Nº 2248 - 25 al 31 de Octubre de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáVivo en el número siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía.
En la escalera me siento a silbar mi melodía.
(Joaquín Sabina)
La publicidad de la televisión no deja de mostrarnos gente feliz que conduce un auto, gente feliz que toma una copa de vino, come una hamburguesa o usa un teléfono. Una oferta constante de buenos momentos, la dicha sin fin como fin supremo, como mandato o destino, un propósito obligado. Y la verdad es que estoy harta de ver tanta gente sonriente, venturosa y alegre, de tener que soportar el discurso que instala la obligación de un estado de felicidad perpetua. De gastar energía en negar o evitar lo inevitable, una cierta tristeza de vez en cuando.
El discurso nos bombardea desde los medios, una publicidad que —¿cuándo no?— intenta incitarnos al consumo, pero también desde cierta literatura de marketing emocional que nos quiere “pum para arriba” hasta los prospectos de los medicamentos (drogas tranquilizantes, drogas euforizantes y antidepresivas) y las leyendas que lucen las camisetas (“Don’t Worry, Be Happy!”). Todo nos conecta con esa necesidad imperiosa de ser felices o, por lo menos, parecerlo.
Sí, probablemente el dolor haya sido más prestigioso en la vieja cultura judeocristiana, y tal vez todavía lo sea en ciertos cenáculos culturosos. Pero la mayoría nos hemos vuelto temerosos de mostrar tristeza; se nos ha inculcado la felicidad compulsiva, casi obligatoria, el “pensamiento positivo”, la “autoestima alta”, y corremos el riesgo de olvidar que necesitamos estar biológicamente preparados para sobrellevar los momentos difíciles. ¿O no es normal sentir pesar, agobio, angustia, duda, desilusión?
Por otra parte, ¿qué vendría a ser la famosa felicidad? Aristóteles, en Ética a Nicómaco, se pregunta cuál es el bien supremo. La eudaimonía, se responde el filósofo, y cada género de vida, sea político, de estudio o de placer, aportan a la vida feliz. Dice el griego que el camino requiere sabiduría práctica, acciones guiadas por buenas razones, encuadradas en el universo cultural de la polis, en donde convergen la vida particular del ser humano y el orden universal del conocimiento. La eudaimonía de Aristóteles suele traducirse como “felicidad”, pero de ninguna manera refiere a los placeres sensoriales ni a una existencia desligada del mundo, ni mucho menos basada en el placer. Su concepto se parece más a la idea de plenitud, de vivir en concordancia con la razón: satisfacer el sentido de propósito, cultivar la virtud, comprometerse con el mundo y, sobre todo, experimentar la riqueza del amor y la amistad humana. Cuando hablaba de amistad y de amor y de propósitos, sospecho, no tenía en mente la imagen de un bar ruidoso y de gente brindando con cerveza.
Es bastante común escuchar que una persona se refiera a otra, a la que ama, diciendo “solo quiero que sea feliz”. Tantas veces me sentí tentada a preguntar por qué querría condenarla a un estado perpetuo de dicha sin matices ni emociones. Sin fracaso, sin desilusión, sin pena. “Por Dios, qué vida aburrida y monótona le está deseando”, querría decirle. Otra frase que escucho: “Debería ser feliz porque lo tiene todo”. ¿Y qué es tenerlo todo? Volvemos al principio, al discurso con el que nos machacan desde los medios: ser feliz es tener un coche, beber un vino, lucir un vaquero y comer una hamburguesa. Un destino, un mandato.
Sí, parece que la felicidad estuviera sobrevalorada, y sin embargo se la reduce a breves instantes de satisfacción consumista.
Víctor Hugo dijo que “la melancolía es la felicidad de estar triste”. Cuando nos sentimos melancólicos nuestro estado de ánimo suele asociarse a la tristeza, aun cuando lo que estemos recordando sean buenos momentos. ¿Qué tiene de malo sentirse melancólico una tarde de domingo y lluvia, mirar fotos viejas, escuchar una canción y recordar un viaje o un amor? Sentirnos tristes, bajoneados, hasta angustiados, es normal entre los que no aspiramos a ser superhéroes.
Y ahí está la biología, que empecinadamente y haciendo caso omiso a los gurúes de la sonrisa nos impulsa a otros estados: enojo, rabia, tristeza, emociones que tienen mala fama porque nos alejan del paraíso. Estados que debemos disimular o nos convertiríamos en seres inadecuados o patéticos, a contracorriente: “Mala onda”. Sin embargo, los que saben aseguran que las emociones no son ni buenas ni malas, apenas recursos biológicos diseñados para que logremos sobrevivir. El miedo, por ejemplo, activa la adrenalina y nos pone en estado alerta ante una amenaza, y así el cortisol, la hormona que producen las glándulas suprarrenales, ayuda a los músculos a liberar más azúcar para poder escapar, esconderse o enfrentar el peligro. ¿Es bueno el miedo? Cuanto más reconozca los recursos emocionales, más rica se volverá mi capacidad de respuesta.
Además, la realidad nos dice que nada es permanente, y tampoco las emociones podrían serlo. Todo está en movimiento como respuesta natural ante los retos a los que nos enfrentamos, y no conozco vidas sin dolor, sin batallas perdidas. El empeño vano por mostrarnos perfectos y contentos nos puede terminar enfermando. Porque debajo de la máscara feliz y neurótica de una selfie puede haber un rostro asustado, temeroso, deprimido, y porque debajo de una careta siempre hay desamparo.