Nº 2189 - 1 al 7 de Setiembre de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá¿Podrá finalizar su mandato el presidente Alberto Fernández? ¿Podrá la Argentina detener su larga y acelerada decadencia? Estas y otras preguntas no dejan de repetirse en las cabezas y en las sobremesas rioplatenses. La Argentina es una incógnita, y para poder al menos vislumbrar alguna idea de lo que puede deparar el futuro es necesario tener algún diagnóstico medianamente informado acerca de las causas que alimentan la incertidumbre actual.
La Argentina nunca se ha caracterizado por su estabilidad, en ningún sentido. La política, la economía, el humor social, la relación con el mundo y con sus vecinos han sido siempre demasiado cambiantes. Sin embargo, la coyuntura actual parece que potenció esa volatilidad, y el abismo que amenaza al país parece ser mayor al que normalmente se esperaría a partir de esa falta de consistencia a largo plazo.
Uno de los factores que alimentan el temor a lo desconocido es lo que está ocurriendo con el peronismo. Como se sabe, desde su nacimiento en 1945, el peronismo es el partido dominante de la política argentina. Hasta la primera elección de la transición democrática en 1983 nunca había perdido una elección. Y, a partir de allí, ha ganado la mayoría de las elecciones nacionales, y aún más, ha sido el elemento pivote de la vida política del país: la competencia política argentina no se entiende bien si se la piensa en términos ideológicos (derecha versus izquierda) sino que es más comprensible si se la piensa en términos de peronismo versus no peronismo. Es cierto que en cada uno de estos dos polos hay elementos más a la izquierda y más a la derecha, pero esas diferencias conceptuales no se traducen en la lucha electoral. El kirchnerismo temprano intentó llevar la política argentina a ese terreno de enfrentamiento de ideologías definidas, pero nunca lo logró.
Los cambios que empezaron a evidenciar un quiebre del peronismo como el macho alfa de la política argentina empezaron a notarse en 2019. Históricamente, el peronismo ha sido siempre el favorito electoral. El no peronismo, en cambio, tenía siempre que hacer grandes esfuerzos y alianzas amplias para ganarle al peronismo, cosa que de hecho logró algunas veces: Raúl Alfonsín en 1983, Fernando De la Rúa en 1999 y Mauricio Macri en 2015 atrajeron a sectores progresistas, conservadores o peronistas disidentes para alcanzar el sillón de Rivadavia. En síntesis, para ganarle al gigante había que sumar por todos lados, y también tener un poco de suerte.
Pero en 2019 sucedió algo inédito: fue el peronismo el que tuvo que reunir todas las piezas sueltas para ganarle al no peronismo. Por Twitter, Cristina Kirchner se declaró candidata a vicepresidente y nominó a Alberto Fernández para encabezar la fórmula. No hay antecedentes de semejante operación, ni tampoco de que un personaje periférico se convirtiera de un día para el otro en el candidato presidencial peronista. Esto llevó a grandes trastornos sobre los que volveremos más adelante. Ahora importa señalar que Alberto Fernández había sido muy crítico de Cristina y prometía entonces traccionar votos de los peronistas disconformes con el pasado kirchnerista. Pero, además, también se sumó Sergio Massa, poniendo en segundo plano su propio partido y su propia autonomía. El peronismo tuvo que juntarse todo, rápida e improvisadamente, para ganarle a Macri. Logró su cometido electoral, pero ya las cosas empezaban a cambiar. La historia, que puede ser una fuente de certidumbre, empezaba a darse vuelta.
Esa unión panperonista estaba muy bien calibrada por Cristina en lo político. Alberto Fernández no tuvo nunca ninguna chance de asumir el liderazgo peronista. Eso fue un sueño voluntarista de algunos peronistas crédulos, pero que pronto mostró su imposibilidad no solo por las limitaciones de todo tipo del ahora presidente: otra persona más idónea en su mismo lugar hubiera tenido las mismas restricciones políticas, porque el liderazgo lo seguiría ejerciendo Cristina, ubicada en un disciplinador segundo lugar en la línea de sucesión y con gran poder de veto. Pero además, en términos de la administración, el experimento no funcionó. Se diseñó un organigrama estatal totalmente desvirtuado en el que funcionarios de las tres vertientes de poder del gobierno (Cristina, Alberto y el actual ministro de Economía, Sergio Massa) se controlan mutuamente en casi todas las oficinas gubernamentales, alterando las condiciones necesarias para el funcionamiento de cualquier organización: la verticalidad del mando en el ejercicio de la administración.
Paralelamente, y en parte como consecuencia de esta anomalía, los resultados fueron y son decepcionantes. La gestión de la pandemia empezó con buenos reflejos y sintonía con la desesperación de la gente, pero en 2020 la actividad económica argentina cayó el triple del promedio mundial y la pobreza creció el triple del promedio regional. Luego, la inestabilidad financiera (el tipo de cambio) sigue siendo una gran fuente de desestabilización política, y el principal problema endémico de la economía nacional, la inflación, está entre las más altas del mundo y, medida de forma interanual, es actualmente la más alta de la historia (si se quitan de la serie los años 1989 y 1990, en los que hubo hiperinflación). A pesar de que Massa parece estar ganando tiempo, las medidas antinflacionarias (ya nadie espera un plan de estabilización) se dilatan y se diluyen sus posibilidades de implementación eficaz.
Este es entonces el escenario que atraviesa el peronismo en este momento. Es un escenario que pone en duda las seis características que sirvieron para explicar su longevidad y que dotaban a los herederos de Perón de una incomparable fortaleza y capacidad de adaptación. Primero, como se dijo, el peronismo era sinónimo de fortaleza electoral; sin embargo, perdió tres de las últimas cuatro elecciones (2015, 2017 y 2021). Segundo, el peronismo era garantía de gobernabilidad y de cierta eficiencia en el manejo del Estado, pero el actual gobierno nunca tuvo asegurada la finalización certera de su mandato y tampoco está cumpliendo la misión de controlar el aparato del Estado. Tercero, el peronismo siempre había logrado brindar a los sectores populares algún tipo de mejora o beneficio, tanto en términos concretos (estabilidad de precios, mejoras salariales) como en términos simbólicos o de identidad (orgullo de pertenecer a un colectivo popular), pero el mandato actual ha tenido tan malos desempeños económicos que los sectores populares están en peores condiciones que en 2019 y, por lo tanto, el peronismo de hoy no configura ni promete un horizonte de justicia social. Cuarto, el peronismo garantizaba el control de la calle, pero este tercer kirchnerismo ha sufrido en este aspecto gran cantidad de movilizaciones tanto opositoras (los recordados banderazos que encumbraron a Patricia Bullrich como líder opositora) como piqueteras, que han incluso batido récords de acampes y protestas. Un quinto rasgo distintivo de las ventajas del peronismo era su flexibilidad ideológica, por ejemplo, la maleabilidad para ir rápidamente, y con los mismos actores, del neoliberalismo y los indultos a los militares represores al estatismo y la reivindicación de la guerrilla setentista; sin embargo, una mirada atenta al peronismo de estos días nota a los distintos sectores y facciones del movimiento muy encasillados en una lectura política casi sin matices ni capacidad de adaptación a las nuevas demandas que surgen en la opinión pública. Y sexto, muy vinculado con lo anterior, el peronismo tenía una gran capacidad para renovar sus dirigencias cuando los proyectos políticos se agotaban, pero hoy no se ve prácticamente ninguna reacción tendiente a desafiar el liderazgo de Cristina Kirchner.
En resumen, el bagaje histórico de fortalezas peronistas parece disolverse en una parálisis y un inmovilismo sorprendentes. Tanto en lo político como en la gestión, el peronismo parece estar en un callejón sin salida. Quizás la defensa a Cristina en su devenir judicial le otorgue algún vigor, pero la causa es muy intrincada y de hecho la mitad de los votantes peronistas cree que Cristina es culpable de corrupción.
En Argentina no solo hay escasez de liderazgos (en este punto la oposición tampoco tiene mucho para enseñar), también hay ausencia de responsabilidad y de credibilidad. Una encuesta reciente mostró que solo el 3% de los argentinos confía en sus dirigentes políticos. Es decir, hay una gran crisis económica y quienes deberían poder administrarla no parecen estar a la altura de la empresa ni tienen el aval de la población si quisieran intentar algo. La tormenta ya llegó y no parece haber buenos mapas, ni claras hojas de ruta, ni velas en buenas condiciones ni capitanes que puedan capearla.
* Politólogo, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires, vicepresidente de la International Political Science Association