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    Aquel que pudo más

    Nº 2208 - 12 al 18 de Enero de 2023

    He escrito repetidamente que durante el período entre aproximadamente 1955 y mediados de la década de 1960, el tango clásico sufrió para mantenerse, más allá de los sonoros, variados y revolucionarios aportes de Piazzolla, y pareció acercarse al final.

    ¿Hechos? Salgán disuelve su orquesta, Troilo transforma la suya en un cuarteto y sobreviven apenas D’Arienzo, Pugliese y De Angelis, junto a solistas de variopintos estilos. Es el tiempo en que el colombiano Ricardo Mejía, gerente de la sucursal de RCA en Buenos Aires, en un acto paranoico poco conocido, quema todos los archivos tangueros. Es el tiempo del arribo de ritmos como los de Bill Halley y sus Cometas y Elvis Presley, para dar empuje en el Río de la Plata al “rock nacional”. Es el tiempo del Club del Clan con Johnny Tedesco, Lalo Fransen, Palito Ortega, Nicky Jones y otros —Lavié, Rivas, Fabián, Novarro— que poco más tarde cambiarían de ruta. Y es el tiempo en que el tango, luchando por sobrevivir, hace una contorsión que obliga a sus compositores a crear obras con una tendencia “abolerada” para no perder definitivamente el tren: así surgen El último café, Perdóname, El trompo azul y Ventanal, entre tantos más.

    ¡Ah, las trampas de la memoria! Dejando a un lado a Piazzolla —su extensa peripecia, sus revoluciones y su éxito harto conocidos, como también contradichos precisamente durante esa crisis— muchos han disuelto en el olvido a músicos que nadaron contra esa corriente y, con obras memorables, sostuvieron la esencia del tango clásico.

    Solo rescataré un ilustre ejemplo: Julián Plaza, bandoneonista, pianista, compositor y arreglador nacido en 1928 en La Pampa, Argentina, y muerto en Buenos Aires en 2003. Vivió como un músico de ideas insobornables, paseando su personalidad por las principales orquestas de la década de 1940 y convirtiéndose, según una expresión periodística, “en la punta de lanza de la llamada generación del 55”. Trabajó con las orquestas de Osvaldo Ramos, Donato, Rodio, Caló, Di Sarli, Pugliese y armó, con otros cinco compañeros que abandonaron la agrupación del autor de La Yumba, el Sexteto Tango, para concluir su ruta creativa y su propia vida al frente de un octeto. Como compositor, influenciado por la música pampeana, hizo tangos y milongas que quedaron en la mejor historia: A lo moderno, Sensiblero, Danzarín, Melancólico, Disonante, Nostálgico, Buenos Aires-Tokyo, Cuánta angustia, Color tango, Dominguera, Payadora, Morena y Nocturna.

    Es solo una opinión, pero el tango que mejor lo define es Danzarín.

    “La melodía se me ocurrió mientras volvía, a las tres de la mañana, después de actuar con Rodio en el cabaré Empire. Me quedó la imagen de los bailarines, como buscando que la música los llevara a los tiempos anteriores, donde era fácil crear un estilo general con matices propios, pero siempre disfrutables para las parejas. Acá algunos buscaban ‘bailar al piso’, otros hacer cortes y quebradas y muchos andaban a los saltitos y tropezando. Terminé creando una pieza con una parte sentimental, apropiada al baile sensual y otras dos con distinto tratamiento rítmico, ora más juguetona, ora más tanguera. El tango maduró entre invierno y primavera de 1955. Y, bueno, fue un éxito en ese tiempo complicado y hasta ahora…”.

    Danzarín sigue siendo —lo comprobé el fin de semana, en un salón montevideano, aunque lo mismo ocurre en Buenos Aires— el tango preferido de los bailarines que quieren lucirse sin locuras coreográficas, con pasión y armonía corporal.

    Dicen que la mejor versión es la de Aníbal Troilo, que llamó a Plaza para que le arreglara el tema al estilo de la orquesta que había rearmado: “Pichuco tenía mucho criterio. Corregía poco, pero siempre con precisión. Me cambió el arranque poniendo ahí la segunda y tercera parte y cerrando con la melodía que yo había desarrollado al comienzo. Anduvo bien. En el estilo Pugliese las cosas eran más difíciles, porque lo que está escrito en las partituras no es lo que finalmente suena, aunque parezca raro. Hay que estar en la ‘cocina’, atento, para entender a Osvaldo. Para mí, todo se hace distinto a las demás orquestas por el uso del rubato de modo insistente”.

    Cuando se indica “rubato” en un pasaje, las notas de la melodía no deben ser tocadas con la duración con que han sido escritas: se alargan unas y se acortan otras. Pero hay que compensar: si se alarga una, se acorta la que sigue y lo mismo al revés para mantener el tempo. Los músicos sugieren que su uso da más expresividad al tema.

    ¿Usted qué opina, lector?