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    Cambiar de empresa, cambiar de país

    N° 1873 - 30 de Junio al 06 de Julio de 2016

    Cuando una persona no está satisfecha en su lugar de trabajo, tiene dos opciones: o se adapta o cambia de trabajo. Esto que parece tan sencillo, en realidad no lo es. Primero, porque en ciertos lugares no es fácil cambiar de empleo, en especial en aquellos donde no hay libre mercado (como un régimen comunista), o donde rigen monopolios o grupos económicos que concentran la demanda laboral. Segundo, porque cambiar acarrea temores, dudas y asumir riesgos que no se quieren asumir.

    Pero cuando las personas logran encontrar “su lugar en el mundo”, dejan de decir “gracias a Dios es viernes”, para pasar a decir “gracias a Dios es lunes”. Y esto es así porque el trabajo eleva y dignifica, nos permite desplegar nuestros talentos y desarrollar nuestras virtudes. En cambio, cuando el trabajo es un yugo, en vez de estar con Dios de lunes a viernes, estamos con el Diablo.

    Cuanto más fácil sea cambiar de empresa, de profesión o de crear nuestros propios emprendimientos, no solo se genera más valor y riqueza material en una sociedad, sino que se genera riqueza emocional. Individuos que estén contentos y satisfechos con su manera de ganarse la vida (sea como empleados, sea como emprendedores), son más productivos, más creativos y más proactivos. ¿Para qué, entonces, “luchar” por cambiar la “cultura empresarial” de ciertas organizaciones, si puedo fácilmente ir a trabajar en otra con una “cultura” más acorde con mis valores?

    En los países capitalistas, donde hay más flexibilidad laboral, donde es más fácil emprender un propio negocio y donde las regulaciones están diseñadas para facilitar el comercio y no para obstaculizarlo, es común ver a las personas cambiar de empleo, de ciudad o de rubro, tantas veces como sea necesario para encontrar su propia felicidad. Esto no sucede en los países socialistas y estatistas, donde para trabajar, para mudarse o para abrir un comercio se requiere del visto bueno del burócrata autócrata de turno.

    Ahora bien; si es tan beneficioso poder cambiar de empresa o de ciudad, ¿por qué no hacemos lo mismo para que sea tan fácil cambiar de país como cambiar de empresa? Hoy vemos cada día con más nitidez que las fronteras físicas que dividen a los países son un gran absurdo. Se suponía que dentro de un territorio físico existía también una “nación”, es decir, una comunidad de individuos que compartían un pasado común, valores comunes, costumbres comunes y una visión compartida del futuro. Pero todo esto ya casi no existe.

    Los movimientos migratorios, la globalización, los intercambios comerciales y culturales son tan fuertes hoy en día, que dentro de los límites de un territorio conviven estilos tan antagónicos que llevan a que cada vez más veamos las “grietas” entre dos modelos básicos de vida: el liberalismo (basado en la defensa a ultranza del individuo como factótum de la sociedad) o los estatismos (donde el individuo es un simple engranaje sin propia identidad).

    La “grieta” en Argentina entre el peronismo kirchnerista y el resto del espectro político, en Venezuela con el chavismo, en España con Podemos, en Gran Bretaña entre el Brexit y la Unión Europea y las gigantescas grietas creadas por los conflictos religiosos en Oriente, hacen reflexionar si no es hora de repensar el concepto de territorialidad y establecer zonas donde rija el liberalismo y zonas donde rija el colectivismo. Así, los kirchneristas, los petistas, los Podemos y los frenteamplistas, se mudarían a su “tierra prometida” tipo Cuba, y otros nos mudaríamos a nuestra tierra prometida tipo Nueva Zelanda, Canadá, Inglaterra, Islandia o Australia. ¿No sería todo más sencillo?