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    Columnista de Búsqueda

    Nº 2154 - 23 al 29 de Diciembre de 2021

    Las personas tendemos a delegar. Delegamos una parte de nuestro criterio cuando seguimos lo que nos muestra el algoritmo en las plataformas musicales digitales y cuando elegimos representantes políticos para que hagan aquellas cosas para las que, por su complejidad, no estamos capacitados para entender y resolver. También delegamos cuando vamos a comprar milanesas a la rotisería de la esquina, cuando dejamos a nuestros hijos en la escuela, cuando vamos al médico y confiamos en su opinión, más capacitada en el rubro que la nuestra. Delegamos porque vivimos en sociedades complejas y sofisticadas en las que dependemos de las habilidades y los saberes más específicos de otros. Dada la complejidad de nuestros sistemas, hoy es imposible ser aquel admirado ser humano universal del Renacimiento.

    Sin embargo, ese delegar casi nunca es al 100%. Es verdad, en algunos casos, como el del médico, el saber que se necesita para ser solvente en la materia hace que los legos pinchemos y cortemos poco en la decisión final. Sin embargo, en otras cosas el porcentaje que se delega es variable: muchas veces cocinamos nosotros, muchas veces elegimos nosotros la música que queremos escuchar. O, aunque llevemos a nuestros hijos a la escuela, tenemos presente que una parte central de su educación, aquella que tiene que ver con los valores más profundos que se transmiten, no puede ser aprendida exclusivamente en la escuela y tenemos allí un rol central como padres.

    Puede pasar incluso que ese delegar no siempre llegue a buen puerto. Por eso a veces dejamos de comprar en esa rotisería (no en la de esquina de casa, que es muy buena), cambiamos a nuestros hijos de escuela o cambiamos de opinión política. Delegar o no, qué tanto delegar, cuándo delegar son todos asuntos que se vinculan a los resultados que se obtengan en el acto. Si lo que sale al otro lado del proceso no nos sirve, dejamos de delegar o delegamos en otros. Para que eso ocurra, hace falta contar con ese ámbito interno de decisión, con ese espacio que nos permita medir el resultado y tasarlo desde una perspectiva personal, única.

    Por poner un ejemplo propio y que afecta a una de mis más centrales áreas de interés en la vida: a la hora de buscar nueva música, casi nunca le doy pelota al algoritmo de YouTube u otras plataformas digitales. Esto es, pocas veces delego en un proceso automatizado un asunto tan importante para mí como el de descubrir nueva música. Sin embargo, a veces me siento perezoso, acepto lo que me propone el algoritmo y entonces ocurren cosas interesantes. Por ejemplo, que en las primeras sugerencias lo que me propone se parece bastante a lo que conozco o es directamente lo que ya conozco. Que a partir de cierto punto las sugerencias me empiezan a parecer un bodrio y me cuesta entender cómo llega a eso a partir de las recomendaciones previas. Por ejemplo, si arranco escuchando un disco de Enslaved, banda noruega de metal progresivo extremo, en algún momento sé que llegará algo en el estilo de Evanescence, un pop rock a medias ruidoso, falsamente dramático y edulcorado. En algún momento, a partir de los datos que tiene sobre mis preferencias, pareciera que el algoritmo empezara a errarle fiero y se aleja de mi zona de interés.

    Supongo que esto se debe a un conjunto de razones, entre ellas, a que, dado que soy un colgado de la música y le dedico un montón de horas a intentar conocer cosas, el elemento personal aparece de manera más clara. Si uno es de los que escucha música como telón de fondo o no tiene demasiado interés por ella, es probable que el algoritmo le sea suficiente. En la “interpretación” que este hace de nuestras preferencias aparecerán pocos saltos lógicos. Ahora, cuando se trata de alguien que tiene un interés profundo, es probable que el espacio que ocupa lo individual, lo que resulta impredecible y único, lo que provoca el quiebre caprichoso, el desvío arbitrario, sea más amplio. Y que por eso el algoritmo nos termine mostrando cosas que no tienen la menor relación con nuestra deriva personal. Creo que es justo en esa zona que no está tan mediada por las influencias exteriores inmediatas, en donde reside el núcleo de lo que llamamos nuestro gusto.

    Si extrapolamos esta lógica a las preferencias políticas, se puede ver que el comportamiento suele ser bastante similar: aquellas personas que no tienen un interés especial por los temas políticos en general están conformes con lo que los partidos (el algoritmo de la política) les proponen como diagnóstico y propuesta de solución a los conflictos que presenta la vida en común. Es por eso que una mayoría no cuestiona demasiado lo que los partidos proponen. Es más sencillo, se delega en terceros el análisis serio de los temas y se confía en que ese delegar dé buenos resultados. Como en la escuela, en la rotisería o en las plataformas musicales. Una mayoría que quizá no es del todo consciente de que en ese acto se pierde algún grado de libertad. Ese que se tiene cuando se cuenta con un espacio para analizar, desde nuestra individualidad más estricta e interesada, aquello que se nos ofrece como solución política, como música nueva, como nuestro gusto. Así, sacrificamos en alguna medida la posibilidad de construir nuestra preferencia política en su versión más elaborada.

    Es verdad, en la inmensa mayoría de los casos la gente está demasiado ocupada intentando vivir y no tiene más remedio que delegar esas cuestiones. Es difícil objetarle eso a quien trabaja una larga jornada cada día y llega a casa con la única intención de descansar o de pasar un rato con la familia. De hecho, es lógico y eficiente delegar, en eso se basa la idea misma de la democracia representativa. Pero de ahí no debería concluirse que todos y cada uno de nosotros deba plegarse a ese mecanismo y eliminar la posibilidad de construir una visión propia. Aunque sea porque son asuntos de nuestro interés personal sobre los que queremos construir una versión única, como únicos somos cada uno de nosotros. Y aunque sea porque sabemos que hay otros (un algoritmo, un partido) pensando esos caminos para el resto y que esos otros tienen siempre agendas propias, sus propios caminos únicos.

    Construir esa visión propia de las cosas es laborioso en términos de tiempo y costoso en términos sociales. ¿Por qué? Porque quienes han comprado el pack completo recelan, y mucho, de aquellos que se resisten a hacerlo. Y están seguros de que cualquier posición que no coincida con la suya (que no es tan suya) necesariamente debe estar encuadrada en la de algún otro partido político. Lo cierto es que ese espacio de análisis es accesible para cualquiera, al menos como posibilidad. Por eso, está bien darle pelota al algoritmo musical mientras nos muestre cosas que nos parezcan interesantes, dejar de dársela cuando nos empieza a mostrar mierda y, a partir de ese punto, confiar en uno mismo. Con los partidos políticos conviene hacer exactamente lo mismo: comprar su solución hasta que nos empiezan a ofrecer mierda y, a partir de allí, confiar solo en nuestro gusto. Ser ciudadano en una sociedad compleja y diversa es, precisamente, usar todo el espacio que disponemos para serlo.