Corriendo detrás del click

Corriendo detrás del click

escribe Fernando Santullo

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Nº 2139 - 9 al 15 de Setiembre de 2021

“Tantos votos tenés, tanto valés” me comentaba en privado hace unos días una representante nacional. Y no lo decía con entusiasmo, sino con incomodidad, con incertidumbre. La incomodidad e incertidumbre de saber que, dado que buena parte de su actividad parlamentaria carecía del atractivo que se requiere para salir constantemente en los medios, su tarea siempre estaba en riesgo de verse trunca por falta de esos votos. Una incomodidad e incertidumbre que eran al mismo tiempo una constatación: si querés ser votado, en la política actual importa más tu capacidad de producir eventos llamativos que tu participación en la creación de políticas reales que cambien la vida de las personas en el mediano y largo plazo.

Una ojeada a los medios permite confirmar que la incomodidad de la parlamentaria no anda lejos de la realidad. En la era del clickbait, cualquier acción llamativa que pueda convertirse en un titular que contenga palabras como humillar, destrozar, hundir o golpear recibirá mucha más atención que una que se traduzca como “se pusieron de acuerdo” o “decidieron colaborar”. Lo irónico es que la política, en tanto ruta de pactos entre distintos, está muchísimo más poblada de los segundos que de los primeros.

Pero esa clase de política no garpa, no coloca a nadie frente a las cámaras ni le hace ganar votos. Entonces se recurre a la espectacularidad, al show de alto impacto que, por lo general y una vez apagadas las cámaras y los celulares, se desvanece en la nada. Hasta que aparezca otro evento espectacular con el que golpear la retina y los oídos del ciudadano. Un ciudadano que a esta altura no percibe demasiada diferencia entre un Peñarol vs. Nacional y un coalición multicolor vs. FA. O, mejor dicho, un ciudadano que se ha especializado (¿lo han?) en reducir todo debate posible a dos posiciones, como si no existiera el resto de los equipos de la liga o como si la política se limitara a esos combates espectaculares que por lo general, y si hay suerte, terminan con un “ustedes antes lo hicieron peor”. Dado que todos los partidos mayoritarios del espectro existente han gobernado, ese “ustedes” los incluye a todos.

No es de extrañar entonces la incertidumbre de la parlamentaria sobre el futuro de los temas en que ella trabaja. Son todos asuntos de calado, es decir, materias en donde el avance en su resolución cambiará el destino de un montón de ciudadanos. Y de futuros ciudadanos, ya que trabaja en temas de infancia. Su tarea, como la de muchos otros parlamentarios, tiene poca conexión con esa hoguera de las vanidades mediática que otros políticos practican y que tanto fascina a la prensa, en tanto carne de click. Una tarea cuyos resultados, en caso de llegar a buen puerto, no serán visibles hasta pasada una generación. ¿Y a quién le importa lo que vaya a pasar dentro de una generación cuando lo que necesitamos y nos importa debe ocurrir aquí y ahora, las 24 horas del día, 365 días al año? “Satisfacción inmediata pa todos o pa naides” parece ser la nueva consigna.

Según apuntaba Guy Debord en La sociedad del espectáculo, su clásico de 1967, “el espectáculo, comprendido en su totalidad, es a la vez el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento al mundo real, su decoración añadida. Es el corazón del irrealismo de la sociedad real”. La perspectiva que ofrecía Debord no era especialmente alentadora: si el espectáculo no es un añadido, sino el centro del proyecto, parece muy difícil intentar señalar y cuestionar sus mimbres. Y entonces el destino de quienes hacen política normal, sin fuegos artificiales, se ve seriamente comprometido por un sistema que coloca al espectáculo como motor central del intercambio humano.

Años más tarde, el escritor y ensayista peruano Mario Vargas Llosa apuntaba: “En la civilización del espectáculo la política ha experimentado una banalización acaso más pronunciada que la literatura, el cine y las artes plásticas, lo que significa que en ella la publicidad y sus eslóganes, lugares comunes, frivolidades y tics ocupan casi enteramente el quehacer que antes estaba dedicado a razones, programas, ideas y doctrinas. El político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad, está obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma de sus presentaciones, que importan más que sus valores, convicciones y principios”. Y sobre el papel de la prensa, acotaba: “Convertir la información en un instrumento de diversión es abrir poco a poco las puertas de la legitimidad y conferir respetabilidad a lo que, antes, se refugiaba en un periodismo marginal y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la privacidad, cuando no —en los casos peores— al libelo, la calumnia y el infundio”.

El texto de Vargas Llosa es de 2008, antes del auge de las redes sociales. Es decir, antes de que las palabras que él señala en términos negativos se convirtieran en el centro del ocio de cientos de millones alrededor del mundo. De cuando escándalo era algo malo y no un llamador pagado con publicidad. En 2021 ese vector de destrucción de lo común, de la política como construcción y no como el nihilismo irónico de Twitter, no es ni siquiera dominado por los medios masivos convencionales, que son apenas una parte menor de esa ola de inanidad que todo lo inunda y todo lo desencaja. Las redes morales lograron la maravilla de elevar diarios basura como el británico The Sun o el estadounidense New York Post a la categoría de fuente seria de información.

El futuro de esos políticos que trabajan en proyectos sin brillo y de largo aliento está efectivamente comprometido, en la medida en que el ciudadano hace rato abandonó toda posibilidad de mirada crítica. Por supuesto, entre los ciudadanos hay excepciones, gente que aún se toma la molestia de sopesar y contrastar argumentos ante lo que le proponen los medios, las redes y la política partidaria. Pero, al menos en Uruguay, no está del todo claro que esos ciudadanos de mirada crítica sean suficientes para sostener a esos representantes poco escandalosos y laburantes. Esos que existen en todas las familias ideológicas, aunque muchas veces pasen desapercibidos.

El desdén con que tratamos esos aspectos poco llamativos de nuestra política no nos sale gratis: sin aceite no hay maquinaria que funcione. La búsqueda del impacto, del choque con quien piensa distinto, no solo banaliza la complejidad de nuestra convivencia y la convierte en un objeto de consumo irónico más, es también verter arena en el engranaje de manera constante, satisfechos de haber agredido, insultado, denigrado, destruido, ajenos a las consecuencias de nuestras acciones. Cuando lo que nos seduce es la satisfacción inmediata, el consumo instantáneo y acrítico, no es raro olvidarse de que la vida no es solo satisfacción, también es drama, dolor, acuerdo, desacuerdo, frustración y tiempo. Negociar colectivamente todos esos aspectos de nuestra vida común no es ni puede ser un espectáculo que corra, a cualquier precio, detrás del click.