N° 1990 - 11 al 17 de Octubre de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUn concierto mítico, como dicen que fue aquel de Lou Reed que me perdí por culpa de la lluvia. Pero esta vez el agua estuvo contenida por un dique llamado Nick Cave, que impidió la descarga del cielo a fuerza de autoridad, poesía y también actuación, en un recital en el que dominó las acciones y manejó los tiempos de principio a fin. Luego de una muy adecuada media hora de Buenos Muchachos, era el turno del músico australiano y los Bad Seeds.
Cave, con 61 años y envidiable estado atlético, salió al escenario del Teatro de Verano y se fue a cantar junto al público de las primeras filas, que de inmediato respetó su libertad de movimientos. Todos de pie en la misa de este artista con la suficiente energía —y distorsión— para calmar a los más roqueros. Los viejos tuvimos que aguantar en posición de firmes ante la presencia de un evangelista de oscuro saco y estética que pasaba revista, pateaba con sus zapatos relucientes, puteaba y escupía sin dejar nunca de entregar una música espesa, por momentos perturbadora, por momentos lírica, siempre extremadamente creativa.
A veces las delicadas armonías se disolvían en un tornado, una ira mayor que no se preocupaba por las formas amables. Cave danzaba alrededor de la fogata y relataba historias de nuestra naturaleza melancólica y trágica. Y cuando los devotos —en buena medida cuarentones faseados con sus paraguas a mano— temían ser conducidos a los peores círculos infernales, el músico les inyectó una seguidilla de baladas y los sedó, los arropó en sus brazos y les contó proezas angelicales de amor, llanto y balazos piadosos con final incierto. Su corazón era el sonido y la furia de la bestia domesticada por la civilización y el dolor, y tal vez por algún soplo divino.
En la pantalla lo veíamos en blanco y negro, rodeado por el público como un santo en un gran lienzo renacentista, arreglándose el pelito, mientras la tormenta se acercaba, esa tormenta que fue midiendo fuerzas con las propias de Nick Cave y acabó desatando un aguacero que más que un desafortunado fenómeno climático, fue un perfecto arreglo sonoro.