N° 1948 - 14 al 20 de Diciembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUno puede prescindir de muchos halagos en esta vida; puede vivir, por ejemplo, sin contemplar los interminables atardeceres del campo y sin escuchar el graznido de ciertas aves especialmente desagradables; también, venturosamente, puede vivir sin escuchar y sin ver jamás a un solo político y, por los mismos motivos de salud, puede renunciar sin culpa al trato con el verano, con el sol del mediodía, con los mosquitos, con los sapos, con los malos libros, con la humedad, con los avisos publicitarios, con los zapatos de plástico, con los aniversarios; es más: si se da la ocasión hasta puede renunciar sin lágrimas ni reproches a la insustancial y extendida creencia de un mañana promisorio, de un futuro de luz, de progreso, de armonía. Todo eso es posible y casi podría decir que en buena parte deseable. Pero lo que bajo ninguna circunstancia puede hacer uno es excluir el concepto de filosofía primera de su sistema de pensamiento. En el curso de una vida se pueden donar al azar o al viento muchas cosas o compromisos e incluso abandonar personas queridas al costado del camino y olvidarse de ellas momentáneamente o para siempre, pero nunca está permitido tomar distancia de Aristóteles sin riesgo para la lucidez propia y la estabilidad y continuidad del mundo.
La filosofía la entiende Aristóteles como ciencia, en el sentido estricto de conocimiento de las causas y de lo necesario, esto es, que todo lo que se afirma encuentre fundamento en razones que muestren que lo discernido no puede ser sino lo que es y como es, y no de otra manera. Este punto es importante, dado que constituye la base de todo el edificio de la búsqueda científica; enseña que el grado sumo del saber es contemplar el porqué de lo necesario, de lo que no puede ser de otra forma, lo que es inmutable, que no cambia; es el rasgo de la universalidad propio del conocimiento primero, porque al no cambiar es forzosamente el mismo para todos los casos particulares. Y aquí hay algo curioso que pretexta la presenta nota; dice Aristóteles que bajo esta mencionada exigencia la historia jamás debería ser considerada como una ciencia, dado que su objeto es lo contingente, lo que podría haber sido de otro modo; la historia no tiene necesidad; mal que le pese a los historicistas, que ven en los procesos históricos un álgebra secreta de regularidades de las que pretenden desprender leyes y anticipaciones. No es que no le asigne valor a la historia —de hecho su libro Política, dedica más de la cuarta parte a recorrer la historia y comparar episodios y procesos— sino que le niega universalidad.
Y aunque resulte un poco paradojal el enunciado, afirma categóricamente que la poesía tiene sobradamente mayor rango científico que la historia en tanto opera a través de símbolos o imágenes que apuntan a tipos de algún modo eternos, que tienen cierta necesidad, que es posible traducirlos a cualquier idioma, bajo cualquier circunstancia y son comprensibles y conservan la fuerza y el rigor de la verdad que los concibió. Pienso que dichosamente el maestro tiene razón: el Alzamiento del 18 de Julio en España o los cuchillos de marzo en el Senado de Roma; la batalla de Stalingrado, la conversión del perseguidor Saúl de Tarso camino a Damasco, el lamento de Isolda que un desolado Wagner compone tardíamente en un cuarto de hotel de Venecia, el oportuno descubrimiento de las obras de Aristóteles durante la Reconquista, la palabra de Shakespeare, de Virgilio y de Dante en medio del ruido del mundo, el sabor enamorado y gratamente memorioso de una magdalena mojada en té, los puentes y jardines de Monet, la Camerata Fiorentina, el éxtasis de Santa Teresa en el mármol de Bernini y tantas otras cosas pertenecen a la gloriosa estirpe de lo excepcional, de lo único, de lo irrepetible; son hechos, dones o mercedes atados fatalmente a unas circunstancias, a una luz y a un misterio que no pueden reducirse a la generalidad del concepto; por lo que en vano se puede esperar su repetición, su copia, siquiera el reverberar de su sombra.
Pero la poesía, en cambio sí que es absolutamente universal; sus símbolos son comprensibles y aplicables bajo cualquier cielo; como aquel que cita Borges en uno de sus cuentos y que reza: “El destino es un camello ciego”. ¿Qué más se puede decir de lo que nos arrastra de año en año, de lugar en lugar sino que no parece saber con qué ha de habérselas, qué hay delante de él, cuál es el camino adecuado, qué piedras son obstáculos y cuáles son puentes?