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    A dos clicks de distancia

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2091 - 30 de Setiembre al 6 de Octubre de 2020

    Allá por 1980, en la prehistoria, con mi generación de primero de liceo en el Centro Activo Freire (una secundaria y bachillerato activos de CDMX) hicimos una “práctica de campo” sobre el café. La idea de tales “prácticas” era hacer una investigación real sobre el terreno, como forma de hacer concretos los métodos de estudio y análisis que empezaban a enseñarnos en las clases. Pasamos una semana en la zona de Xapala, capital del estado de Veracruz. Allí visitamos ingenios cafetaleros, charlamos con los campesinos, con los técnicos del Instituto Mexicano del Café, con los responsables de los ingenios, con todas las personas que de una forma u otra se vinculaban con la noble bebida.

    Sin embargo, el trabajo de campo sobre el café no se resumía en esa semana. Ya de regreso a la capital, otra vez en clase, teníamos que seguir investigando otros aspectos, con la idea de usar todo ese material en un trabajo final que, en el caso de nuestra investigación, fue una película muy linda que, creo, desapareció. Mi equipo en particular tenía la tarea de investigar los aspectos comerciales del asunto, de hecho, nuestro tema era comercialización y consumo (por cierto, este dato me vino a la cabeza de manera random hace unos días, tras haberlo olvidado durante 40 años).

    En un tiempo sin computadoras personales, sin otro registro que el papel y, colmo de la modernidad de entonces, el microfilm, si uno quería encontrar un dato tenía que tomarse un bondi o el metro, viajar media hora y dirigirse a la oficina correspondiente, pedir permiso al encargado de la biblioteca o el archivo, meterse de cabeza en los libros, actas o lo que fuera y copiar esos datos a mano o, si había suerte, fotocopiarlos. Fuimos tantas veces al hoy extinto Instituto Mexicano de Comercio Exterior que el recepcionista nos saludaba de manera casi afectuosa cada vez que entrábamos al edificio: ahí iban otra vez esos casi niños, con sus carpetas y sus morrales, a sacar datos que nunca se iban a usar, excepto como parte de un método de enseñanza.

    ¿Para qué traigo este extenso recuerdo al presente? Para dejar asentadas tres cosas: 1) los datos existen, pero hay que buscarlos, 2) buscarlos y encontrarlos requiere de un método, y 3) no siempre los resultados de un trabajo son inmediatos. Lo hago también porque un intercambio que vi esta semana en Twitter me hizo acordar a esos tiempos en que saber no era algo al alcance de cualquier perezoso, como lo es hoy. Y lo hago porque constato, por enésima vez, que el perezoso se viene confundiendo cada vez más con el tonto y con el fanático, que es una variante radicalizada del tonto.

    Oscar N. Ventura, catedrático de la Universidad de la República con un sólido conocimiento matemático y que ha venido explicando de manera detallada diversos aspectos de la pandemia en curso, publica el siguiente tuit: “Y la ‘gripecita’ alcanzó su primer millón de muertos...”, enlazando otro tuit con datos de la Universidad Johns Hopkins. De inmediato aparece un montón de gente reclamando, indignada, por las implicaciones de su afirmación. Que, ojo, era un comentario sobre un dato, sobre una cifra, que nadie parece objetar. Bueno, nadie no. Los indignados señalan que no se sabe si los muertos eran “por” Covid o “con” Covid. Que un millón de muertos no es gran cosa siendo 7.000 millones como somos. Que sería bueno saber cuánta gente murió por influenza y que ese dato no existe. Que para saber si es peor o mejor que una gripe deberíamos saber cuánta gente muere por gripe cada año, pero que ese es un dato que no se sabe porque no le interesa a nadie. Que habiendo gente que muere por otras causas evitables no deberíamos seguir hablando sobre el Covid. En fin, lo que es habitual desde hace unos meses, cada vez que se comenta sobre la pandemia.

    De esa maraña de indignación y reto (no hay casi un solo usuario de Twitter que no use su cuenta para retar al que se le cruce) me llamaron la atención las más absurdas: que no se conocen los datos de muertes por influenza o gripe. Esos y otros cientos de datos sobre la influenza y la gripe son públicos y accesibles desde hace décadas. Para llegar a ellos no hay que ir a Xapala, Veracruz, o a la biblioteca del extinto Instituto Mexicano de Comercio Exterior a quemarse las pestañas en revistas, libros, diarios y microfilms. Alcanza con escribir en nuestro buscador predilecto: “Muertos por gripe 2019”, o el año que se quiera. Lo mismo con la influenza. Esa información está a un solo click de distancia. Un poco más complicado (pero aún sin implicar viajes en metro o bus) es encontrar información sobre si los muertos son “por” Covid-19 o “con” Covid-19. Informarse al respecto quizá necesite la abrumadora cifra de tres o cuatro clicks.

    Lo que sí es cierto es que el tiempo que se necesita para informarse seriamente es un poco mayor al que se necesita para descalificar una opinión cualquiera. Ahora, si el interés por un tema es tal que provoca ir a descalificar los tuits de un científico que viene informando de manera sólida sobre la pandemia, supongo que también basta como para hacer el ejercicio de leer e informase un poco antes de hacer el ridículo en las redes. O antes de reproducir lo que resuena en nuestra cómoda cámara de eco, sellada en su propio vacío, a un par de clicks de distancia de la increíble cantidad de información pública disponible.

    En el caso de la pandemia la información puede y suele ser compleja en términos lógicos y matemáticos. Se puede caer en errores como comparar el número de muertos totales, sin ponderación alguna. O comparar los muertos por Covid-19 con los de los accidentes de tránsito, que como son más, se nos dice, deberían ser atendidos primero, sin entender que los accidentes de tránsito tienen escasas posibilidades de aumentar de manera exponencial si no se toman medidas extra al respecto. En todo caso, esa complejidad sirve para testear la calidad de nuestras enseñanzas públicas, que son en las que se forman la mayor parte de las personas. Leyendo la mayoría de los gritos delirantes que se leen en las redes, no parece que nos esté yendo demasiado bien en el test.

    En una columna publicada en Búsqueda hace algunas semanas, Facundo Ponce de León señalaba que uno de los desafíos urgentes de nuestro presente es hacer compatible la velocidad de las redes, de la lógica comunicativa que emana de ellas y de la opinión que se forma a partir de ellas, con la lógica de la lentitud que deben tener los procesos legales para poder dar garantías a los ciudadanos. Es decir, cómo hacer para que la búsqueda de la satisfacción inmediata de nuestras demandas o preocupaciones no le pase por arriba a las lógicas que necesitan del tiempo, la reflexión y la pausa para poder servirnos.

    Algo parecido puede decirse de la necesidad de responder de manera inmediata, sin la menor reflexión, sin buscar los datos mínimos para armar un argumento, sin dudar, teniendo como única meta el retruque, la cachetada retórica y la confirmación del prejuicio propio. Si unos pibes de 12 años pudieron encontrar esa data en 1980, sin computadoras ni Internet, no debería ser tan difícil para los adultos del presente, que la tienen a dos clicks de distancia.