Confesión de un periodista avergonzado

Confesión de un periodista avergonzado

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2148 - 11 al 17 de Noviembre de 2021

Cometí uno de esos pecados que los periodistas no deberíamos cometer. Ejercí una censura despiadada en torno a información altamente delicada que involucra a toda la población. No es que la censura deje de ser censura si se aplica en torno a un tema considerado menor, pero el hecho de que la haya cometido sobre un asunto que tuvo y tiene al mundo en vilo la hace más elocuente, vergonzante, cobarde: ¿las vacunas contra el Covid pueden ser peligrosas hoy mismo y a largo plazo serlo incluso más que el propio coronavirus? Así como la voz oficial y casi toda la comunidad científica mundial y local se alinearon en favor de la vacuna ¿era imprudente periodísticamente darle voz a quienes propalan la no vacunación?

No involucro en mi actitud a las empresas para las cuales trabajo, que nunca me bajaron una línea (uff, qué pena no poder refugiarme en la trinchera del mediocre “no me dejaron”); tampoco responsabilizo a mis compañeros de trabajo o subalternos con quienes nunca plantee una discusión a fondo; y no quiero meter a todos los medios en la misma bolsa aunque parece evidente que la voz de los antivacunas tuvo una presencia absolutamente marginal, incluso en aquellos lugares donde se dignaron a darle al menos algún espacio. Hoy me pregunto si los habré vetado para no caer en la lista en la que, de la noche a la mañana, cayeron personalidades públicas y respetadas como el semiólogo Fernando Andacht, el periodista y abogado Hoenir Sarthou o el escritor y docente Aldo Mazzucchelli, entre otros. “¿Pero qué les pasó a estos?”, escuché más de una vez comentar a colegas. Y yo asentía como un cordero, aunque desde un comienzo me quemaba en las tripas la sombra de la duda. Ahora es tarde para decir yo lo pensé. Teniendo, como tengo, un programa periodístico donde hago lo que quiero, nunca llevé a uno de estos antivacunas, cuya prédica, al menos de manera más o menos habitual, quedó relegada a algunos semanarios de baja circulación, blogs independientes, marchas callejeras.

No solo no les di espacio, fui parte de la legión de heraldos que promovían la tesis indubitable a favor de la vacunación, insté a vacunarse por el solo hecho de que yo lo había hecho, y no es que creí, porque nunca lo creo, que a través de los medios fuésemos a convencer a alguien de hacer lo que no tiene ganas, pero tengo la sensación de haber coqueteado con el disfraz mesiánico de quien cree que merece llevarse un reconocimiento porque, ¡oh!, no solo enfrentamos al Covid en la calle casi como corresponsales de guerra, sino que, más de uno, lo sé, pensamos que podíamos contribuir en la transitoria mejora de la pandemia.

A pesar de la inmensa campaña mediática, 14% de uruguayos no se vacunó. Unos 350 mil uruguayos no confiaron.

¿No confiaron en la comunidad científica internacional y local y en los números oficiales que mostraron una caída impresionante en la mortalidad por Covid? Y bueno, sí. ¿Pero es tan delirante temer que en el futuro podamos sufrir las consecuencias de una vacuna que no cumplió con los estándares históricos que se le exige a una droga de este tipo? ¿No es lógico que haya quien no confíe en la principal empresa que se enriqueció con esta vacuna? El laboratorio Pfizer enfrentó en Texas miles de juicios por un medicamento que provocó cáncer a sus usuarios. Hace dos años, el diario Washington Post informó que Pfizer ocultó los resultados de un estudio que parecía haber dado un importante paso contra el alzhéimer (¿será que no es negocio terminar con ese mal?). Pfizer manipuló los resultados de ensayos clínicos sobre una droga contra la epilepsia buscando mentir y mejorar esos resultados. Pfizer conspiró para evitar un juicio en Nigeria donde 11 niños murieron y cientos fueron afectados por una prueba con el medicamento Trovan.

Parece que desconfiar es solo para locos.

Hubo gente que, ya desconfiada, vio que primero era una dosis, luego dos, ahora tres, vamos por la cuarta y contando. Y el argumento es que todo está cambiando demasiado pronto, que todo es muy nuevo. ¿Y entonces por qué es alocada la teoría de que en un tiempo esta vacuna pueda tener efectos no esperados? Quizás si hubiese sido más periodista y menos militante hoy tendría más información.

¿Estoy en contra de las vacunas? No. ¿Pero eso es razón suficiente para no darles la voz de manera destacada a quienes, por su postura, están prestando atención a datos que el sistema tradicional y mundial de medios y las nuevas plataformas ocultan o censuran?

¿Es o no importante saber que el VAERS (Sistema de Reporte de Efectos Adversos de Vacunas) norteamericano reporta un número de fallecimientos vinculados a las vacunas contra Covid muy alto comparado con las demás vacunas? ¿Cuál es el problema de este dato?, otra vez: no es concluyente.

El Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) aclaró que, al no ser de reporte obligatorio, el VAERS refleja entre el 1% y el 10% de los casos de efectos adversos reales. Científicos independientes (aunque a esta altura parece que no hay chance para la independencia) sostuvieron que la cantidad de casos de miocarditis posvacunación en menores de 20 años, haría importante un debate sin prejuicios sobre las bondades de vacunar a ese núcleo etario.

¿Sería importante manejar seria y ampliamente esta información aunque ella ponga en duda la posición oficial de vacunar a todos sin margen a la duda?

Este mes la prestigiosa revista Newsweek dio un paso inusual en lo que fue la línea editorial de los grandes medios y le dio espacio central a una columna de dos connotados científicos de Harvard y Stanford, Martin Kulldorff y Jay Bhattacharya, titulada “Cómo Fauci engañó a los EE.UU.”, en alusión al doctor Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas.

Los científicos enumeran aquellas cosas en las que Fauci, y por tanto la voz oficial de la estrategia sanitaria ante el Covid, se equivocó, según nuevos estudios sobre el mal. Entre ellos: desprecio por la inmunidad natural de los humanos (“más fuerte y duradera que la inducida por la vacuna”); la forma en que se protegió a los ancianos; el controvertido cierre de las escuelas (algo que en Uruguay fue cuestionado por los integrantes del admirable GACH); la eficacia del tapabocas (es más eficiente ventilar los ambientes, dicen); el “inútil” rastreo de los contactos que generó gastos innecesarios; los daños colaterales en salud que provocó el encierro.

En suma: supongamos que las afirmaciones de los antivacunas son falsas. ¿Es mi tarea como periodista censurarlos? ¿O debo darles voz y tratar de llegar a otra versión y, en el camino, quizás, para romper con otro molde o frase hecha, mostrar que si no llega a ser una mentira completa, una verdad a medias es mejor que ninguna verdad?

¿O acaso no he entrevistado a decenas y decenas de hombres públicos que, con los temas más acuciantes del país sin resolver por décadas, que también se cobran vidas en varios sentidos, nos vienen mintiendo una y otra vez? Y sin embargo, una y otra vez voy por ellos, en ocasiones teniendo que pasar por un insoportable porque no me gusta que me mientan. Pero, al tiempo, otra vez su carita y su cháchara.

Si fuésemos a dejar afuera a todos los que dicen cosas que nos parecen disparatadas, a todos con los que no estamos de acuerdo, a aquellos que pensamos pueden provocar víctimas, no sé con qué llenaríamos los noticieros.

Repito: me vacuné y seguramente vacunaré a mis hijos. Pero nada de esto justifica el silencio ignominioso al que condené a personas que parecen representar el sentir de uno cada siete uruguayos. ¿Y monstruo?, podrán preguntar algunos con derecho, ¿qué hacemos ahora con este mea culpa que suena a queja de damisela magreada cuando sos un profesional que ya no se cuece en el primer hervor? Y bueno, por lo pronto avergonzarme. Y, si puedo, enmendar el pecado, aunque ya no creo que con eso me salve, al menos, del purgatorio de los periodistas.