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    Artigas: centenario sin pena ni gloria

    Nº 2255 - 14 al 20 de Diciembre de 2023

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    Hace 100 años se inauguraba el monumental Artigas de la plaza Independencia, obra del gran escultor italiano Angelo Zanelli. Una multitud colmaba la plaza, autoridades nacionales y extranjeras presidían el acto, Juan Zorrilla de San Martín ajustaba las hipérboles de su discurso y el héroe de bronce aguardaba su momento, cubierto por la bandera nacional y por la suya propia. Ese caluroso 28 de febrero de 1923 —último día del mandato del presidente Baltasar Brum— se ponía punto final a un largo y complejo proceso teñido de polémicas políticas, interpretaciones históricas y diferencias artísticas. A partir de ese día —finalmente— se legitimaba sin más discusión al caudillo de los orientales y los uruguayos pasábamos a tener un escenario simbólico y ritual que nos sacralizaba como Estado nación.

    Es por todo esto que los representantes extranjeros al llegar al país depositan una ofrenda a los pies de la escultura. Es por lo que en 1950 en el centenario de la muerte de Artigas desfilaron ante ella todos los estudiantes liceales del país. También es el motivo por el cual en 1975 la dictadura militar pretendió unirse a ese imaginario y, en un acto de apropiación simbólica, creó a su alrededor un mausoleo para sus restos.

    Resulta extraño pues que el centenario de este hito histórico, artístico y cultural, que fue lo más parecido a una proeza, haya pasado sin pena ni gloria salvo la honrosa excepción de alguna que otra nota de prensa.

    De todas las expresiones artísticas, la escultura es la que más desafíos y obstáculos enfrenta, más aún cuando se trata de una obra de carácter monumental y con destino público. Dificultades que pasan por la elección de la figura a celebrar y cómo hacerlo, la decisión del emplazamiento y su adecuación al espacio urbano, los siempre polémicos concursos artísticos y, por supuesto, los altos costos de producción e instalación. Y sí dice mucho de nosotros que el centenario del Artigas de Zanelli haya pasado desapercibido y, en igual medida, que hayamos tardado más de 40 años en erigirlo.

    La historia comienza en 1862, cuando el diputado Tomás Diago presentó el primer proyecto, al que le siguió el impulso vigoroso de Máximo Santos, quien puso la piedra fundamental del monumento en 1883 y llamó al primer concurso. El ganador fue el escultor uruguayo radicado en Italia Federico Soneira, pero el proyecto nunca se terminó de concretar y de él nos queda tan solo la maqueta. Mientras tanto, Juan Manuel Blanes pintaba su Revista de Santos de 1885, con un imaginario monumento ecuestre en medio de la plaza, un héroe de invención que desde lo alto del pedestal se dirige hacia la Ciudad Vieja, mientras Santos cruza la plaza con su séquito de entorchados generales, en un escorzo de alto impacto visual.

    El tiempo seguía pasando y no conseguíamos ponerle rumbo a la empresa, tan es así que en 1896 se instaló la estatua de Joaquín Suárez, obra de Juan Luis Blanes, claro que se la colocó frente al Palacio Estévez para dejar el espacio central a la Fuente de los ríos del francés Louis Cordier, inofensiva políticamente e inocua en lo simbólico. No será hasta 1906 que el proyecto se revitalice, cuando José Batlle y Ordóñez ordenó el traslado de la escultura de Suárez y, tras muchas idas y vueltas, en 1911 se convocó a concurso internacional. Los artistas debían tomar como referencia una obra encargada a Zorrilla de San Martín, una suerte de memoria en prosa que terminaría siendo La epopeya de Artigas. Se presentaron 45 artistas de todos los rincones del mundo, pero los dos bocetos finalistas fueron los del uruguayo Juan Manuel Ferrari y el italiano Angelo Zanelli. Había llegado el momento de decidir qué Artigas queríamos en la plaza y ambos eran bien distintos.

    El de Ferrari era un Artigas reflexivo, de cabeza gacha y sombrero calado, de poncho patrio y caballo criollo. Una figura dramática que se potenciaba gracias a un pedestal románticamente dinámico y de factura inacabada, similar al que en 1914 creó para su San Martín cruzando los Andes en Mendoza. En cambio, el Artigas de Zanelli era un líder victorioso, un general de rienda firme y objetivo claro, tan majestuoso como el Marco Aurelio del Campidoglio, tan decidido como los condottieri renacentistas de Donatello y el Verrocchio. La suerte estaba echada, se optó por el lenguaje clásico de Zanelli por sobre el hallazgo estético de Ferrari.

    La obra comenzó a fundirse en 1915 en la fonderia artistica Chiurazzi de Nápoles y llegó a Montevideo en un transatlántico custodiada por los técnicos italianos que ensamblarían sus partes. Seis cajas de 30 toneladas alumbrarían al héroe de bronce y su soberbia factura sería tal que ni siquiera la dudosa restauración de 2012 ha podido opacarla.

    Este breve relato nos interpela como uruguayos; nos recuerda lo que nos costó hacer de Artigas una figura incuestionable, lo difícil que fue transformar la idea en imagen para que un escultor creara una obra de arte capaz de proyectarlo en el tiempo. A 100 años de ese largo camino, el Artigas de la plaza Independencia merecía algo más que el sonoro silencio que le hemos prodigado.