Nº 2135 - 12 al 18 de Agosto de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáA comienzos del mes de noviembre de 1926, la selección uruguaya de fútbol —que dos años antes había obtenido en Francia su primer título olímpico— golea a su similar paraguaya en Chile y gana, por sexta vez, la Copa América. Poco después José Ministeri, más conocido como Pepino, director de la murga Patos Cabreros, le pide a su amigo Omar Odriozola, nacido en Tacuarembó pero estudiando en Montevideo, que le escriba una letra alusiva a esa reciente conquista, para cantarla en el Carnaval del siguiente año. El joven accede y (según dicen, en una servilleta de papel en la mesa de un boliche) cumple con el encargo. Y nacen así las líneas de lo que luego habría de convertirse en el infaltable himno de las proezas futbolísticas uruguayas de todos los tiempos. Recordemos su estrofa más conocida: “Uruguayos campeones, de América y el Mundo / esforzados atletas que acaban de triunfar / los clarines que dieron las dianas de Colombes / Más allá de los Andes volvieron a sonar”. Aunque a esa fecha, aparte de varios títulos continentales, el fútbol uruguayo solo había ganado el título olímpico de Colombes, al eufórico criterio del letrista ello ya era suficiente para autoproclamarnos como “campeones del mundo” (no podía imaginar que cuatro años más tarde, en Ámsterdam, repetiríamos ese lauro olímpico, ni tampoco que en 1930 nuestra selección ganaría como local la primera edición de la Copa del Mundo, organizada exclusivamente por la FIFA, y que volveríamos a hacerlo veinte años después, en aquella histórica gesta de Maracaná).
Las generaciones de aquellas épocas tuvieron siempre claro que Uruguay tenía dos títulos olímpicos (los de 1924 y 1928) al que se sumó prontamente el título de primer Campeón del Mundo en 1930 y dos décadas después, el mismo lauro en el Mundial de Brasil. Pero, aún con esa visión bifocal, en el sentimiento popular campeaba la idea equiparadora de que, en realidad, teníamos cuatro títulos a nivel mundial (guardamos en el recuerdo que, al regreso de los héroes de Maracaná, el padre de uno de nuestros campeones declaró eufóricamente en una radio, que “éramos campeones del mundo por cuartamente vez”).
Con el tiempo los puntos se fueron aclarando debidamente, y quienes hicieron un análisis más profundo del tema (entre ellos varios versados historiadores del fútbol uruguayo) concluyeron que esa equiparación simplemente emocional entre los títulos olímpicos y los Campeonatos del Mundo era enteramente válida, y fundada además en precisas normas de la propia FIFA, que así lo reconocían. Hay en este sentido un documento fundamental. Esta institución se había fundado en el año 1904, teniendo entre sus expresos fines el de instaurar un Campeonato Internacional de Fútbol. Ello empero, no estaba por entonces en condiciones de hacerlo. Fue así que el fútbol irrumpió en los Juegos Olímpicos de Londres en 1908, siendo la selección del Reino Unido la que obtuvo el máximo galardón, lo que repitió cuatro años después en Estocolmo. Atento a esa realidad, la FIFA, en 1914, celebró un trascendental congreso en la ciudad de Cristianía (hoy Oslo) que resolvió que habrían de ser los torneos de futbol disputados en los Juegos Olímpicos los que habrían de representarla, en tanto no estuviera en las debidas condiciones de organizarlo por su cuenta. Ello, claro, con la expresa condición de que ese evento guardara concordancia con el Reglamento de la FIFA, en cuyo caso “la competición será reconocida como Campeonato Mundial de Aficionados” (importa señalar que por entonces, tanto la Federación Francesa de Fútbol como la FIFA, tenían en común un mismo dirigente excepcional: Jules Rimet).
Ahora bien: esa exigencia de FIFA no fue cumplida cabalmente en la siguiente competencia, los Juegos de Amberes de 1920, ganados por el local Bélgica (razón por la que este país nunca pretendió el reconocimiento como Campeón del Mundo). Ello recién habrá de ocurrir en la siguiente edición de Colombes en Francia de 1924, que, como es sabido, significó el primer lauro olímpico para Uruguay. Con la significativa particularidad de haberse obtenido en un torneo organizado y reconocido por FIFA y oficialmente considerado por esta como un Campeonato del Mundo. Y otro tanto, obvio es decirlo, ocurrió con los siguientes Juegos de 1928 en Ámsterdam (Holanda), ganados también por la selección uruguaya (debe señalarse adicionalmente que en estas dos oportunidades, las competencias de fútbol fueron disputadas íntegramente con anterioridad al inicio oficial de los propios Juegos). Ello, además, de tener la particularidad de contar, por vez primera, con representantes de varios países del mundo, y no solo europeos, como había ocurrido hasta entonces.
En adición a lo que viene de decirse, cabe señalar que los medios de prensa europeos de la época (en artículos que han sido reproducidos en varios medios nacionales), ya en ocasión de ganar la justa de Colombes, calificaban a Uruguay como “campeón del Mundo”, e incluso una publicación oficial de la Federación Francesa de Fútbol (coorganizadora junto a FIFA del campeonato olímpico de 1924), hacía mención a “Le Tournoi Mondial de Football”. Y calificativos de igual índole también aparecían por esa misma época en las más prestigiosas revistas de los países vecinos, El Gráfico entre ellos.
Sin embargo, le llevó hasta el año 1930 el tiempo para que la FIFA “se cortara sola” para preparar un Campeonato Mundial de Fútbol (ese fue el nombre oficial) distinto y separado a los tradicionales Juegos Olímpicos. Y fue nuestro país el elegido como sede, precisamente por la suma de logros ya obtenidos en las justas más importantes del mundo. Suyo fue el título de Campeón, el que habría de repetir veinte años después, totalizando así cuatro títulos de alcance ecuménico. Y, otra vez, los medios de prensa de todo el mundo recalcaron, en rara unanimidad, nuestra exclusiva condición de ser tetracampeones de fútbol del Mundo.
El penúltimo capítulo de esta historia arranca por la decisión del Ejecutivo de la AUF, presidido por Hugo Batalla, de pedir en 1991 la autorización de la FIFA (presidida por Joao Havelange) para colocar en la tradicional camiseta celeste —conforme a su propio Reglamento de Equipamientos— cuatro estrellas de cinco puntas, por haber ganado “una o varias ediciones anteriores de la Copa Mundial de la FIFA”. Ello fue oficialmente aceptado y, desde entonces, ellas lucieron en varias competencias internacionales, sin reparos de ningún tipo. Sin embargo, oficiosamente (no hubo ninguna comunicación oficial de FIFA) llegó recientemente la orden de rebajar de cuatro a dos esas estrellas, que serían solo las de los Mundiales de 1930 y 1950. ¿Por qué razón, de confirmarse la legitimidad de esa instrucción, la FIFA echó por la borda un criterio aceptado durante tantos años? Pero aún si así fuera, ¡a la AUF no le van a faltar espadas para luchar contra esa sorpresiva e injustificada decisión!