Nº 2105 - 7 al 13 de Enero de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAllá por 1985, el profesor y crítico cultural estadounidense Neil Postman publicó su libro Divertirse hasta morir: el discurso público en la era del show business, que en su versión original se llama Amusing Ourselves to Death: Public Discourse in the Age of Show Business. En inglés el título contiene un matiz que se pierde en la traducción: nosotros somos los responsables de esa diversión que se prolonga y nos lleva hasta la muerte. Postman, alumno de Marshall McLuhan, explica en su ensayo que, gracias a su dinámica de espectáculo, la televisión suprime el contexto, fragmenta la realidad y corrompe la posibilidad del intercambio razonado entre ciudadanos. Para Postman, la lógica espectacular de los medios electrónicos, entonces encarnados por la TV, destruye las formas narrativas basadas en la escritura, logrando que el ciudadano no se interese de manera informada por los asuntos públicos.
Unos años más tarde, en 1991, justo cuando el texto de Postman acababa de ser traducido al español, Kurt Cobain y sus Nirvana vociferaban en su canción más conocida: “Me siento estúpido y contagioso, aquí estamos, entretennos”. El tema Smells Like Teen Spirit gritaba, en tono violento y angustiado, sobre ese tipo de vacío exigente que comenzaba a dominar nuestras vidas entonces de manera casi imperceptible. O hasta deseada: el tipo de control social que ha triunfado en nuestras sociedades se ha impuesto a través de la seducción, no de la conquista violenta. La letra de la canción de Cobain era, precisamente, fragmentaria, emocional, nihilista y con cierto toque de humor que pasaba casi desapercibido, pero que era de hecho el único espacio luminoso que existía en ella. En 1994 Cobain se pegó un tiro y terminó con una vida llena de dudas, talento, dolor, miedo, amor e incomprensión hacia el estrellato mediático que se le vino encima. Su adicción a la heroína seguramente no ayudó mucho en ese cóctel.
Releyendo el texto de Postman o escuchando la música desgarradora y ruidosa de Nirvana no es difícil preguntarse por aquello que ha transcurrido en los 30 o 35 años que median entre nuestro presente y esos objetos culturales. ¿Se cumplió la profecía de Postman? ¿Mejoró o empeoró la calidad de nuestra charla política con el advenimiento de los nuevos medios electrónicos que han relegado la TV a un papel que ya parece secundario? ¿Alguien más en el mundo de la música popular logró que su sarcasmo sobre el control social y mediático de nuestras vidas alcanzara una proyección masiva como la de Nirvana?
Según un estudio realizado hace un par de años por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, la mayor parte de la difusión de las fake news y rumores en Twitter corre por cuenta de los usuarios humanos. Los bots encargados de replicar esas “informaciones” que son creadas con la intención explícita de desinformar a los ciudadanos realizan menos de la mitad de los intercambios que las propagan. Para intentar entender por qué los ciudadanos hacían eso, la gente del MIT investigó qué cosas generaban en esas personas las noticias falsas y los rumores que esparcían. Y averiguó que, mientras las noticias reales inspiraban en los usuarios de Twitter “tristeza, disfrute y confianza”, las falsas, las más difundidas, causaban “temor, disgusto y sorpresa”. Es decir, los usuarios elegían difundir aquellas noticias que les proporcionaban emociones más fuertes y les aseguraban una mayor posibilidad de impacto. Elegían aquellas que les garantizaban mayor visibilidad en redes.
Se diría que la lógica espectacular señalada por Postman hace más de 30 años ya no solo afecta a la TV, sino que una parte nada menor de los ciudadanos se ha plegado a esa lógica y la ha internalizado como la mejor a la hora de “informarse”, con unas comillas enormes. Por cierto, este asunto de la distancia creciente entre información y espectáculo es uno de los temas recurrentes en la muy buena serie danesa Borgen. Allí se expone cómo los debates entre candidatos políticos se ven permanentemente manoseados por la intención espectacular de la TV y la búsqueda de audiencia como única meta. Incluso para los canales públicos, como el que se muestra en la serie.
Justo sobre este aspecto, Postman escribe en su libro un capítulo dedicado a los debates entre el republicano Abraham Lincoln y el demócrata Stephen A. Douglas a mitad del siglo XIX. En ese capítulo, llamado La mente tipográfica, Postman señala que el ecosistema de recursos e ideas en donde se producían esos debates, largos, documentados y complejos, era uno que se alimentaba de la narración escrita. Tan es así que, aunque el combate tenía amplias zonas de improvisación, las formas y la dinámica del debate se basaban de manera bastante explicita en el lenguaje escrito.
Ahora, ¿qué clase de público estaba dispuesto a escuchar un debate entre dos políticos que ni siquiera eran candidatos al senado? ¿Qué buscaba ese público que era capaz de estar seis o siete horas pendiente de un debate en vivo en, pongamos, una feria agrícola en Illinois? “Se trataba de gente que consideraba esenciales esos actos para su educación política, que los consideraba parte integral de su vida social y que estaba bastante acostumbrada a esas largas jornadas de oratoria”, dice Postman. Gente que tenía tiempo y voluntad de informarse. Y que además era capaz de estar más o menos concentrada por largos períodos de tiempo.
Precisamente, sobre cómo la velocidad en torno a la nada nos viene pisando los talones, recordaba el debate televisivo en torno al plebiscito de 1980 en Uruguay. Celebrado en plena dictadura, convocó a dos partidarios de la reforma propuesta por los militares (los consejeros de Estado Néstor Bolentini y Enrique Viana Reyes) y dos partidarios del No a esa reforma (Enrique Tarigo por el Partido Colorado y Eduardo Pons Echeverry por el Partido Nacional). Si bien Canal 4 lo pasó en diferido, el debate fue emitido sin cortes. Así, durante algo más de dos horas, los uruguayos interesados en informarse sobre su eventual destino político escucharon la exposición de argumentos, por momentos tensa (en una dictadura la amenaza de violencia está siempre allí), por momentos brillante (especialmente Tarigo, que se reveló como un polemista de temer). Hoy, yo mismo tengo problemas para ver el debate completo, aunque me parece apasionante. Me resulta largo, aunque no tenga absolutamente nada mejor que hacer.
Entonces, estamos un poco como en la presentación de la vieja serie El hombre nuclear, aquella protagonizada por Lee Majors: “Poseemos la tecnología necesaria para hacerlo”, pero no solo carecemos de una ética que sea útil para el colectivo y que nos guíe en los usos que le damos a esa tecnología. Impulsados por la lógica del espectáculo visual, que empezó en la TV y que hemos internalizado como propia y saludable para cada uno de nosotros en las redes, carecemos de las herramientas que sirven para meditar de manera narrativa el mundo que nos rodea. Nos hemos convertido en ciudadanos con déficit de atención y, lo peor de todo, estamos encantados de serlo.