N° 2050 - 12 al 18 de Diciembre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLos cuadros que en la segunda mitad del siglo XVIII se exhibían en el salón Carré del Louvre presentaban una curiosa armonía: todos se apilaban unos sobre otros en una suerte de cascada que desafiaba la atención y la precisión de la mirada. La gente que se detenía ante ellos debía ensayar una extenuante gimnasia de concentración para no derivarse de un cuadro a otro, de tan cerca que estaban. Entregarse a la contemplación, hacer el vacío y comenzar a navegar por entre los matices de los trazos y de los juegos de las luces y de las sombras era toda una proeza en medio de ese festival de obras agolpadas. Aun así, se conseguía disfrutar, aprender, imaginar, estimularse y consecuentemente agradecer: el color y la forma, el alma de cada pincelada se hacía presente en la ceremonia y nadie se iba sin su porción de luz, sin su parte en la aventura que estaba comenzando para el mundo.
Y allí, por espacio de varias horas durante algo más de un mes, todos los días estaba Diderot con su lupa y sus cuadernos mirando cada detalle, tomando notas, conversando con los visitantes, dialogando frecuentemente con los artistas. Al cabo de esas jornadas comenzaba a escribir sus informadas cartas que serían los primeros textos formales de crítica de arte. Según las definiciones clásicas, Diderot se sirve de dos métodos que parecen antagónicos para presentar sus impresiones: por un lado ensaya la perspectiva analítica y, por otro, como si esta dejara algo por decir, trata con el método poético, esto es, con la reconstrucción literaria de lo visto y de lo entrevisto en las obras.
En el caso de la primera de las perspectivas, digamos que está más cerca de los métodos clásicos, es más bien una descripción enumerativa: para citar solo dos ejemplos, Diderot usa fórmulas tales como “vemos a la derecha” o “un poco más a la izquierda en el fondo, destacándose por su fuerte azules…”. En esta zona de sus trabajos es minucioso, bastante objetivo en los juicios y con fuertes apuntes que denotan que ha estudiado o se ha interesado en algunas técnicas.
Cuando pasa a servirse de la perspectiva poética, en verdad se pone a los bordes de la crítica de un modo que hoy podría parecernos inaceptable, aunque en su pluma todo luce… Su afán por transmitir lo vívido lo lleva a idear situaciones o alegorías o interpretaciones que se salen del marco del cuadro y entran en los fueros del propio autor sin que siempre se vea el origen de esos encadenamientos de figuras y recursos narrativos. En un momento se explica, argumentando que los críticos y los artistas comparten el común propósito de “animar las cosas muertas”. Dice más al respecto: “El crítico tiene ante sí objetos de arte sin movimiento, sin vida, y el lector, mientras tanto, no tiene nada delante de los ojos. El trabajo del crítico consiste en hacer que las obras sean vivas y consigan hablarle al que no está ante ellas. Por eso el crítico apela a sus sentimientos, discute con los personajes, imagina historias, para que su lector pueda imaginar, conocer y sentir mejor el trabajo que no ve”. Uno de los resultados más frecuentes de esta generosa pretensión es que sus sentimientos y la variedad de sus sensaciones aparecen por delante del valor de la tela, se confunden con ella y en rigor no sabemos si estamos con las magníficas naturalezas muertas (que sirven de base y anticipan un siglo antes a Cézanne) de su buen amigo Jean Baptiste Chardin o con la perplejidad admirada y entusiasta del escritor.
Hacia 1763 escribe sobre las preferencias de su estilo para tratar con las exposiciones del Salón: “Para describir un Salón a mi gusto y al tuyo, ¿sabes, amigo, qué debería tener? Todo tipo de gustos, un corazón sensible a todos los encantos, un alma susceptible a una infinidad de entusiasmos diferentes, una variedad de estilos que respondieron a la variedad de pinceles; puede ser grande y voluptuoso con Deshays, simple y cierto con Chardin, delicado con Vien, patético con Greuze, produciendo todas posibles ilusiones con Vemet”.
Estos trabajos de Diderot (Salons de 1759, 1761, 1763 et essais sur la peinture, PUF, París, 2007), por la sagacidad de sus observaciones, por el tono a menudo reflexivo con que se vierten, no desmerecen sus obras mayores, y además son imprescindibles para trabar contacto con ciertas firmas que el viento o a la ingratitud se han llevado.