Consignas y jabones

Consignas y jabones

escribe Fernando Santullo

6 minutos Comentar

Nº 2132 - 22 al 28 de Julio de 2021

Medio de rebote veo el nuevo aviso de una conocida marca de productos cosméticos. Para vender sus productos este aviso en particular apela a palabras que hasta hace no tanto eran más bien ajenas a las campañas de marketing. Palabras como rebeldía, personalidad y autoestima junto con conceptos como se tú misma y desarrolla todo tu potencial. Tal como me dijo hace años un conocido que vendía calzado deportivo, la cosa ya no pasa por venderle productos a la gente, sino por convencerla de ser parte de un lifestyle. En este caso, un estilo de vida que pasa más con la posibilidad de cumplir con determinadas aspiraciones y potenciales personales que por hechos tangibles. Tangibles como ponerse una crema o frotarse un jabón, quiero decir.

Veo el aviso y eso me deja pensando: ¿qué ocurre cuando uno ve su discurso de rebeldía, sus consignas más revolucionarias, en un aviso de champú o pasta de dientes? ¿Piensa que algún mercader listo se avivó de que podía vender cosas a sectores específicos usando su vocabulario específico? ¿O que esas ideas son tan poderosas que simplemente han convencido a un número suficiente de personas de su bondad hasta el punto de que ese número de personas incluya a los creativos publicitarios y a los dueños de la empresa?

Hay varias formas de verlo. La más común, al menos entre la gente que se consideraba crítica con el estado de las cosas, era que cuando eso ocurría se debía a que tu consigna había sido capturada por el discurso hegemónico del capitalismo y que, eliminada la distancia crítica que te permitía construir un discurso alternativo, todo el potencial de cambio de la consigna quedaba anulado. La vieja idea de que en el capitalismo todo puede ser convertido en una mercancía y vendido como tal. De hecho, esa pérdida de la distancia crítica era el centro del argumentario de Fredric Jameson en su ya viejo ensayo Posmodernismo y sociedad de consumo. Para el pensador estadounidense, la posmodernidad había dinamitado los discursos “duros” de la modernidad y había logrado anular esa distancia crítica por la cual incluso objetos revulsivos como el punk rock o la pornografía gozaban de buena salud comercial. Tampoco provocaban la clase de desagrado o de impacto confrontacional que habían provocado en su momento las grandes obras artísticas de la modernidad. Obras que, por otro lado, ya no resultaban revulsivas tampoco.

Existe otra visión más reciente, surgida en ese contexto que Jameson definió como posmodernidad. Según esta mirada, cuando un consumidor de causas (que no es lo mismo que quienes las sostienen, estos suelen conocer mejor el asunto) ve su consigna en un aviso entiende que si su consigna está ahí es porque esta triunfó o está en camino de hacerlo. Entonces se traza la equivalencia entre la palabra y los hechos: si mis consignas aparecen en una propaganda es porque aquello que las palabras nombran ya ocurrió, ya ganó. Dado que para esta forma de ver las cosas las palabras y los hechos son equivalentes (o incluso son más importantes las palabras que los hechos), el que las palabras resuenen en una campaña publicitaria equivale a que lo nombrado ya esté ocurriendo en la realidad.

Y en alguna medida tienen razón: sus consignas se volvieron aceptables, parte del paisaje mainstream, hasta el punto en que resultan un buen vial de venta para ciertos productos. Esto conecta con algo que sugerí en la columna de la semana pasada: la idea de que existen unas multinacionales que se volvieron “buenas” porque incorporaron determinadas consignas a sus campañas de marketing. Pero, como señalaba en esa columna, aunque la multinacional se vista de seda, multinacional se queda. Pero sí, en términos simbólicos, es decir en todo lo que no es material, efectivamente esas ideas de alguna manera ya se han impuesto. Lo suficiente al menos como para interesar a los publicistas.

Harina de otro costal es que sea contrastable que eso que las palabras del marketing vulgar nombran efectivamente haya ocurrido. Pero eso no parece ser un problema para quienes creen que lo real es menos relevante que lo simbólico: si algo se dice, es porque es. Su opuesto, especular, se aplica también en la charla pública: si algo no es dicho, no existe. Si logramos que ciertas cosas no sean expresadas en el debate, cesarán de existir en la realidad. Para esta mirada, los hechos son secundarios. No es casual que suela ser la mirada de quienes tienen todos los aspectos materiales de su vida resueltos. Y no son pocos los rebeldes que terminan alineados detrás de las campañas de marketing de una multinacional, convencidos de las bondades de las palabras empleadas, por encima de cualquier consideración material.

Por supuesto, esta columna no dice que las ideas que una compañía usa como gancho comercial estén mal en sí mismas. Si la promoción y difusión de esas palabras/ideas sirve para mejorar las cosas en el mundo real, bienvenidas sean. Tampoco dice que las multinacionales no puedan tener actitudes éticas e incluir prácticas de ese tipo en sus procedimientos o en sus códigos deontológicos. Lo que si dice esta columna es que sería bueno para cualquier causa que se encuentre detrás de las palabras utilizadas confirmar que efectivamente las cosas están cambiando en la dirección deseada en el mundo real. Y confirmar que no está ocurriendo lo opuesto, esto es, que el uso y abuso de unas palabras “justas” esté banalizándolas al ser usadas para vender jabones, perfumes o lo que sea.

En todo caso, sigue abierta la cuestión de si eso se puede considerar un triunfo de la idea o si simplemente es la captura de un discurso político para convertirlo en un discurso de marketing vulgar. Lo que lleva a otra cosa que me parece importante señalar: no es casual que, de manera simétrica, de la misma forma en que las consignas políticas más radicales son usadas como vector de ventas, las democracias representativas enfaticen cada vez su aspecto de mercado. Es decir, que cada vez sea más difícil distinguir un candidato de un detergente, al menos en lo que a los métodos de venta se refiere. En las últimas elecciones uruguayas el caso del actual senador Juan Sartori fue el más evidente en ese sentido: un señor aparecido de la nada que proclamó a los gritos no tener ideología alguna y que su única preocupación era satisfacer al consumidor, es decir, al votante.

Cuando el votante es tratado como un consumidor, el pegoteo entre el candidato y el producto pasa a ser inevitable. Cuando las causas, incluso las mejores, terminan siendo material de campaña de marketing, quizá es que llegó el momento de preguntarse por aquella distancia crítica de la que hablaba el mencionado Jameson. De manera similar, cuando uno termina alineado con una multinacional en su defensa del “acceso a la cultura”, quizá sea el momento de preguntarse hasta qué punto eso es lo que efectivamente y en los hechos está ocurriendo o si simplemente uno se convirtió en la primera línea de promoción de una pasta de dientes o de un jabón.