Nº 2103 - 23 al 29 de Diciembre de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUno de los problemas que enfrentamos como ciudadanos es la dificultad para informarnos de manera adecuada sobre la actualidad que nos rodea. Y si eso es un problema en tiempos “normales”, esto es, sin que haya una guerra, un huracán o un golpe de Estado, es un problemón cuando todo eso ocurre en una pandemia. La conocida frase de que la primera víctima de una guerra es la verdad, atribuida a Churchill y Lord Ponsomby, entre otros, da buena cuenta de la complejidad y radicalidad del asunto cuando un factor poderoso irrumpe en nuestro acceso a la realidad.
Ahora, a partir de esa frase no debería asumirse que es imposible informarse de manera adecuada. Solo que existen fuerzas poderosas que operan en dirección opuesta a la información. Esto es, que siempre hay intereses que se cruzan en el acceso a los hechos y que en situaciones de tensión social, esos intereses pueden marcar más profundamente la cancha. Y digo “hechos” porque los hechos son una aproximación más o menos fidedigna, la base sobre la cual construiremos nuestra verdad.
Justamente uno de los debates más intensos que hemos visto en estos largos y complicados meses, es el que versa sobre la posibilidad de informarse de manera adecuada. Y creo que en ese debate se han venido confundiendo dos aspectos que son esencialmente distintos: el científico y el político. Son dos aspectos que muchas veces la prensa presenta como si fuera uno solo, pero cuyas distancias son claras (o deberían serlo si no operara la ideología siempre) para cualquiera que haya visto la última conferencia de prensa del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) y, unas horas más tardes, la conferencia de prensa del gobierno.
Las diferencias entre lo que fue un diagnóstico científico de situación y las medidas públicas que se tomaron a partir de ese diagnóstico mostraron (una vez más) que ambos aspectos, el científico y el político, operan siguiendo lógicas distintas. El científico lidia con unos hechos y concluye ciertas cosas a partir de esos hechos y el político tiene que decidir medidas de política pública que van más allá del diagnóstico y de las conclusiones directas que se pueden extraer de los datos. Por eso es tentador para el político presentar sus decisiones como si fueran la derivación natural de lo diagnosticado por los científicos. Es bueno saber que esto no es verdad, que la necesidad de “hacer política” y bajar las cosas a tierra de manera que no se desbalanceen los distintos ámbitos que son afectados por, por ejemplo, una pandemia, no responde a la misma lógica que la ciencia. No importa que la prensa suela confundir ambas cosas o que los gobiernos presenten sus políticas como consecuencia obvia de la ciencia, no son lo mismo.
Una segunda confusión que se ha visto propagar cada vez más en esta pandemia, es la de que si unos científicos dicen A un lunes, otros científicos dicen B un martes y luego los científicos del A dicen C un miércoles, eso se debe a que, necesariamente, alguno de ellos está mintiendo. Y entonces, como se hace en la política, se asume un bando y alegremente se empiezan a agitar las banderas del bando elegido, sin recordar (eso se enseña en secundaria) cómo funciona la ciencia.
Como apunta Antonio Dieguez, catedrático de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga, “tiende a olvidarse que en la ciencia existe también el disenso, y que las ideas en competición, apoyadas por equipos rivales, son moneda corriente. Ese contraste es necesario para el progreso científico. Si hay algo parecido al famoso ‘método científico’ es precisamente la confrontación de ideas, de hipótesis y de propuestas explicativas, y la crítica rigurosa y sin cuartel de todas ellas, incluyendo, cuando sea oportuno, el cuestionamiento de los propios datos experimentales”.
Tal como señala Dieguez, “las mismas herramientas que sirven al científico para alcanzar consensos se basan en la importancia de la crítica racional de las ideas y de los datos, y, por tanto, en el disenso. Todo consenso en la ciencia es en principio revisable y el progreso se produce en ocasiones gracias a que se facilita la revisión radical de los consensos previos”. Es decir, no solo nadie miente cuando se dice A, B y luego se cambia a C, sino que así es precisamente como funciona la ciencia. Especialmente en una pandemia, en donde los datos van surgiendo y son revisados y cuestionados de manera permanente. Es lo que ocurre cuando la ciencia se adentra en situaciones inéditas por su magnitud y radicalidad: todo lo que parecía sólido ayer es cuestionado hoy.
Dicho esto, el disenso, la crítica al conocimiento establecido, también deben ser construidos desde el rigor metodológico. No toda crítica es valiosa por el hecho de ser crítica. Para poder testear los límites de lo que se sabe, el cuestionamiento debe ser sólido en su lógica interna. Por eso los artículos que se publican en revistas científicas son siempre revisados por los pares de quienes los escribieron, otros científicos. La pandemia hizo que muchas de estas revistas científicas, que son dirigidas y editadas por personas que también están inmersas en la pandemia, muchas veces rebajaran su nivel de exigencia y publicaran artículos sin revisión de pares, que luego tuvieron que sacar. Obviamente, esto no ayudó en nada a la imagen de consistencia que la ciencia necesita para ser creíble, especialmente en momentos en que la respuesta a la situación sanitaria depende en su primera línea de ella.
Pero si recordamos que la ciencia no está hecha por máquinas, que estas solo operan a partir de las hipótesis imaginadas por personas, que esas personas también están inmersas en la pandemia, que los intereses también juegan en la ciencia, que la ciencia no puede ser trasladada de manera mecánica por los gobiernos a su gestión, que una cosa es el GACH, otra la prensa y otra el gobierno, entonces quizá podamos empezar a bajar un cambio la indignación por las supuestas trampas y engaños a los que estamos siendo sometidos.
Quizá eso ayude a empezar a percibir que en medio de esa maraña de horrores que es la información en estos últimos meses, también aparecen señales alentadoras. Como recordaba el microbiólogo uruguayo Gianfranco Grompone en su columna en el programa radial No Toquen Nada, en este momento ya hay cinco vacunas aplicándose en varios países del mundo. Hay otras 162 en fase de desarrollo y de esas, 52 están en la fase de ensayo clínico. Vacunas que fueron creadas en tiempo récord por una comunidad científica diversa, contradictoria y hasta en competencia: la ciencia no es pura ni tiene por qué ser noble.
Vacunas son y serán aplicadas siguiendo criterios de salud pública, con todo lo político que ese universo tiene. Como recuerda Antonio Dieguez: “La gestión de la pandemia y, en general, la gobernanza de la salud pública constituye inevitablemente un híbrido en el que ciencia y política van unidas. Ninguna decisión será nunca clara e indiscutiblemente la mejor de todas las posibles, ni la más científica, ni la más objetiva”. Lo científico y lo político, entonces, se nos presentan siempre como ese híbrido. Es responsabilidad nuestra hacer lo posible por separar la paja del trigo. Toma tiempo pero vale la pena.