Nº 2135 - 12 al 18 de Agosto de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCambian los días, las semanas y se repiten las formas. Aparece un escándalo, después una denuncia. Luego una irregularidad, más tarde un escrache en las redes. Los hechos pasan, pero la forma de pararse frente a ellos siempre es idéntica. La primera y única consideración parece ser la de saber a quién pertenece el sujeto del escándalo, la denuncia, la irregularidad o el escrache. A qué bando ideológico pertenece, quiero decir. Porque dependiendo de esto será importante o no el hecho en sí. Si se trata de uno de “los otros”, se dará por buena la denuncia, escrache, etc. Si es de “los nuestros” se comenzará en cambio a señalar operaciones políticas, intentos de desprestigio, etc.
No es un fenómeno nuevo, ocurre desde que vivimos en sociedades diversas y complejas. Lo que sí resulta relativamente nuevo es la posibilidad que nos ofrece la tecnología de ver claro ese maniqueísmo. Aquellas posturas que eran ejercidas de manera más bien interna o cercana (se discutía en familia, en el trabajo o en el interior de una organización) se expresan ahora en el ágora global de las redes. Que, es verdad, no es tan global. Por ejemplo, a Twitter, seguramente la red más virulenta de todas, asistimos una porción relativamente pequeña de los ciudadanos de este país.
Dicho esto, aun siendo una pequeña parte del total de ciudadanos, es un hecho novedoso que exista ese espacio de debate, si es que se lo puede llamar así. De hecho, funciona mucho más como una tribuna de estadio en donde no existe la distancia ni el respeto y desde donde se puede escupir al que está sentado al lado, a ver si este nos escupe también. Es verdad, en ese estadio también hay hinchas mesurados que no escupen y que a veces hasta logran conversar con un hincha del cuadro rival, intercambiar, no ponerse de acuerdo y seguir mirando el partido. Pero es innegable que las escupidas proliferan, aunque más no sea por el carácter impersonal del contacto: en el estadio real se puede recibir una torta al escupir al de al lado, en las redes no.
Lo novedoso es también que la lógica del gargajo veloz y no razonado se viene extendiendo a espacios más tradicionales, en donde la norma era lo contrario: si estoy en el Parlamento es porque me interesa encontrar puntos de acuerdo con quienes no piensan como yo. Y es que al Parlamento no se va (¿iba?) a destruir al rival ideológico, sino a debatir y tratar de construir puentes. Al parlamentario le viene en el sueldo la intención de lograr acuerdos. Si no posee ese talante, con seguridad esa persona debería trabajar en otra cosa. En algo en donde pueda escupir a gusto y sin faltar el respeto a quienes lo pusieron allí para negociar.
Es cada vez más frecuente leer tuits de representantes que, por ejemplo, en plena interpelación se insultan con terceros en vez de escuchar la respuesta a las preguntas que acaban de hacer. O representantes que, en un ejercicio de desdoblamiento de personalidad notable, pueden llamar a la búsqueda de acuerdos cuando hablan con la prensa y hacer exactamente lo contrario cuando escriben en las redes. El problema, obvio, no son las redes, apenas otro recurso tecnológico (el enésimo) que usamos sin una ética sensata para su manejo. El problema entonces es que esa lógica del insulto enloquecido y antipolítico (sin búsqueda de acuerdos no hay política) se viene extendiendo al resto de nuestros espacios de intercambio.
Unos espacios que de por sí están bastante desgastados por las lógicas partidarias, como señalaba en la columna de la semana pasada. Y es que los representantes no crecen en un árbol, sino en la ciudadanía. O, siguiendo con la metáfora arbórea, la fruta nunca cae lejos del árbol: los representantes se comportan así porque los ciudadanos somos así. Sería deseable que los representantes fueran mejores, pero, lo sabemos empíricamente, no siempre es así. Entonces esos ciudadanos que nos representan (y que no están solo en el Parlamento, sino en todas las organizaciones que nos hemos dado en las democracias liberales) empiezan a seguir la misma lógica de brutalidad que el resto.
Quizá sea así porque el precio de arriesgar una mirada propia o de plantear un punto de vista que contemple al otro, al que piensa distinto, es muy alto. Es muy común que si alguien cuestiona ciertas ortodoxias o no acepta el grado de violencia existente, de inmediato sea acusado de estar haciéndole el juego al enemigo. Se dirá que esa idea es un exceso en una sociedad democrática como la nuestra, en donde existen un montón de poderes de los más variados colores que se contrapesan y se moderan unos a otros. Pero para la lógica de tribuna esa variedad y esos contrapesos son precisamente el problema. Viendo el odio tribal que destilan las redes, pareciera que lo que se busca es eliminar al rival, como si en vez de jugar con los demás equipos en una liga más o menos justa lo que se deseara fuera la desaparición de dicha liga.
Esa lógica virulenta, sin ética ni la menor conciencia democrática (y muchas veces sin siquiera identidad real) puede ser buena para soltar unas risas en Twitter con los coleguitas ideológicos, pero resulta nefasta cuando se trata de encontrar acuerdos en los ámbitos que creamos precisamente para encontrarlos. Peor aún, reduce todo el intercambio a una cuestión reactiva: percibo un ataque violento, respondo con más violencia. Deja de importar el hecho que está detrás de lo que percibo como un ataque. Y ahí está la madre del cordero: si nos limitamos a intercambiar puteadas, los problemas que originan las batallitas en las redes seguirán allí. La corrupción, el amiguismo, el uso del Estado como si fuera patrimonio propio, el doble discurso que habilita a “los míos” a hacer cualquier cosa mientras uso la mejor lupa para medir los mismos asuntos en “los otros”, todo sigue su rumbo, intocado y sin el menor control ciudadano.
Por poner un ejemplo, Uruguay ocupa un lugar relativamente bueno en cuanto a percepción de la corrupción. Sin embargo, cuando se trata de mirar lo que han hecho “los otros” en ese tema, suele saltar una jauría ultraideologizada que desmiente tal percepción. Me recuerda a algo que contaba el sociólogo Rafael Bayce en una charla sobre seguridad hace muchos años: la percepción general era que crecía la inseguridad, pero cuando se le preguntaba a la gente por su barrio nadie la veía crecer. Y eso ocurría en todos los barrios. Aquí ocurre el inverso: no nos percibimos como corruptos, pero estamos convencidos de que “el otro” siempre es corrupto, sin que importen demasiado los hechos.
No deja de ser contradictorio haber desarrollado una constelación de poderes y contrapoderes que, de manera elástica y móvil, van dando cuenta de las distintas sensibilidades existentes en nuestras sociedades democráticas para, al final, terminar prescindiendo de los hechos, que son la única forma certera de tasar los resultados de las ideas en el mundo real. Si no aceptamos que vivimos en sociedades en donde nada puede jugarse al todo o nada y seguimos apostando por ese nefasto “los míos” y “los otros”, seguiremos apenas arañando la superficie, sin rozar siquiera nuestros problemas de fondo.