con qué presupuesto. Aunque normalmente la idea original siempre es mayor porque normalmente hay limitaciones técnicas o logísticas. Pero nunca he tenido un piso económico. Por ejemplo, la Bienal del Fin del Mundo fue low budget y yo la financié con fondos que conseguí. Esto no quiere decir que con menos de treinta artistas se pueda hacer una Bienal. Lo ideal es tener por lo menos 50. Por ejemplo, la Bienal de San Pablo, que incluye un amplio staff, tiene un presupuesto total que excede los 10 millones de dólares.
—Algunos de los organizadores de esta Bienal de Montevideo no están directamente relacionados con el mundo del arte. A priori, ¿eso es negativo o positivo?
—Ni positivo ni negativo. Lo importante es que esa gente tenga un genuino interés en lo cultural y que vea el potencial que toda Bienal posee. La Fundación Bienal de Montevideo ha entendido que un evento de esta naturaleza es mucho más que una muestra de arte y que, por lo tanto, es relevante para el país. Después, que los organizadores estén más próximos o más lejanos al discurso artístico, no importa. En la Bienal de San Pablo, por ejemplo, se interesan desde personas que están vinculadas a lo artístico hasta banqueros.
—Usted opina que “toda Bienal debe tener un título bonito, un tema que no puede ser demasiado estrecho y un alcance global”, por lo que el porcentaje de artistas locales ha de ser bajo. Sin embargo, le mentiría si no le dijera que no le ha llamado la atención a mucha gente la ausencia en la Bienal de Montevideo de artistas uruguayos contemporáneos que son prestigiosos aquí y en el exterior, como Iturria, Atchugarry, Capelán, Camnitzer y Maggi. ¿A qué se debe?
—No puedo decir nada malo de esos artistas que usted ha mencionado, con algunos de los cuales he trabajado y a algunos de los cuales conozco menos. Pero en un equipo de fútbol entran once, no treinta, por lo que existe un límite siempre. Y tampoco podemos hacer un Salón Nacional. En definitiva, son opciones curatoriales en base no solo al concepto sino también a los espacios y a los caminos que decidimos tomar. Es difícil decir por qué Maggi sí o Maggi no. Pero lo que creo es que en el arte no solo debemos ocuparnos de los creadores consagrados, como Camnitzer, que ha tenido una exposición muy grande en el mundo, sino de aquellos emergentes que todavía estamos por descubrir.
Vida Cultural
2013-01-03T00:00:00
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