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    Azúcar amargo

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2219 - 30 de Marzo al 12 de Abril de 2023

    Cuando yo era chica mi madre, una persona informada en materia de alimentación, me perseguía por la casa con la cuchara de sopa llena de dulce de leche porque, decía ella, yo no consumía suficiente sacarosa. Claro, yo era la que no comía la torta en los cumpleaños, y ella, la receptora de una idea sacrosanta e instalada que decía que los niños tenían que alimentar sus músculos y el cerebro de esa forma.

    Justamente, tratando de rebatir esa verdad revelada acerca del azúcar, fue que el pobre John Yudkin arruinó su reputación.

    Todo empezó en 1957, y 15 años después el científico británico se jubilaría, desacreditado y ridiculizado por la comunidad científica que refutó o ignoró sus investigaciones. Dicho sea de paso, la prestigiosa Universidad de Harvard no fue ajena a la campaña que logró anularlo. Pero ¿qué fue lo que hizo para desencadenar las furias? Difundió sus investigaciones sobre el azúcar y sus peligros y, más tarde, en 1972, publicó su libro Pure, White and Deadly. A él le debemos la primera advertencia sobre los peligros de su consumo indiscriminado: enfermedades cardíacas, diabetes II, obesidad, cáncer. Su aviso cayó en saco roto y lo puso en pie de guerra con las grandes asociaciones de nutrición financiadas por el gobierno norteamericano, apuradas por silenciarlo.

    Pero hay que remontarse al inicio de los 40, cuando la Fundación Rockefeller donó US$ 100.000 (US$ 1,6 millones actuales) a la misma Universidad de Harvard, que así creó la Nutrition Foundation. Existía entonces una preocupación en torno al porcentaje de muertes por problemas cardíacos, que después de la Segunda Guerra Mundial trepaba al 40%. Ancel Keys, fisiólogo de Harvard, basándose en un estudio que el tiempo demostraría sesgado y tendencioso, dijo que la prevención debía basarse exclusivamente en una dieta baja en grasas, que normalizaría los niveles de colesterol. Se instaló así la creencia de que la grasa era la principal causa de infartos, otras enfermedades cardiovasculares y obesidad y que bastaba con evitarla. De esa manera, la grasa saturada se convertía en el archienemigo de la dieta sana. ¿Y el azúcar? Sí, provocaba caries, pero bastaba con cepillarse bien los dientes.

    En los 50 Yudkin entra fuerte en el debate, desafía las teorías dominantes que asumían que los países con mayor consumo de grasas tenían las tasas más altas de mortalidad coronaria. En el periódico The Lancet plantea que “las personas que tomaban mucho azúcar, por ejemplo, en su café” son “mucho más propensas a sufrir un infarto que las personas que tomaban poco”, posición que causa un gran revuelo en la comunidad científica y en los medios. Supongo que hasta mi madre y su cuchara con dulce de leche lo sintieron como una afrenta personal a los postulados más básicos de la nutrición.

    Claro que esta condena representaba un peligro para la industria de la alimentación, era una investigación incómoda, no armonizaba con el perfecto escenario de negocios de ese momento. Los productos bajos en grasa y muy endulzados tenían bajo costo de producción y estaban en la cima de las ventas y de la popularidad. En ese escenario, el lobby del azúcar no tardó en reaccionar: convocó a un panel de consultores de enfermedades del corazón que concluyó que las afirmaciones de Yudkin eran “débiles y antagónicas”.

    De esa forma la comunidad científica norteamericana, “apoyada” por patrocinadores como Coca-Cola, desacreditó la imagen del británico. Se dijo públicamente que sus trabajos eran “aserciones emocionales”, “pura ciencia ficción”, “solo asunciones sin explicaciones científicas”. El nutricionista dejó de ser invitado a congresos internacionales y hasta el Colegio Queen Elizabeth de Londres, donde trabajaba, le prohibió utilizar sus instalaciones para continuar investigando. Solo faltó atar a Yudkin al poste y darle latigazos. La condena y el castigo fueron ejemplarizantes y, al final de la década del 70, ningún científico se atrevía a publicar trabajos en esa línea. El resultado: los productos bajos en grasa y con altos niveles de azúcar mantuvieron su fuerte presencia en el mercado y los índices de obesidad, enfermedades cardíacas y diabetes treparon a las nubes.

    En el 2000 la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomendó por primera vez y con timidez un consumo de azúcar que no excediera el 10% del total de calorías, pero la presión de los amigos de lo dulce consigue que la retire.

    El tarro se destapa en 2016. Se descubre que en los 60 la Sugar Research Foundation había pagado US$ 6.500 de la época (alrededor de US$ 48.900 de hoy) a varios científicos de Harvard especializados en nutrición para que minimizaran el resultado de las pruebas que vinculaban el azúcar con las afecciones coronarias, entre otras enfermedades. Ese trabajo se convierte en un libro a favor del consumo de azúcar del que se reparten 25.000 copias entre periodistas con una nota que decía: “Los científicos disipan los temores sobre el azúcar”.

    El ataque a Yudkin fue un plan perfecto, una verdadera conspiración que logró que durante décadas comiéramos productos presuntamente saludables y bajos en grasa, con alto contenido de endulzantes.

    Hoy sabemos que el lobby del tabaco y del petróleo financiaron investigaciones para relativizar los peligros de sus productos y no nos resulta extraño que las evidencias sobre el consumo de azúcar fueran suprimidas o minimizadas por investigadores de instituciones prestigiosas que actuaron respaldados (es una forma de decir, ustedes me entienden) por cierto sector de la industria.

    Cincuenta años después de que las investigaciones de Yudkin fueron desechadas, vemos replantear la estrategia de la alimentación equilibrada. ¿Será la definitiva? Es difícil saberlo, la ciencia avanza pero también se equivoca. También es difícil de saber porque la industria alimentaria juega un papel fundamental a la hora de financiar las investigaciones en el campo de la nutrición. Dicho sin ánimo de generalizar, resulta inquietante que algunos científicos, empujados por capitales de empresas interesadas, oculten advertencias y terminen provocando daños en la salud de millones, como el engaño del azúcar, del que costó más de cinco décadas salir.