Nº 2171 - 28 de Abril al 4 de Mayo de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá¿Cómo se combate la violencia en uno de los países más violentos del mundo? Con más violencia, como muestran las perturbadoras imágenes en los medios. Cientos (aunque son miles) de presos pertenecientes a las pandillas salvadoreñas, a juzgar por los tatuajes, tirados en el suelo, semidesnudos y esposados entre sí, pese a la pandemia. Hacinados, casi sin comida. “Andan rumores de que quieren empezar a vengarse de la gente honrada al azar; hagan eso y no va a haber un tiempo de comida en las cárceles. Les juro por Dios que no comen un arroz y vamos a ver cuánto duran”, amenaza el presidente de El Salvador, Nayib Bukele.
Las cárceles están llenas desde marzo, desde que el pequeño país de poco más de 6 millones de habitantes batió el record de homicidios: 62 víctimas mortales en 24 horas, un tendal de muertes producto de la guerra entre las maras y el gobierno. Los jefes de los grupos ilegales habrían dado luz verde a los crímenes en represalia por el presunto plan de asesinar a dos líderes, antes protegidos del gobierno y hoy reclamados por Estados Unidos por actos de terrorismo, homicidios y otros delitos.
Es la manera de comunicarse que tienen el gobierno y las maras: se tiran con muertos.
“Más de 9.000 pandilleros (detenidos) en solo 15 días. Seguimos guerra contra pandillas”, twitteó Bukele después de que la policía y el ejército realizaron arrestos multitudinarios en respuesta al alud de crímenes, después de que el Congreso aprobara un estado de excepción que da vía libre a las detenciones sin orden judicial. Las nuevas normativas incluyen endurecimiento de las penas, suspensión de la libertad de asociación y de la inviolabilidad de la correspondencia, ampliación del plazo de detención administrativa de 72 horas a 15 días. Por ejemplo, hoy, pertenecer a algunas de las tres asociaciones ilegales, Mara Salvatrucha o MS-13, Barrio 18 Revolucionarios y Barrio 18 Sureños, está penado con 30 años de cárcel (antes era de tres a cinco años), independientemente de que se pruebe delito alguno al detenido. El solo hecho de pertenecer a estos grupos está considerado acto de terrorismo.
El presidente, que presume de “mano dura”, responde así a la repentina ola de violencia que amenaza su gran logro: la histórica reducción de los homicidios en El Salvador, aunque varios medios como El Faro han atribuido la disminución que se produjo durante los primeros dos años del gobierno a una tregua pactada con las propias maras, pacto que las autoridades siempre negaron a pesar de la avalancha de evidencias (videos, mails, documentos firmados).
Antes de la llegada del actual mandatario, El Salvador fue el triste escenario de la violencia y el terror desencadenados: masacres de civiles, torturas brutales, atroces formas de matar, exhibicionismo macabro, cuerpos mutilados, decapitados, lacerados. Cuando Bukele llegó al poder parecía que lo iba a cambiar todo, era “el candidato del cambio” que, con su estilo mediático, rompía con la política tradicional del país. Era el hombre que arrastraba a los jóvenes, era el empresario del marketing y de la publicidad con fuerte presencia en las redes sociales. Había pasado por partidos de ideologías opuestas, y era difícil saber cuáles eran las suyas entre tantos y tan desconcertantes movimientos políticos. Pero a pesar de sus fluctuaciones, a veces ilógicas, Nayib Bukele pudo romper con tres décadas de alternancia en el poder del FMLN y Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y convertirse en el presidente más joven de América Latina.
En el primer año las encuestas siguieron reflejando un apoyo mayoritario de la población, aunque enfrentó duras críticas, especialmente desde organismos internacionales y de derechos humanos. Se lo acusó de autoritarismo, de querer acumular poder con actitudes como la entrada a la Asamblea Legislativa acompañado de militares, un mecanismo de presión que fue llamado el bukelazo. O como su polémica decisión de endurecer las condiciones de aislamiento de mareros encarcelados y, especialmente, de juntar a miembros de grupos rivales en las mismas celdas.
Sí, miles de pandilleros están encerrados “sin poder ver ni un rayo del sol”, se les decomisaron las colchonetas para dormir y se les racionó la comida al mínimo vital por orden del mandatario. Los organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) pusieron el grito en el cielo, tanto por las detenciones indiscriminadas y sin garantías como por la reducción de la alimentación de los presos. Amnistía Internacional (AI) denunció que la lucha del presidente Nayib Bukele contra las pandillas ha desatado una “tormenta perfecta” de violaciones de derechos humanos, y pidió la intervención de la comunidad internacional. Pero aunque las organizaciones internacionales dicen que el trato a los presos “revela maldad y crueldad” muchos salvadoreños celebran las medidas y felicitan al gobierno por endurecer su postura. “No me importa lo que digan los organismos internacionales, que vengan a proteger a nuestra gente, que vengan a llevarse a sus pandilleros, si los quieren, se los entregamos todos”, respondió el presidente tuitero.
Es cierto que la mayoría de los salvadoreños quiere vivir y trabajar en paz, y es cierto que el Estado debe garantizar ese derecho de sus ciudadanos. Pero ¿resulta efectivo responder a la violencia con más violencia? Más allá de los acuerdos internacionales sobre el tratamiento que se debe dar a los presos, los resultados de estas pulseadas han demostrado ser limitados y cortoplacistas si paralelamente no se trabaja en la gestión del conflicto y, sobre todo, en erradicar sus causas.
Porque El Salvador tiene problemas estructurales que no se mencionan, que nunca llegan a ser abordados: desigualdad, pobreza, exclusión, falta de acceso a la educación, a la salud y, en definitiva, al trabajo. Los jóvenes del país no tienen más posibilidades de inserción que la que les dan los grupos ilegales, no hay otro lugar para ellos, no hay otro futuro que las maras o el exilio. Sin embargo, la estrategia bukelista apela únicamente a la mano dura, a la vieja táctica que sus predecesores ya usaron y que de poco ha servido: la de responder a las muertes con más muertes. En medio de una guerra desatada, manteniendo 32.000 presos en condiciones infrahumanas, colgándose la cocarda de la reducción de los homicidios y sin cambios sociales en el horizonte, Nayib Bukele parece conducir al país a una tormenta perfecta.