N° 1962 - 22 al 28 de Marzo de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn determinado momento de la película 13 días, el presidente de Estados Unidos (EE.UU.) John F. Kennedy debe decidir si invade o no Cuba. Estamos en 1962, los soviéticos están instalando misiles nucleares en la isla en respuesta a los misiles que los EE.UU. han colocado en Italia y Turquía. Un barco soviético está a punto de romper el bloqueo que los EE.UU. han impuesto sobre Cuba y los “halcones” de su gobierno junto a los generales del Ejército presionan a Kennedy para que termine con la isla. Es la llamada Crisis de los Misiles.
El presidente duda, suda frío, desconfía, sabe que la responsabilidad es absoluta y que si da ese paso no tiene vuelta atrás. En ese instante tan delicado para el mundo todo, Kennedy solo confía en las palabras de su hermano Robert y en las de su asesor y amigo Kenneth O'Donnell. Así, decide hacer caso omiso a los sectores más radicales de su propio gobierno y del Ejército, apelar a una tensa diplomacia y con eso sortear el trance. El mundo sigue vivo y más o menos coleante, todos se abrazan. Resolución hollywoodense a un problema que en los hechos fue mucho más matizado y complejo, pero que ilustra para qué podría llegar a servir un “cargo de confianza” como el de su amigo O’Donnell.
Más allá de lo que Hollywood diga al respecto, siempre me ha llamado la atención el concepto de “cargo de confianza”. Sobre todo porque en sí mismo no resume ni define a qué se refiere con confianza: ¿la confianza que se deriva de la aptitud para el cargo? ¿La confianza de ser leal y fiel a quien lo pone en ese cargo? Cuando se habla de confianza, ¿es un asunto que debería interesar al país o es un asunto que solo atañe al interés o la tranquilidad del dirigente que pone a esa persona en el cargo? Porque el perfil del “cargo de confianza” será completamente diferente si la respuesta es una u otra.
Si la confianza se refiere a la capacidad, la inteligencia, el know how que requiere tal cargo, a efectos de que el Estado funcione mejor, entonces el cargo de confianza comienza a parecerse más a un cargo técnico. Por el contrario, si de lo que se trata la confianza es de darle garantías al jerarca que colocó a esa persona y se entiendan estas garantías como la fidelidad perruna o la habilidad para proyectar la carrera del jerarca, entonces no hace falta más capacidad que la de asentir y jugarse (más o menos) la ropa por el jefe cuando haga falta. Eso resulta poca cosa en lo que refiere al bien público y potente masa madre para perpetuar jerarcas y partidos en el poder. Digamos que en el segundo caso, la prioridad deja de ser aquello que estaba en el programa del partido político antes de llegar al poder y se convierte en material de consolidación de las elites ya establecidas en él.
Ademas, ¿cómo saber en qué casos estaría justificada esa confianza? ¿Cuántos de esos cargos es razonable tener antes de que le estallen las costuras al invento? Por poner un ejemplo, en enero de este año oficialmente Uruguay tenía 805 cargos de confianza. Suecia, un país que tiene el triple de población que Uruguay, tiene 80. Sí, la décima parte para el triple de población. Con un Estado inconmensurablemente más eficiente y social.
Por otro lado, esos datos no incluyen un montón de contrataciones que se hacen sin concurso y sin ser denominadas “cargos de confianza”, aunque en los hechos terminan cumpliendo similares funciones de asesoría y gestión. En una entrevista de hace unos años, Conrado Ramos, ex subdirector de la OPP bajo el primer gobierno de Tabaré Vazquez, señalaba que pese a que los “cargos de confianza” oficiales están contabilizados, hay un sinnúmero de ingresos no formales a la órbita estatal a través de los acuerdos con diversas ONG que se establecen en una zona gris: no son cargos de confianza, tampoco ingresan como concurso y, muchas veces, se los termina “regularizando” dentro del Estado. Esos cargos no son de confianza y al tiempo lo son: son ONG contratadas por su afinidad ideológica y, digamos, teórica con quienes ocupan los cargos en el Estado. Personalmente, me constan varios casos en que esa afinidad entre “señor del Estado que ocupa un cargo relevante” y “ONG afín que resuelve de manera tercerizada esas cosas que el Estado no quiere, no sabe o no le interesa hacer” es directamente familiar.
Aunque puede que legalmente los ministros sean funcionarios públicos y no cargos de confianza, parece haber una tendencia a considerarlos parte de los segundos. De hecho, buena parte de las veces son seleccionados por su afinidad con el presidente antes que por su conocimiento de la materia. No es raro así que al frente de los ministerios aparezca gente que no tiene la menor experiencia en el área que debe dirigir. Pasa en todos pero sobre todo en aquellos que no son percibidos como especialmente conflictivos.
Sin embargo, no debería existir una contradicción entre la confianza y la técnica. Por poner un ejemplo local, el recientemente fallecido Samuel Lichtensztejn fue ministro de Educación y Cultura en el segundo gobierno de Julio María Sanguinetti. Para cuando ocupó ese cargo (que le habría sido otorgado como parte de la cuota política que el Partido Colorado pagaba al Nuevo Espacio por su regreso al redil), el contador Lichtensztejn ya había sido rector de la Universidad de la República en dos períodos y director del Instituto de Estudios Económicos de América Latina del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) en México.
“En materia de logros de Lichtensztejn frente del MEC”, recuerda el poeta y gestor cultural Luis Pereira, “pertenece la gestión de quien fuera su director nacional de Cultura Thomas Lowy, a quien hoy se reconoce como pionero en realizar una gestión cultural pública de corte profesional y abarcativa respecto al territorio. Entre algunas de las iniciativas de su gestion está Cultura en Obra, que empujó la circulación de artistas por todo el país, la formación de gestores en Uruguay y en el exterior, el trabajo conjunto con las Direcciones de Cultura municipales así como la evaluación y la rendición de cuentas como método”. En resumen, no está reñido ser un “cargo de confianza” y al tiempo ser técnicamente adecuado para el puesto.
Un problema final, que no es menor y que se vincula directamente a cuando un lugar esencialmente técnico es ocupado por un cargo político o de confianza: si se cree que en política todo es simplemente cuestión de voluntad, que no hace falta hacer un permanente check and balance de las acciones que se acometen desde un ministerio o desde una empresa pública, la catástrofe va a sobrevenir más temprano que tarde. Pienso en el ex vicepresidente Raúl Sendic, imputado por los delitos de abuso de funciones y peculado (malversación de fondos públicos), impulsando inversiones sin el menor sentido, sin el menor respeto por la técnica, por los números, por los consejos que venían desde el Ministerio de Economía. Pero también pienso en el expresidente José Mujica y su concepción moral de la política, ajena por completo a los protocolos y también a la idea del balance de las cuentas. Pienso en el silencio que finalmente se impuso en el Ministerio de Economía, que asumió que la voluntad de los gobernantes estaba por encima de su deber de mantener las cuentas del país saneadas. Y esto sin meterse en el asunto de si fue simplemente una cuestión de ciego y tonto voluntarismo o si alguien lucró de alguna manera en medio de esa desastrosa gestión. Para dilucidar eso está la Justicia. En todo caso, no se trata de gestos que alienten la confianza. Sus resultados y sus efectos en la gestión de lo colectivo, tampoco.