Acá nos conocemos todos

Acá nos conocemos todos

La columna de Facundo Ponce de León

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Nº 2082 - 30 de Julio al 5 de Agosto de 2020

A veces pasa que la publicidad, en su trabajo rutinario de vincular personas con productos, logra algo más. Desborda su cometido y conecta con una fibra íntima de la comunidad. Más allá del rédito comercial, recordaremos por años esa pieza, pasará a formar parte de nuestra idiosincrasia. “Acá nos conocemos todos” fue la campaña publicitaria de marca de refrescos NIX del año 2005. Puso en cuatro palabras un sentir nacional muy arraigado: somos un país de cercanía. El valor de encontrarte con cualquier persona y tener, a los dos minutos de charla, una lista de conocidos en común y parentescos lejanos vinculantes.

Como prueba podría decir que “conozco” a los tres creadores de esta histórica campaña: Claudio Invernizzi, Martín Carrier y Andrés Guidali. Recuerdo incluso haber visitado la agencia en aquellos años que era furor, y a cada rato un uruguayo decía: “(...) y sí, acá nos conocemos todos, como dice la publicidad”.

En su aspecto descriptivo de lazos, el hecho de conocernos entre nosotros debería ser una ventaja, allanar el camino para entrar en confianza. O, mejor dicho, deberíamos ya estar en confianza por ser pocos y conocernos. Pero hay un peligro en ese atajo, y es un peligro que se hace evidente cuando saltamos al terreno de la política, aunque opera también en otros ámbitos. Me refiero al hecho de bloquear la posibilidad de un encuentro genuino. Hay una frase popular que ilustra este problema: “Sacarle la ficha a alguien”.

Quizás notaron que escribí entre comillas la palabra conozco al inicio del segundo párrafo. Podría parecer raro, y hasta un poco rebuscado, pero es la llave de este problema político crucial. ¿Qué quiero decir cuando digo que conozco a alguien? ¿A partir de cuándo podemos decir que conocemos a una persona? ¿Cómo puede ser que “acá nos conocemos todos” y al mismo tiempo ese conocerse muestre su peor cara, que es la de etiquetar y prejuzgar a los demás porque se cree que “ya los conocés”?

Solo para hablar de la última semana: ¿conocíamos a Daniel Viglietti?, ¿conocíamos a Ernesto Talvi? Sí, pero también no. Hay que saber convivir con esa dualidad. Cuando creemos que le “sacamos la ficha” a alguien, cada encuentro solo sirve para reforzar lo que ya creemos que sabemos. Algunos siempre verán que Lacalle Pou es un oligarca, Manini un milico, Martínez un babafría, Mujica un guerrillero, Mieres un anodino, fulano un facho, mengano una foca, sultano un conservador. Validaremos nuestros prejuicios porque creemos que ya sabemos quiénes son esas personas. ¿Por qué sabemos quiénes son? Y bueno, porque acá nos conocemos todos.

La clase política también tiene su cuota de responsabilidad. Son muchos los políticos que creen tener la radiografía completa de todos nosotros. De ese modo, ya saben si quien los entrevista o escribe sobre ellos es de tal o cual ideología, de tal o cual familia, amigo de fulano o enemigo de mengano. Como parten de esa idea, todo encuentro queda viciado desde el principio. Los amigos les harán favores y los enemigos tenderán trampas. Y si no pasa así, es porque hubo una excepción que confirmó la regla. Entender la democracia así es asfixiarla desde el principio. Lo peor de todo es que algunos ven en su postura un signo de viveza y sagacidad, convencidos de que se las saben todas, socavando así el sistema que pretenden defender.

Aquellos que pegaron el salto del “acá nos conocemos todos” al “le saqué la ficha a todos” son los que vuelven opresiva la convivencia. Confunden la identificación con algo monolítico, inmutable, motivo de orgullo o desprecio, sin resquicio para la libertad y el encuentro genuino. El problema de fondo es filosófico y tiene que ver con una confusión con el tema del ser. Aquello que somos, aquello que nos define, es algo que nunca terminamos de saber, de asir, entre otras cosas porque se va construyendo, reinterpretando, descubriendo, desplegando.

¿Por qué esto es relevante en términos políticos? Porque significa que no podemos juzgar identidades, sino solo acciones concretas. En el ámbito de lo público, lo relevante no es lo que somos, sino aquello que hacemos con lo que somos. Esto significa que no puede ser motivo de orgullo ni de desprecio ser varón, mujer, LGTB, ateo o devoto, oficialista u opositor. Lo único que cuenta en términos de convivencia son las acciones y no la identidad. Que históricamente esto no se haya cumplido y se hayan valorizado algunas condiciones en detrimento de otras no significa que en términos conceptuales se pueda hacer esa valoración.

Tuvimos un ejemplo hace tres años, cuando la primera senadora transexual de Uruguay y la región, Michelle Suárez, renunció a dos meses de asumir el cargo por una denuncia de falsificación de firmas que terminó luego con otras acusaciones (estafa y falso testimonio). Lo triste es pensar que lo hizo porque es trans. Lo triste es pensar que merecía ser senadora por ser trans. Ambas frases comparten el error de basarse en la identidad y no en las acciones, que es lo único sobre lo que se puede juzgar. Las injusticias históricas que se heredan se cambian con acciones, no con identidades.

La identidad es un entramado inasible, como lo es la misma noción de persona, de dignidad, de fin en sí mismo que no puede ser instrumentalizado por nada ni por nadie. Claro, alguien podría discrepar diciendo que eso suena muy bien en teoría, pero en la práctica no podemos tener esa total apertura, ese juzgar despojado de toda identidad. Es cierto, y en buena manera las costumbres, los prejuicios, las narraciones colectivas, las historias familiares son ese lugar del que se parte y se presupone en cada encuentro. Pero es la pista de despegue, no el lugar de aterrizaje.

La sana convivencia requiere ciudadanos abiertos a la novedad, dispuestos a que quien está enfrente los sorprenda, les diga algo nuevo, interesante, desprovisto de intereses mezquinos e identidades presupuestas. En pocas palabras: que el otro no sea como lo esperábamos. Algunas veces esto puede implicar cosas negativas, pero muchas otras pueden ser gratas sorpresas, personas que tienen una potencialidad que no conocíamos, que tenían una fuerza escondida que sale a flote y cambia la configuración de las cosas.

La base para esos encuentros abiertos, libres, genuinos, novedosos y proactivos es una mínima dosis de confianza en las capacidades compartidas. En eso tenemos una ventaja estratégica como país: somos pocos. Acá nos conocemos todos. Eso es bueno para dar el puntapié inicial y abrir el juego. No para clausurarlo, sino para iniciar el derrotero.