Nº 2155 - 30 de Diciembre de 2021 al 5 de Enero de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa semana pasada escribí en este espacio sobre la importancia de establecer criterios personales, un “gusto” propio, en materia de música y de política. Decía que, precisamente, en la medida en que uno está más interesado en esas materias, suele contar con un piso más sólido y amplio para establecer ese criterio. Y que, al revés, cuanto menos interesado se esté en esos temas, más se aceptará sin dudarlo aquello que el algoritmo o los partidos nos ofrezcan. Y, concluía, sin ese espacio de construcción personal, irrepetible y único como únicos somos cada uno de nosotros, es difícil considerarse un ciudadano pleno. Dado que elegí música pero podría haber sido cualquier expresión en donde el “gusto” sea necesario, en esta columna quiero extenderme un poco sobre el aspecto partidario del asunto.
De rebote, leo en Twitter que el psicólogo Ale de Barbieri comenta un artículo del español Ricardo Dudda en donde este cita a Simone Weil. Conocí a la pensadora francesa gracias a la obra de Sandra Massera, protagonizada por Noelia Campo, La bailarina de Maguncia. En esa obra, Weil era un personaje que se aparecía en sueños a la escritora Luce D’Eramo, como una suerte de alter ego político en el que la protagonista encontraba paralelismos y diferencias. Simone Weil participó en la Guerra Civil Española en la Columna Durruti, formada por anarquistas, y terminó sus jóvenes días en 1943, a los 34 años, como socialista cristiana.
El texto de Weil citado por Dudda se titula Notas sobre la supresión general de los partidos políticos y fue escrito en Londres, poco antes de su muerte. Allí resume ideas tan radicales como estas: “Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva. Un partido político es una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros. La primera finalidad y, en última instancia, la única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento, y eso sin límite. Debido a este triple carácter, todo partido político es totalitario en germen y en aspiración”. Weil aclara que se refiere a la tradición partidaria francesa, a la que distingue de los partidos de la tradición anglosajona, ya que estos incluyen “un elemento de juego, de deporte, que solo puede existir en una institución de origen aristocrático”. En Francia, en cambio, esa tradición partidaria no existía antes de la Revolución de 1789 y, como dice Weil, “todo es serio en una institución que es, en su origen, plebeya”.
Como bien apunta Dudda en su artículo, algunos puntos del análisis de Weil suenan un poco tremendistas hoy, a más de 70 años de su elaboración y con largas experiencias democráticas en medio. Pero no es menos cierto que algunos de sus señalamientos persisten y son visibles en el presente, sobre todo aquellos que refieren a las pasiones políticas que despiertan los partidos entre sus seguidores. Y, muy especialmente, la tercera de sus aseveraciones, “la única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento”. Como señala Weil en su texto, el problema surge cuando “el colectivo domina a los seres pensantes” y lo que hasta ahora eran medios para un fin, siendo el “bien común” ese fin, se convierten en un fin en sí mismos: el poder, el dinero, el control del Estado, etc. En resumen, lo que ocurre cuando un partido deja de ser una propuesta ideológica y se convierte en una máquina de poder.
Weil señala que esto ocurre en todos los partidos, incluidos aquellos que están claramente identificados con “los intereses de una categoría social, pues siempre existe una cierta concepción del bien público, en virtud de la cual habría coincidencia entre el bien público y esos intereses. Pero esa concepción es extremadamente vaga. Esto es verdad sin excepción y casi sin diferencia de grados. Los partidos más inconsistentes y los más estrictamente organizados son iguales por lo vaga que es su doctrina”. Pese a esto, los partidos existen y tienen vida en el mundo real, gestionan poder, vidas y presupuestos nacionales. Esta calidad difusa, indefinible y hasta arbitraria del “bien común” es lo que hace que la gente, dice Weil, apele a la idolatría: “Solo Dios es legítimamente una finalidad para sí mismo”. Así, los partidos se convierten, por la vía de los hechos, en sustitutos de la religión para públicos laicos. “La transición es fácil”, dice Weil. “Se pone como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva eficazmente a la concepción del bien público con vistas a la cual existe es que posea una gran cantidad de poder”.
Es ese justamente el momento en que se suele escuchar a militantes, votantes y líderes partidarios decir: “Tenemos el gobierno pero no el poder” o “no podemos hacer más porque nos ponen palos en la rueda”. Se entiende allí que el poder que se tiene nunca es suficiente para lograr imponer al resto la versión propia de ese difuso “bien común”. Incluso si un partido tuviera el poder absoluto en un país, siempre podría apelar a otros países o instituciones internacionales como explicación al límite de su capacidad: el bloqueo de EE.UU., las malas condiciones crediticias que obtengo, etc. Si mi versión del “bien común” es la única correcta y si el poder que tengo nunca es suficiente para imponerla, es natural que, sobre todo entre la hinchada menos interesada en el asunto (la que consume el discurso partidario sin cuestionarlo), exista una pulsión totalitaria que termine justificando cualquier desmán que haga el partido propio y, especularmente, exige castigos expeditivos para el partido ajeno.
Como es evidente, en las democracias consolidadas nos hemos dado un montón de contrapoderes que (casi siempre) impiden que los partidos colonicen de manera absoluta los espacios comunes y la discusión sobre lo que es bueno y malo para el colectivo. Por eso es importante recordarles a los que insisten con que los de la vereda de enfrente le ponen “palos en la rueda” o con que tienen “el gobierno pero no el poder”, que todos esos contrapesos y contrapoderes no son resultado de la casualidad sino del diseño institucional de las democracias más sofisticadas. Que, por ejemplo, la Justicia funciona con sus ritmos y de manera independiente precisamente para ejercer de contrapeso efectivo y real a los poderes que existen, siendo el de los partidos y el de sus dirigentes uno de los más fuertes y evidentes.
Resumiendo, que si se quiere evitar la idolatría de los partidos, que son una suerte de mal necesario en nuestras democracias, es imprescindible construir un espacio en donde poder pensarlos de manera crítica. Y que ese espacio, más allá de influencias o lecturas, conviene que sea personal para poder cumplir con su función desacralizadora del discurso partidario. Las palabras de Simone Weil pueden sonar radicales a la distancia de los años, pero lo cierto es que, una vez convertidos en máquinas de poder, los partidos tienden a reproducirse y buscar el poder pasa a ser su único fin. De nosotros, los ciudadanos, depende que esas máquinas no nos pasen por arriba.