Nº 2215 - 2 al 8 de Marzo de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEs tan difícil saber cuándo y por qué empiezan las guerras, determinar las causas, el momento en que una simple controversia escala a disputa, se transforma en conflicto, se vuelve una conflagración. Es difícil, entre otros motivos, porque hay tantas versiones de la realidad como actores, como expertos, como observadores y cronistas. Las variaciones, las múltiples miradas que los neófitos leemos sobre una misma guerra nos recuerdan el relato de Ryunosuke Akutagawa, En el bosque, y la película de Akira Kurosawa basada en el mismo cuento, Rashomon.
Es el 24 de febrero de 2022. Son las cinco de la madrugada cuando impactan los primeros misiles en el territorio ucraniano, incluida la capital, Kiev. Unas dos horas después entra por la frontera la infantería rusa con sus camiones y tanques. Antes de eso, a las tres, Vladímir Putin había anunciado una “operación militar especial” en los territorios de Donetsk y Lugansk, donde el gobierno central y los separatistas llevan años de enfrentamiento. “He decidido realizar una operación militar especial para proteger a las personas que han sido intimidadas y sometidas al genocidio del régimen de Kiev durante ocho años”, dice el presidente ruso. Va a ser una operación rápida, dicen, algunos lo describen irónicamente como un desfile militar hasta la capital, o “tres días a Kiev”. El presidente ucraniano responde: “Ucrania se defiende y no renunciará a su libertad, sin importar lo que piense Moscú”. Después de ocho años de tensiones entre los dos países, ese era el comienzo de la guerra, o por lo menos el comienzo formal.
Hoy, mientras escribo esto, se cumple un año de la invasión de Rusia a Ucrania y nadie le ve el final. Se habla de una “cronificación”, una previsión de largo tiempo y con escasas opciones para la negociación diplomática. Una anomalía, algo que no sirve a ninguno de los actores. A Putin porque es lo contrario a la operación relámpago que había previsto, y el país no parece estar en una situación floreciente de medios para destinar al conflicto, aunque nunca se sabe. A Zelenski no le sirve por el deterioro progresivo que sufren las infraestructuras del país y porque cualquiera sospecha que las ayudas que recibe no serán infinitas. Es inquietante pensar en ese escenario, aunque ya lo hemos visto en otras regiones como Congo, Filipinas, como fueron Colombia y Yemen: guerras olvidadas o silenciadas o latentes. Guerras que van y vuelven periódicamente, como fogatas mal extinguidas.
Si la guerra se cronifica, es fácil sospechar que también se alargará la crisis energética, la escasez de cereales en el mundo, la crisis humanitaria y política. Y ni que hablar de la democracia, que es uno de los primeros valores que se sacrifica en el altar del conflicto, sea del lado que sea.
Hoy, a un año, no tenemos nada que celebrar, y mucho que lamentar.
Entonces, ¿por qué continuar esta guerra si aparentemente a ninguno de los actores le sirve? ¿En las guerras todos pierden? Todos no, casi todos, y acá imaginemos al señor Burns —aquel personaje de Los Simpsons— frotándose las manos. No hay que ser un genio para sospechar que las empresas de armamento están haciendo su agosto con ganancias por encima del 300% respecto al año anterior. La temporada de bonanza del negocio no hace cuestión de bandos: empresas alemanas, francesas y chinas registraron subidas espectaculares, y la cotización de la mayor compañía rusa del sector, Almaz-Antey, ha visto dispararse sus beneficios. Estados Unidos se lleva la parte del león, y a los beneficios que está obteniendo por la venta de gas a los países de la Unión Europea, suma las ganancias de una de sus principales industrias exportadoras, la bélica. Visto el consenso de los socios europeos de la OTAN de alcanzar el 2% de sus PBI en inversión militar, actualmente se plantean dificultades para atender un pico de demanda de material bélico que ha llevado a varios países a alertar por problemas de reposición de sus arsenales.
Según el último informe del prestigioso Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), el gasto militar mundial supera los 2 billones de euros y la perspectiva es que siga creciendo en 2023.
Frente a la cuestión ambiental la guerra puede tener consecuencias inimaginables, para empezar por la medida cortoplacista del restablecimiento del carbón como fuente de energía legítima ante el encarecimiento del gas y del petróleo, aun cuando es la más contaminante no solo para Europa sino para los 8.000 millones de personas que habitamos la Tierra.
Dice Emmanuel Todd, politólogo francés: “Esta guerra se ha convertido en existencial para Estados Unidos. Como Rusia, no puede retirarse del conflicto, no puede rendirse. Por eso estamos ahora dentro de una guerra sin fin, dentro de una confrontación cuyo resultado debe ser el colapso de uno u otro”. Terrible panorama.
Más allá de los deseos de 141 países de la ONU de que cesen las hostilidades y se produzca el retiro de tropas invasoras de los territorios ocupados, más allá de mis propios deseos de que haya una reducción del armamento mundial y de que se suscriban tratados de no agresión entre los países, me planteo qué beneficios económicos y geopolíticos harían atractivo el tablero de la paz. Sospecho que la alternativa al canto de sirenas del dinero que produce el conflicto va a ser muy difícil.
Sin embargo, hay esperanzas de paz en varios lugares del planeta, avances en acuerdos en países como Colombia, Yemen, Libia, Siria o Etiopía.
Y ahí está la guerra de verdad, la que da carnadura a las teorías frías, el enorme sacrificio de los que sufren; ahí están los muertos, los desplazados, heridos y huérfanos, la gente que sobrevive entre los escombros. Y aunque este aniversario sangrante no traiga consigo una salida, por ellos y por su sacrificio, no hay derecho a abandonar la esperanza de la paz.