Con cabeza de país, no de partido

Con cabeza de país, no de partido

escribe Fernando Santullo

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Nº 2185 - 4 al 10 de Agosto de 2022

En España le llaman adanismo y creo que en Uruguay no tenemos nombre para definirlo, aunque lo practicamos con frecuencia. En todo caso, el adanismo del que hablan los españoles tiene una doble definición en el diccionario online de la RAE: “1. m. Hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente. 2. m. Desnudismo, práctica de la desnudez”. La definición que me interesa y en la que se habla popularmente en la península ibérica es la primera, la de hacer cosas o hablar de ellas como si estas ocurrieran por primera vez.

Esta actitud, la de pensar que uno es el primero que habla de tal o cual asunto, el primero que sabe de un tema o el primero que tiene la solución para un problema, suele relacionarse con, al menos, dos cosas. Por un lado, la juventud. Cuando uno es joven anda con las hormonas enloquecidas y no sabe (no tiene como saberlo) que no sabe. O, mejor dicho, que sabe poco, apenas lo suficiente como para ir aprobando en la escuela, en el liceo o en la vida. A medida que se envejece, si hay suerte y capacidad de ser crítico con uno mismo, el yo adulto se empieza a dar cuenta de que es mucho más lo que no sabe que aquello que sí sabe. Ojo, también es habitual el camino opuesto, que consiste en hacerse viejo mientras se coleccionan prejuicios y burricies varias, logrando permanecer la vida entera en una suerte de perpetua adolescencia.

La segunda cosa o factor que contribuye a ese no saber se relaciona con el primero y es la generación. Es como si cada generación se constituyera con base en el mandato de intentar derrumbar o, al menos, cuestionar seriamente todo aquello que la generación previa dio por bueno. Y eso no es algo malo, al revés: en las dosis adecuadas, es un buen motor para tener espíritu crítico y promover cambios. El problema intrínseco que tiene este segundo factor es que cuando las generaciones se constituyen como tales suelen estar integradas por jóvenes que saben poco y nada sobre aquello que intentan destruir o modificar. Se tienen abundantes dosis de rebeldía, energía de sobra para destruir y reconstruir pero no siempre se tiene claro el qué y el para qué.

El método que la ciencia ofrece para no caer en el “adanismo” cuando se intenta discutir un problema es revisar de manera exhaustiva cuál es el estado de las cosas, es decir, qué se ha pensado, dicho y publicado sobre el asunto. Sin llegar a ser exhaustivo, revisando fue que encontré el ensayo El lugar de las minorías en la democracia uruguaya, del filósofo uruguayo Carlos Pareja, en donde se sistematiza la trayectoria que esas dos visiones han tenido en la historia política del Uruguay. Cuando habla de minorías, Pareja no se refiere a las minorías étnicas, sexuales o de cualquier otra categoría pensada desde la perspectiva de la agenda de nuevos derechos. Se refiere a las minorías políticas y parlamentarias y a su papel en el modelo democrático en que vivimos, con todas sus peculiaridades.

Siguiendo los aportes del rector del Claeh, Romeo Pérez, Pareja identifica la existencia de un modelo de “gobierno de partido, al servicio de las orientaciones y los programas de su fracción política”, que viene desde los tiempos de Lorenzo Batlle, y otro que parte del “rechazo deliberado a los sesgos mayoritaristas” del modelo recién descrito, que define como “modelo uruguayo”. Ese modelo sería una suerte de tercera vía tanto al “gobierno de partido” como al “modelo federalista” tradicional.

Tras exponer su visión sobre la alternancia de esos modelos a lo largo de la historia política del país, Pareja se detiene en la parte que más me interesa, porque conecta con algunas de las ideas que se han tirado en estas columnas: en qué medida nuestro ecosistema político se ve dominado por una visión de búsqueda de acuerdos amplios o por una más de “partido”, que se concentra en imponer el programa propio sin negociar nada con nadie. El filósofo dice, hablando sobre la reforma de 1996 que introdujo el balotaje, que esta “se proponía sanear y agilizar el funcionamiento del sistema político uruguayo otorgando un respaldo plebiscitario inequívoco al presidente electo”. Y apunta que si bien ese mecanismo efectivamente fortaleció el rol presidencial, al aplicarse y dar lugar a nuevas mayorías interpartidarias, confirmó la idea de que los dos partidos fundacionales no eran demasiado distintos entre sí y que la única alternativa de cambio era el Frente Amplio.

El resultado específico de esta carambola es que dio lugar a una suerte de nuevo bipartidismo que, al menos según los resultados electorales y el del referéndum sobre la LUC, parece consolidarse. Peor aún, y esta es la parte que me parece más álgida, ese nuevo bipartidismo ha dado lugar a su vez a un regreso a la fórmula del “gobierno de partido”: una vez obtenida la mayoría necesaria, cada bloque carece de incentivos para negociar nada con la oposición, que, alejada de los espacios de poder político, se limita a cascotear el rancho en clave electoral. Esto, recuerda Pareja, viene sucediendo sobre todo desde 2005, cuando asumió el gobierno el Frente Amplio por primera vez, una vez establecida esa nueva dinámica.

El filósofo señala que hasta ese 2005 aún habían logrado sobrevivir algunas lógicas del modelo previo y lo ejemplifica con la designación de Alejandro Atchugarry como ministro de Economía y Finanzas, a la que define como “un experimento de gobierno parlamentario, en el que el presidente Jorge Batlle se pone a un lado para hacer posible el armado de una coalición con respaldos multipartidarios para enfrentar la crisis del sistema financiero”. Pareja recuerda que, en contrapartida, en su discurso de asunción “el presidente Vázquez reivindicó en reiteradas oportunidades su disposición a ajustar su gestión al programa del Frente y a las decisiones de los organismos de conducción partidaria”. Y apunta: “La fórmula de gobernar sobre la base de mayorías propias ha ido generando toda clase de deterioros de nuestras prácticas democráticas y costumbres cívicas, tanto a nivel intrapartidario como interpartidario”.

Todo esto puede parecer un asunto académico o algo lejano, ajeno a nuestra realidad política más inmediata. Sin embargo, conviene recordar que en este momento estamos discutiendo una reforma de la seguridad social que, de aprobarse, marcará el rumbo de al menos cuatro gobiernos más, por no mencionar cuánto afectará nuestras vidas como ciudadanos y trabajadores. Para que esta reforma sea efectiva y benéfica para el conjunto de la sociedad no alcanza con tener una mayoría parlamentaria hoy. Se necesita altura y sentido de Estado en todos los actores, por más que eso pueda implicar un costo electoral inmediato. No parece mucho pedir ni implica inventar el hilo negro pero es imperativo pensar con cabeza de país y no con cabeza de partido, aunque sea por una vez.